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Opinión
Traumas, adicciones e inclusividad en nuestras luchas
Cuando se habla sobre el consumo de alcohol y otras drogas, se hace para tratar el problema de los excesos, como si las adictas fueran personas extrañas que no se encuentran en nuestros espacios.
Hace unos meses que no tengo ningún deseo de beber alcohol. No es la primera vez que paso épocas sin beber, la diferencia es que esta vez no me apetece. Las anteriores veces, me aguantaba las ganas. Ahora no me apetece nada y es una sensación extraña para mí. Y maravillosa. La última vez que bebí fue el pasado 7 de marzo y la resaca del 8 fue épica, como muchas de las que he tenido a lo largo de mi vida. Ha sido una larga vida vinculada al alcohol, ya que llevaba desde los 15 años con un deseo incontrolable de beber. De esto hace ya 25 años y ahora puedo, por primera vez, mirar atrás y reconocer no solo la adicción psicológica al alcohol —nunca he tenido adicción física—, sino a muchas otras drogas, que han sido un eje muy marcado en mi vida. En el fondo, siempre he sabido que tenía alguna debilidad a las adicciones —donde incluyo a la nicotina y a la cafeína—, no solamente porque me era muy fácil engancharme —excepto con el alcohol—, sino también por algún otro motivo que me llamaba a consumir. Era un grito que llevaba dentro. Era un grito que no sabía cómo callar. Era el estrés postraumático. He tardado muchos años en descubrirlo, entenderlo y poderlo tratar o lidiar con ello.
Mi “problema”, no obstante, se extendía más allá del salir de fiesta. La necesidad era amplia porque ese grito, esa inquietud, era constante y era especialmente punzante en situaciones sociales, sobre todo en las relaciones que aún no conocía suficiente, o con las que aún no tenía suficiente confianza, pero también con todo lo consideraba “normalidad” fuera de cuando estaba sola en mi casa o en mi habitación. Era una problemática que me perseguía en muchas de las situaciones diarias y que nada tenían que ver con aquellas de las que se suele hablar y que se suelen tratar cuando hablamos del problema del consumo de alcohol y otras drogas en nuestros espacios.
Cuando se habla sobre el consumo de alcohol y otras drogas se suele hacer para tratar el problema de los excesos en espacios de fiesta y cómo esto no solamente reproduce un cierto tipo de consumismo, sino también violencias. Pero parece que las adictas —o las que han tenido un vínculo de consumo diferente y más cercano a lo que se vería como una adicción— tengan que ser personas extrañas que no se encuentran en nuestros espacios. Ni ellas ni sus problemas. Y todavía menos queremos ver que sus problemas tienen un vínculo que nos une a las problemáticas que queremos tratar en nuestros espacios, como las agresiones, el machismo, el capacitismo o cualquiera de las violencias estructurales que nos atraviesan cada día. En mi caso, el problema lo tenía también en asambleas, en encuentros con mucha gente, en talleres, en clases, etc., o simplemente cuando quedaba con una amiga para tomar un simple “café” o incluso para intimar en cualquiera de sus variantes. Y su origen se encontraba en las agresiones que he padecido de adolescente —y que se han extendido después de adulta— por el hecho de no ser un hombre y ser autista. Mi máximo miedo y alarma: las relaciones, mi espacio menos seguro.
He hecho bastantes terapias a lo largo de mi vida. Vaya, no toda mi vida. Empecé a los 17 años, no con mucho éxito. Aquella terapia se rompió un día cuando salí de la consulta de la psiquiatra gritando. Unos meses antes, ya había dejado la medicación de golpe en contra de la recomendación de la psiquiatra y ese día dejé, por tanto, también las sesiones de terapia con la psicóloga. Después he intentado hacer terapia otras veces. No de forma continua. Algunas con más éxito que otras, pero la mayoría sin ir mucho al fondo de la cuestión.
Las terapias están construidas desde un paradigma individualista donde no se tienen en cuenta ni las estructuras sociales, ni la gestión colectiva, ni cómo afectamos al resto durante nuestros procesos terapéuticos
El motivo por el cual no iba al fondo de la cuestión era una mezcla entre el tipo de terapia —que no me funcionaba—, mi cierre para hablar de ciertos temas y la falta de formación por parte de terapeutas en terapia feminista y en trauma. Las terapias, por defecto están construidas desde un paradigma individualista donde no se tienen en cuenta ni las estructuras sociales, ni la gestión colectiva, ni cómo afectamos también al resto durante nuestros procesos terapéuticos. A la vez, además, intentan hacerte encajar mejor dentro del sistema: tienes que encontrar siempre la forma de adaptarte para seguir siendo un ser productivo y consumidor.
Todo esto hacía que me cerrara de forma inconsciente. Parte de mi cierre era producido por el miedo a la incomprensión, el miedo a la culpabilización. Y era un miedo que no iba muy desencaminado, como ya comprendí una vez cuando en una de las terapias me culpabilizaron por el maltrato que recibí por parte de un hombre: me dijeron que lo que yo había padecido era debido a haber decidido no ser monógama y por ser una supuesta “ingenua” y “crédula”, ya que según aquella terapeuta mi agresor era muy buena persona, pero no sabía relacionarse muy bien y yo se lo había puesto muy fácil.
No fue solo eso, la terapia consistió en una lectura constante de la situación diferente a mi vivencia y en como construyo relaciones: mi terapeuta suponía que me enamoré de alguien que no me correspondía, sin más. La realidad era muy diferente, ya que el maltrato fuera de las relaciones románticas no es aceptado y la mirada no feminista no le permitían ver las dinámicas de dominación y machistas que se llevaban a cabo en la relación, aunque no fuera una relación romántica.
Ahora he entendido muchas cosas sobre las terapias, sobre todo en el último proceso terapéutico en el que me he sumergido y en el que he conseguido, como he comentado al inicio, dejar de tener ganas de consumir alcohol. La terapia tiene que ser feminista, así como también anticapacitista, antiheterosexista, antiracista, y muchos anti-etcéteras. Y yo añadiría explícitamente anticapitalista, aunque supongo que debido a la falta de terapias sensibles esto parece pedir demasiado. Lo que quiero decir es que no es suficiente que la terapeuta sea, por ejemplo, feminista, sino que la terapia también lo tiene que ser y, además, tiene que ir atravesada por una mirada estructural y no-individualista, sensible a otras violencias estructurales, como es el heterosexismo, el racismo o el capacitismo. Se necesita, también, más formación en trauma. Por suerte en el estado español cada vez parece que haya más acceso a este tipo de formación. Pero el vacío hasta ahora era gigante.
No quiero hacer de esto una crítica directa a todas las terapeutas, sé que hay algunas que quieren hacer las cosas de otra manera. Hablo de lo que he vivido de forma más general y de lo que creo que mejoraría en cuanto a colectivo o comunidad de una forma amplia: necesitamos incluir todo esto en grupos de ayuda mutua, en nuestras asambleas, y en nuestros cuidados comunitarios.
Muchos de nuestros traumas son políticos porque vienen atravesados por las estructuras y todo lo que nos vulnerabilizan; queremos formar parte del proceso colectivo de lucha y de batalla desde nuestros cuerpos
Estoy harta de discursos de empoderamiento que se presuponen feministas y se olvidan de las personas que hemos padecido traumas que, a menudo, nos colocan a las traumadas en la caja de las que no sabemos empoderarnos por no ser suficientemente buenas activistas de una forma altamente capacitista. Ocurre, por ejemplo, con los discursos sobre empoderamiento sexual en no-hombres que se olvidan de las que han padecido traumas sexuales. ¿Cómo quieren que deje de sentir aquella fuerte necesidad de beber en un entorno que me culpabiliza o me hace sentir inferior por no poder moverme debido a todo aquello contra lo que estamos luchando? A algunas les parecerá extraño, yo lo llevo viviendo desde siempre. Además, necesitamos un cuidado no individualista, porque el peligro de todo esto también es que actualmente la mayor parte del discurso sobre trauma está viniendo del discurso anglosajón con una mirada muchas veces más liberal de la que a mí me gustaría. Necesitamos tener nuestros espacios para hablar de esto. Necesitamos hablar de ello en nuestros espacios. Y necesitamos también ir con cuidado en como de fácil se puede apropiar este discurso, y cuidarlo un poco más.
Muchos de nuestros traumas son políticos porque vienen atravesados por las estructuras y todo lo que nos vulnerabilizan. Tenemos una responsabilidad conjunta y social con las personas afectadas, y no solamente cuando tenemos con ellas relaciones de amistad, románticas o sexuales. Nuestra inclusividad en este aspecto es, por lo tanto, crítica, feminista y se tiene que tener en cuenta en el proceso de cuidarnos a todas. Nosotras también queremos formar parte del proceso colectivo de lucha y de batalla desde nuestros cuerpos. Necesitamos poder tener acceso a ello. La inclusividad de nuestras emociones y de nuestros síntomas son también un acto de rebeldía que nos permite, una vez más, revolucionar nuestros espacios y empoderarnos. Y curarnos.