We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Opinión
Los Simpsons como síntoma de la zombificación de la cultura de masas
El pasado 12 de noviembre los subscriptores de Disney+ pudieron ver un cortometraje de cinco minutos titulado The Simpsons in Plusaversary como parte de un “acontecimiento especial” diseñado para celebrar los dos años de funcionamiento del servicio de streaming. Para un fan de la época dorada de Los Simpsons que fueron los mediados de los noventa este cortometraje provocaba arcadas. La premisa era una fiesta en el Bar de Moe donde todos los personajes propiedad de Disney han sido invitados. Después de hacer cola, Homer, que por algún motivo ha sido marginado en una lista de invitados que incluye a Ant-Man, Thanos y Jabba the Hutt, es admitido como acompañante de Goofy. A continuación, el cortometraje ofrecía un crossover que hay que ver para creérselo: Darth Vader tomándose una cerveza, Buzz Lightyear en un pulso con The Mandalorian, Barney ejecutando la maniobra de Heimlich al Pato Donald. Al final, Bart llega como una versión híbrida de él mismo y Mickey Mouse.
El momento clave de Plusaversary, no obstante, es un guiño y una oda publicitaria a la plataforma de streaming –cantada, entre todos los personajes posibles, por Lisa Simpson– que, entre otras cosas, parece invitar a los espectadores a invertir en acciones de Disney:
El streaming es un sueño para Disney, / Todo el contenido en un solo lugar / Emitido a todo el planeta / Y al espacio exterior. / Si tus hijos te están volviendo loco, / Confíalos a la televisión, / Nunca encontrarás a una niñera / Por lo que cuesta nuestra cuota mensual / Disney+ para niños de más edad. / Pero lo mejor de todo, para los accionistas de Disney. / Celebremos todos Disney+ / Cuando llega a su segundo año / Mientras tengamos tu número de tarjeta de crédito / Lo renovaremos automáticamente.
Mucho antes de que fuese adquirida por Walt Disney Company en 2019, muchos seguidores de los Simpsons estaban ya dispuestos a reconocer que el programa estaba a todos los efectos muerto, aunque técnicamente siguiera emitiéndose, como un zombi televisivo. Cuando la serie fue adquirida por Disney superaba las treinta temporadas, la mayoría de ellas después de la comparativamente breve época clásica y manteniendo ya solamente una semblanza superficial con el fantástico programa que una vez fue. En la que probablemente sea la crítica más acertada del declive precipitado de la serie, el viral de 2017 The Fall of The Simpsons: How It Happened, el YouTuber Super Eyepatch Wolf recogía bien lo que hizo a este programa tan bueno y, a la vez, por qué abruptamente dejó de serlo.
Aunque ahora pueda sonar absurdo, en su día Los Simpsons fueron prácticamente contracultura, como evidencia la ira que a menudo atraía sobre sí la serie por parte de los conservadores y sus campañas ciudadanas
En su mejor momento, Los Simpsons fueron una respuesta transgresora al mojigato conservadurismo social de comienzos de los noventa. Mientras sitcoms dóciles y saturadas de risas enlatadas ofrecían una imagen embellecida de la familia estadounidense, el mundo de Springfield desbordaba irreverencia hacia la autoridad y las celebridades, ofreciendo versiones satíricas de todas y cada una de las instituciones de la vida estadounidense. Como aseguraba el vídeo, “cada una de las feas verrugas de la sociedad estadounidense” era satirizada y visibilizada, desde el bullying a la depresión pasando por los problemas de la clase media-baja.
Aunque ahora pueda sonar absurdo, en su día Los Simpsons fueron prácticamente contracultura, como evidencia la ira que a menudo atraía sobre sí la serie por parte de los conservadores y sus campañas ciudadanas. Nada menos que George H.W. Bush declaró en 1992, “vamos a seguir intentando reforzar a la familia estadounidense, para hacer que las familias estadounidenses se parezcan mucho más a los Waltons [en referencia a la familia fundadora de Walmart] y mucho menos a los Simpsons.”
Comenzando con la octava temporada (1996-1997) y acelerándose en los años siguientes, la serie iría abandonando gradualmente sus mejores cualidades, manipulando los cimientos de su propio universo, desplegando tramas cada vez más absurdas y convirtiéndose en autorreferencial al punto que personajes que habían funcionado como arquetipos culturales en un sentido amplio se convirtieron en la práctica en exageradas autoparodias. La frase ‘Simpsons zombis’, popularizada por un breve libro sobre el declive del programa, describe con bastante precisión en lo que se ha convertido éste en última instancia, a saber: en una propiedad comercial flotante que existe solamente para extraer continuamente beneficios de un objeto no-muerto para la corporación que posea los documentos necesarios.
La cultura de masas como museo de sí mismo
Incluso en su apogeo, Los Simpsons fueron por descontado una iniciativa comercial destinada a hacer dinero, que se ha convertido en una mina de spin-off y productos asociados a la marca. Desde anuncios de Butterfinger y todo tipo de productos de merchandising inspirados en la serie hasta un videojuego de arcade de Los Simpsons, la serie era en buena medida una propiedad intelectual como cualquier otra. Con todo, la mercantilitzación se produce de diferentes formas, y es difícil no ver diferencias entre la que meramente vincula un modelo de franquicia a un universo existente y otra en la cual el proceso de franquicia ha devorado por completo al objeto que originalmente la inspiró.
En 1983, el 90% de la propiedad de los medios de comunicación en Estados Unidos se repartía en unas 50 empresas, una cifra que en 2011 se redujo a sólo seis
En una era anterior de la producción cultural, al menos era posible para los spin-off, el merchandising y las campañas publicitarias seguir siendo auxiliares a cualquiera que fuese el mundo de ficción del que existían para beneficiarse. Hoy, gracias en gran parte a la asfixiante concentración mediática, cualquier cortafuegos que hubiese existido entonces ha desaparecido. Con la aprobación de la Ley de Telecomunicaciones de 1996 –casualmente, el año en el que el consenso asegura que Los Simpsons comenzaron su declive terminal– una cascada de fusiones empresariales hizo que el panorama mediático, que ya presentaba una elevada concentración, se empequeñeciese aún más.
En 1983, el 90% de la propiedad de los medios de comunicación en Estados Unidos se repartía en unas 50 empresas, una cifra que en 2011 se redujo a sólo seis. Hace una década, esas mismas seis compañías controlaban cerca del 70% de la televisión estadounidense y registraban beneficios de taquilla con un volumen equivalente al doble de los 140 estudios siguientes sumados. Aunque la producción cultural y la propiedad de los medios son una maraña cada vez más difícil de desentrañar, el sistema se ha convertido en un terreno fértil para un tipo de monopolio cada vez más odioso.
En una especie de reconocimiento inconsciente de estos desarrollos, hoy la naturaleza hipermercantilizada de la cultura de masas incluso se ha abierto paso en el lenguaje diario. La escritura, la fotografía y el vídeo se han convertido en “contenido”, las películas y series de televisión son ahora “franquicias”, y artefactos culturales de todo tipo son considerados “IP” (propiedad intelectual, en inglés), y ello no sólo para burócratas, inversores y ejecutivos de las corporaciones, sino también para el propio público (o, más bien, “consumidores”).
Mientras tanto, universos narrativos enteros son conceptualizados de forma modular para que las filiales puedan producir una infinitud de reboots, secuelas y precuelas, extrayendo tanto valor del producto original como sea posible. El mismo monopolio ha producido un increíble boom en contenidos crossover a medida que los conglomerados buscan extraer todavía más rentas combinando y reconfigurando sus propiedades.
Un grotesco crossover como es The Simpsons in Plusaversary sugiere que la barrera que antes distinguía al menos el entretenimiento con una base comercial de la pura mercancía se ha desplomado del todo
En su forma más extrema, algunos de estos esfuerzos llegan a irradiar un aura burlesca de autoconciencia cuasi-irónica. Space Jam: A New Legacy, estrenada el año pasado, por poner un ejemplo obvio, replica el mashup entre la NBA y Looney Tunes del original, pero le añade una subtrama en la que LeBron James navega el ‘serververse’ de Warner Bros para derrotar los diseños del ‘Al-G Rhythm’ de Don Cheadle sólo para encontrarse con varias de sus propiedades intelectuales. Como resultado, personajes de Juego de Tronos, Casablanca, El mago de Oz, King Kong, El gigante de hierro, Rick y Morty, Austin Powers y Mortal Kombat hacen acto de aparición. No hace falta que la película tenga una cuarta pared: su filial es literalmente otro personaje, el antagonista es un programa de ordenador de Warner Bros sintiente, y la resolución de la trama consiste en la liberación de personajes y mundos de ficción que son, en el propio universo de la película, propiedades de un conglomerado del entretenimiento gigante.
Warner Bros empleó una fórmula similar en Ready Player One (2018), en la que también sitúa a sus personajes en un mundo digital en el que tienen la tarea de rescatar varias propiedades intelectuales, y otros estudios han recurrido al mismo artificio como un pretexto para amasar dinero con crossovers y autoreferencias meta.
Cine
‘Ready Player One’, clásico de ciencia ficción
La ubicuidad de los reboots y los crossover reciclados ha dado pie a todo una corriente de preocupación por la nostalgia, la tesis de la cual es que la cultura de masas contemporánea está definida por un clima que anhela lo conocido y lo familiar. En la medida en que es cierto, probablemente se entienda mejor como un epifenómeno de la consolidación empresarial de los medios de comunicación de masas. Como Space Jam: A New Legacy y el “Disney+ Day” conmemorativo en The Simpsons in Plusaversary parecen sugerir de manera explícita, los oligopolios empresariales han adquirido tanta influencia que ya no pueden considerarse a sí mismos como meros canales transmisores de cultura, sino que han adquirido conciencia y se ahora consideran a sí mismos sus propietarios y administradores.
Las consecuencias estéticas de esta forma de capitalismo monopolista cultural se extienden de este modo más allá del reino del pastiche retorcido. A través de décadas, las series de televisión y las series cinematográficas que han continuado más allá de sus respectivas fechas de caducidad han exhibido con frecuencia los mismos síntomas familiares de declive: el apoyo en tramas cada vez más arbitrarias y el sostén a través de una autoreferencialidad insular con guiños y chistes destinados a sus seguidores más fieles. Hoy parece que hay en marcha un proceso análogo en relación a la cultura de masas como un todo, un grotesco crossover como es The Simpsons in Plusaversary sugiere que la barrera que antes distinguía al menos el entretenimiento con una base comercial de la pura mercancía se ha desplomado del todo.
Mucho antes de que Disney engullese de manera definitiva la serie, los monopolios del capitalismo estadounidense, ávidos de beneficios, nos dieron Los Simpsons zombis, una versión de muerto viviente de lo que en su día fue un objeto estimado a la vez valioso, iconoclasta y divertido de una manera imposible de describir. Hoy se trata, y cada vez más, de una industria que fabrica como churros una cultura zombi en la cual lo conocido y lo familiar es reciclado y reconfigurado sin fin por un número de megacorporaciones cada vez más pequeño, con resultados cada vez más vacuos y derivativos.
La cultura de masas, en efecto, se está convirtiendo en una especie de museo dedicado a sí mismo, con sus objetos administrados por una familia de conglomerados con cada vez menos miembros, embarcados en la búsqueda perpetua de la nueva frontera de la mercantIlización. En este mundo feliz, nada menos que las entrañas sin alma del capitalismo monopolista pueden ser caprichosamente autoreferenciales: un terreno cultural conquistado tan prostituido por la lógica de mercado y la búsqueda de beneficios que ahora puede verse en él a LeBron James aliarse con Bugs Bunny para acabar con un algoritmo informático sintiente y oír a Lisa Simpson cantar una oda a un servicio de streaming propiedad de Disney en la que se enorgullece por la subida de la compañía en bolsa.