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Opinión
Necesitábamos encontrarnos
Una mujer mayor, flaca y determinada, esperaba ayer por la mañana el tren en la estación Doce de Octubre. No era la única allí, una afluencia inusual de gente esperando, padres y niños, abuelas, hijas y nietas, parejas de todas las edades, grupos de amigos variopintos, poblaban el andén con las ganas resplandeciendo en sus caras.
Imaginé los metros y cercanías de la ciudad, acostumbrados a llevar individualidades cansadas, exultantes ellos también ese domingo, como arterias que transportan colectivo entusiasmo al corazón de la ciudad. Tanto entusiasmo que cuando el tren entró en la estación Doce de Octubre, los vagones reventaban. Muchos se resignaron, con sus carritos, sus amigos, sus madres y abuelas, a esperar el próximo tren. Pero la mujer mayor, flaca y determinada no iba a esperar más. “Necesito ir a esta manifestación”, dijo, mientras que rebañaba un hueco mínimo, a mi lado, en un vagón repleto.
Viendo una ciudad como de mayo, aplastada contra la puerta, el verbo “necesitar” pronunciado por la mujer me empezó a dar vueltas en la cabeza. Mientras, escuchaba a mis espaldas debates sobre si la manifestación serviría o no, recordatorios de que estamos a seis meses de unas elecciones, expresiones de agobio suavizado por las ganas de estar en ese vagón, la felicidad de viajar en ese tren, y palpitar junto a otros.
Necesitábamos que se activarán por fin los anticuerpos ante el ataque que contra nuestras vidas, contra nuestros cuerpos, contra la dignidad, imprescindible para que todo organismo funcione, supone el gobierno de las gentes de Ayuso
Necesitamos que esto cambie, pensé, pero lo que necesitábamos sobre todo, después de las distancias sociales y virtuales, después del atracón de esperpento y espanto de estos años, lo que necesitábamos, era esto. Soltar nuestras impotentes individualidades y sentirse parte de algo más grande, algo enorme, ser masa heterogénea en rebelión: caminar junto a abuelos y bebés, niños que aprenden lo hermoso de la lucha colectiva encaramados a los hombros de sus padres, señores elegantes y adolescentes queer que se miran y se sonríen mientras gritan ¡Sanidad Pública!
Necesitábamos que se activarán por fin los anticuerpos ante el ataque que contra nuestras vidas, contra nuestros cuerpos, contra la dignidad, imprescindible para que todo organismo funcione, supone el gobierno de las gentes de Ayuso. Precisábamos que nuestro metabolismo reaccionara, después de ser castigado de shocks, y trumpismo, de esa ignominia que si no consigues pararla en sus primeros estadios, avanza y se extiende por todo el cuerpo social como gangrena, llevándose toda capacidad de respuesta al terreno de los memes y de la queja estéril. Necesitábamos ser el altavoz compuesto de cientos de miles de voces de quienes nunca han dejado de gritar.
Lejos de la vida y de la gente, de la alegría y la dignidad compartida, un coro de bots-humanos cacareaba no sé qué de fracasos y bocadillos de jamón. No tenemos tiempo para ellos
Quienes organizaron la convocatoria de ayer, situados en un escenario, en el vórtice de las cuatro columnas entusiastas, manifestaban ayer su orgullo y su sorpresa por lo masivo de una movilización histórica, esto solo es el principio, prometían, Madrid se ha llenado de dignidad, celebraban, y esa afirmación era lo más palpable y cierto que hemos podido acariciar en la incertidumbre de los últimos años. Ante esto, la evidencia de que nadie hace historia solo. Nadie sale de los raíles de la rutina y se despereza sin un poco de entusiasmo, pero un entusiasmo que se empapé del entusiasmo de otros.
Lejos de la vida y de la gente, de la alegría y la dignidad compartida, un coro de bots-humanos cacareaba no sé qué de fracasos y bocadillos de jamón. No tenemos tiempo para ellos. Son solo ratas asustadas, que observan peligrar sus negocios, que por fin ven silenciadas las insultantes letanías que sueltan desde los altavoces de las televisiones y los atrios, eclipsadas por las voces de esos madrileños y madrileñas en cuyo nombre pretenden hablar.
Que tiemblen: han visto prender la mecha y quizás tengan que aprender por una vez a perder. No van a perder solos, hay que empujarles. Ayer, entre cientos de miles de voces, y sonrisas, y cabezas bien en alto, volvió la sensación de que quizás, esta vez, podríamos ganar. O al menos de que necesitamos intentarlo.