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Hay quienes tienen la vida organizadísima y quienes no aciertan tanto a la hora de ordenar quehaceres y obligaciones diarias. Hay quienes tienen formas de pensar y de vivir más cuadriculadas y quienes son más libres (o más caóticas, según se mire). Aceptando de entrada que debemos respetar las diferentes formas de ser, por lo menos hasta un punto, cada vez nos es es más necesario a todo el mundo planificar la vida: el trabajo, el tiempo libre, las amistades, la familia. Tan es así que la temporalización se ha convertido en una ciencia o en un arte en sí misma con su técnicas y sus instrumentos. Entre ellos las agendas y los calendarios, que funcionan como mapas para guiarnos a través no del espacio, sino del tiempo.
El profesorado siempre hemos tenido que planificar nuestro trabajo, distribuir tareas y contenidos con una visión general del curso, organizar semanalmente la secuencia de lo que hay que trabajar cada día en el aula, etc. El mismísimo Platón en la Academia, Aristóteles en el Liceo o Hipatia en el Serapeo debían tener un plan de estudios, aunque ellos, seguramente, podían llegar al aula y hablar de lo que quisieran sin planificación ninguna. Pero hay que ser Platón, Aristóteles o Hipatia para poder hacerlo. Al margen de esos casos extraordinarios, es evidente que la actividad docente debe estar bien planificada. El profesorado no sólo abordamos las materias según nuestro criterio particular, sino que nos debemos a un plan de estudios previamente establecido. La programación debe ser coherente, tener un principio, un desarrollo, un final, unos objetivos, una metodología, cosas así. Y, por supuesto, herramientas que permitan evaluar si hemos cumplido los objetivos.
“Los pedagogos expertos en programación pretenden y nos exigen un grado tal de precisión que raya en lo absurdo, por irrealizable y por inservible”
Una parte de la pedagogía se ha dedicado a profundizar hasta el infinito en el bello arte de programar. Pero lo han hecho de forma tan obstinada que han terminado por perder el norte. Hace tiempo que nos vienen dando instrucciones sobre cómo programar correctamente, pero últimamente la cosa se les ha ido de las manos. Lo denunció Sergio de Castro Sánchez en El Salto de forma muy convincente y documentada. Los pedagogos expertos en programación pretenden y nos exigen un grado tal de precisión que raya en lo absurdo, por irrealizable y por inservible. La previsión milimétrica de lo más mínimo que hacemos en el aula, los objetivos (generales, específicos), las competencias (transversales, específicas), los contenidos de conocimiento, las destrezas, los criterios de evaluación, los procedimientos... de cada uno de los trabajitos, ejercicios o tareas que pedimos al alumnado, todo ello cosido e hilvanado, en la casilla correspondiente, insertado en un excell demencial e interminable.
Ocurre con demasiada frecuencia: se confunden los medios y los fines. Y he aquí todo un cuerpazo de profesores y profesoras de enseñanza secundaria, buena parte de la jornada laboral dedicadas a rellenar y encajar cuadritos. Como los esclavos de la Antigua Roma que colocaban las teselas de los mosaicos, una al lado de la otra, haciendo casar colores y formas según un diseño previo. Claro, también hay diferencias entre el trabajo esclavo en la Antigua Roma y el nuestro: a diferencia de ellos, el profesorado hoy vivimos y trabajamos dentro de la pantalla (¿quién está más esclavizada?); su trabajo nos legó bellísimos mosaicos que perviven dos mil años después de haber sido creados; el resultado de nuestro desvelo en las celdas del excell son millones de PDFs colgados en la nube que no resistirán ni un asalto, tal vez hasta la siguiente moda educativa, como mucho.
La pedagogía al mando ha olvidado que nuestra tarea no es programar, sino enseñar. Las programaciones deben ser herramientas (medios, recursos) para mejorar nuestro trabajo, no un cáncer que crece como la mala hierba, comiendo gran parte de nuestra jornada laboral. Recordemos la historia que contó Borges sobre los Mapas Desmesurados y aquellos cartógrafos que, en búsqueda de la perfección, llegaron a hacer un mapa del Imperio… ¡del tamaño del Imperio! Las generaciones siguientes tuvieron que denunciar que un mapa así no servía para nada. La pedagogía obsesionada con programar cada centímetro de nuestro trabajo al milímetro debería saber que, en el aula, a veces, hay que improvisar y casi siempre hay que adaptar lo previsto a la circunstancia concreta de esa aula ese día a esa hora. También deberían saber que los mapas sirven para no perder el norte.
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No es algo nuevo este asunto, pero parece que con los años no ha hecho sino empeorar.
La burocracia se convierte en un monstruo con vida propia y los mismos burócratas son solo esclavos condenados a alimentarla.
No sé cómo funciona el asunto en enseñanza media, en la universidad (en mi experiencia hasta hace pocos años), el asunto de las programaciones y la enseñanza por competencias se resolvía aprendiendo a aparentar que te lo tomabas en serio mediante un cumplimiento formal del papeleo, que hiciese al centro salir airoso en las evaluaciones de calidad. Me alegra muchísimo todo ese movimiento de profesorado que critica públicamente el sistema y comparto uno de los comentarios que he leído en redes sociales sobre este tema: el cumplimiento de las exigencias de programación, evaluación, etc. (estoy hablando de la absurda que se está exigiendo) llega a desanimar al profesorado del empeño en mejorar la calidad de los contenidos, en la introducción de matices... Y por cierto, no reconozco como "expertos" en pedagogía a quienes están implementando este sistema.