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Hemos visto a los dos flácidos gladiadores destrozarse como perros de pelea exhaustos para deleite de millones de espectadores, que además tienen que decidir cuál de los dos merece ser el presidente de una nación que lleva mucho tiempo mostrando claros signos de descomposición moral, psíquica y política.
Uno de los dos es un violador en serie, mentiroso compulsivo, empresario fracasado y estafador; el otro es un asesino genocida. No me gustaría estar obligado a elegir, pero por suerte no soy estadounidense. En los últimos tiempos, nos hemos acostumbrado a presenciar en directo tales y tantos espectáculos de horror y crueldad (la matanza de inocentes en Palestina, la tortura de todo un pueblo por las bestias sionistas, la matanza de jóvenes ucranianos y rusos, el ahogamiento de inmigrantes arrojados al mar por las diversas guardias costeras, el asesinato de trabajadores agrícolas empleados sin contrato...), que la consternación que siento ante el último espectáculo de crueldad ofrecido por la mediateca mundial puede parecer estúpida: la exhibición de un duelo entre dos viejos por los que parecería imposible albergar un sentimiento de piedad. Y, sin embargo, al contemplar los tartamudeos de ese viejo de 81 años, confuso y vacilante, y al presenciar las muecas de burla de ese otro viejo de 78 años, prepotente e ignorante, sentí (también) piedad. ¿Se puede sentir piedad por un criminal que suministra armas al genocidio sionista, se puede sentir piedad por un violador en serie que predica el exterminio de los migrantes en la frontera? Los odio a ambos en tanto que máximos representantes de la democracia estadounidense. Sin embargo, sentí piedad por ellos en tanto que viejos.
En la voz exánime de Biden, reconocí el enronquecimiento triste de mi propia voz. Tengo 75 años y veo en mí todos los signos del sufrimiento inconfesable, que experimentan los hombres blancos en el mundo entero: el declive de la fuerza física, el debilitamiento de los sentidos y de la voz, el inexorable desvanecimiento de la mente. No se habla de la vejez salvo con vergüenza e hipocresía. El respeto por los viejos es una muestra del desprecio que todo joven siente por quienes ostentan un poder que ya no dispone de un cuerpo, sino sólo de técnica. No se habla de ello y, sin embargo, el envejecimiento del mundo blanco occidental es el tema político más importante sobre la mesa.
En la voz exánime de Biden, reconocí el enronquecimiento triste de mi propia voz. Tengo 75 años y veo en mí todos los signos del sufrimiento inconfesable, que experimentan los hombres blancos en el mundo entero
Por razones de corrección política y de comprensible pudor, el envejecimiento es difícil de analizar: el propio Freud prefirió no ocuparse de sus aspectos psíquicos. En cambio, un autoanálisis del envejecimiento es hoy una tarea prioritaria del psicoanálisis, pero también del pensamiento político. No comprenderemos la ola reaccionaria mundial sin reflexionar sobre la senectud. Los movimientos culturales y políticos del siglo XX expresaron la energía juvenil de una población en expansión rapidísima en la que el componente juvenil constituía la gran mayoría. El futurismo de los movimientos culturales y políticos del siglo XX era la expresión de esta composición generacional: la expansión era una condición biopolítica antes que económica. A partir de cierto momento dos fenómenos concomitantes modificaron radicalmente la composición generacional: la prolongación de la duración de la vida y la drástica caída de la natalidad durante las últimas décadas. Si el fascismo del siglo XX fue la agresión depredadora de jóvenes que albergaban la ambición de conquistar el mundo, de someter a los pueblos, el fascismo del siglo XXI es el fascismo de viejos enfurecidos por su propia impotencia y, al mismo tiempo, aterrorizados por el avance implacable de masas jóvenes ávidas de venganza.
La impotencia es el núcleo del fascismo actual y no tiene importancia que los racistas de hoy sean también votados por votantes jóvenes. Son jóvenes viejos, psíquicamente frágiles: la civilización blanca dominante agoniza tanto por razones demográficas (un tercio de los habitantes de Europa tiene más de 60 años) como por razones psicopolíticas: depresión, adicción a los psicofármacos, dependencia de la máquina semiótica que absorbe toda emoción y toda energía. Una senectud rabiosa y, por consiguiente, demente se cierne sobre el horizonte de un siglo que acaba de empezar y que ya agoniza, y esta senectud trae la muerte para todos, porque los viejos odian el mundo que podría sobrevivirles. Por eso lo destruirán, por eso ya lo están destruyendo.
En su libro sobre la obsolescencia del ser humano, Gunther Anders (que cada día se antoja más como el gran pensador de nuestro posfuturo) observa que la técnica es el sustituto del poder humano y que la bomba atómica es el culmen de este subrogado del poder. La raza dominante, blanca y occidental, está furibunda ante su impotencia para gobernar la complejidad ingobernable del mundo global. Si la inteligencia artificial es el sustituto estúpido y emocionalmente paralítico de la pérdida de capacidad de pensamiento por parte de los seres humanos, la bomba nuclear es el sustituto de la potencia viril perdida de la raza dominante. Por ello no escaparemos a la maldición final, porque la raza dominante, como Sansón y como Netanyahu, decidirá exterminar a los jóvenes, cada vez más asustados, cada vez más incapaces de autonomía y de revuelta.
Esta raza de impotentes hiperarmados, la raza infame de Biden, Trump, Netanyahu y Putin, utilizará la única potencia de la que dispone: la potencia de aniquilarlo todo.
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Gracias a Bifo por tener la valentía de llamar a las cosas por su nombre, por la sensibilidad y por la lucidez con la que disecciona la inquietante oscuridad de este tiempo apocalíptico en el que ya navegamos. Y sin embargo tenemos que seguir custodiando las semillas del nuevo mundo, por si pudieran brotar después de la ordalía que viene. Amor y rabia