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Guerra en Ucrania
Los ninis y Christa Wolf en la guerra de Ucrania (I)
“Entre morir y matar hay una tercera posibilidad: vivir” (Casandra. Christa Wolf). La frase la escribió una mujer que, al contrario que las numerosas voces que jalean hoy en España la consigna de armar al Estado ucraniano -y prolongar y ampliar así una matanza inútil en las que ellas no participarán- supo en carne propia lo que era vivir en un país destruido. Una mujer que, tras la debacle de la Segunda Guerra Mundial, tuvo que hacer valer su voz cargada de matices en el mundo bipolar de la Guerra Fría. Difícil e incómoda tarea la de llevar la contraria a las voces de mando que buscan siempre el relato más simple: o conmigo o contra mí. O amigo o enemigo. Para el caso que nos ocupa actualmente, o proucraniano o prorruso.
La frase se la hizo pronunciar la escritora alemana Christa Wolf al legendario personaje de Casandra de la novela homónima, en vísperas de una brutal destrucción -la de Troya a manos de los aqueos encabezados por el vengativo Aquiles y el ambicioso Agamenón-, que no puede menos que recordarnos el horror que hoy sufre la población ucrania agredida por el gobierno de Putin. Fijémonos en su paradójica construcción: ante la lógica binaria de la muerte en sus dos versiones -la disyuntiva de matar o morir-, la di-solución del dilema con una tercera posibilidad: la llamada a la vida. Sin más.
Simples palabras, dirán algunos. Pero las palabras son importantes, y más ahora en que, por lo que se refiere a España, más allá del envío de armamento a Ucrania -todavía no sabemos si regalado o pendiente de cobro, un detalle nada baladí- el discurso de la guerra, el de la necesidad del rearme de Ucrania y de la OTAN, del Nosotros o Ellos, está siendo voceado por los principales medios de información y por el propio gobierno Sánchez. Y es que el militarismo tiene que ver tanto o más con las mentes que con las armas. Es una manera de mirar el mundo según una lógica binaria que tiende a simplificar de manera absoluta la dicotomía amigo-enemigo, borrando todos los matices del gris hasta dejar un triste paisaje blanquinegro.
El militarismo tiene que ver tanto o más con las mentes que con las armas. Es una manera de mirar el mundo según una lógica binaria que tiende a simplificar, borrando todos los matices
Hasta las voces más lúcidas parecen haber caído en esa lógica. Jonathan Littell ha descrito en El País minuciosamente la intervención rusa en Georgia, Armenia, Siria, Crimea, Chad y Mali de las dos últimas décadas, y lo hecho bien. Ha olvidado, sin embargo, retratar las decisiones de Occidente, la Unión Europea y los Estados Unidos en el mismo lapso, a quienes ha presentado como potencias ingenuas y pasivas ante la creciente amenaza rusa. Ha olvidado, por ejemplo, la intervención militar en Afganistán de 2001, liderada por Estados Unidos y respaldada por la OTAN, así como la agresión occidental a Irak de 2003 a partir de las premisas demostradamente falsas de las armas de destrucción masiva. Ha olvidado la guerra de Siria, en la que Estados Unidos participó y que en cierta manera contribuyó a desencadenar con los intentos de desestabilización del régimen de El Asad que empezaron ya en 2006, como desveló Wikileaks. O la secular intervención francesa en sus antiguas colonias de Mali, Chad y Costa de Marfil, respaldadas por la UE. Todas estas guerras internacionales contribuyeron a generar una masiva afluencia de personas necesitadas de refugio que durante décadas se han agolpado -las que no murieron o mueren ahogadas en mares y océanos- en las fronteras de la UE, como las que hoy en día siguen siendo rechazadas por el gobierno polaco en la frontera norte de Ucrania y de las que poco o nada se habla. Al contrario que los ucraniano/as bien acogidos en la UE -cosa de la que nos alegramos- aquellos otros refugiados son hoy más que nunca invisibles. Sus historias casi no aparecen en las crónicas informativas de los grandes medios de nuestro país.