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Opinión
Debajo de la palabra “lawfare” no está la playa
EL PALABRO. El nombre de las cosas suele ser la solución a las cosas. Una pareja tóxica y gangrenada empieza a ser algo suave, dulce y solucionado cuando acepta como palabra próxima y definitoria la palabra separación, que de pronto no solo es un traje a medida, sino también una juerga, un bálsamo. Por ello mismo, no creo que la palabra que nos ocupa sea “lawfare”. Lawfare, o guerra jurídica, describe el hecho de que un actor político importante instrumentalice el sistema judicial, para así acometer o neutralizar adversarios políticos. Lo que ocurre, me atrevo a proponerles, no es lawfare porque, precisamente, eso no es lo que ocurre. Nadie instrumentaliza el sistema judicial. El sistema judicial, si se fijan, no obedece o asume propuestas o presiones del Ejecutivo o del Legislativo. Ni siquiera se deja influenciar por partidos políticos no presentes en el Ejecutivo pero sí en el Legislativo, sino que más bien ocurre lo contrario, que esos partidos de derechas o de extrema derecha son los que, más bien, se dejan influenciar y verbalizar por el Judicial.
No existen influencers sobre el Judicial porque el sistema judicial no es autónomo, tal y como sería deseable, sino que es más que autónomo. Es —y aquí empieza la descripción de su patología— independiente. No es independiente en el sentido que aludiría a su neutralidad, sino en el sentido de que es una región del Estado que es eso, independiente, sin ningún tipo de relación con el resto de poderes del Estado. Sería, así, en cierta manera, otro Estado, con sus propias leyes, diferentes a las leyes, muy parecidas a las leyes salvo en su interpretación —la suya—. Se trataría de interpretaciones de la ley marginales, sorprendentes, alejadas o contrarias no al espíritu de la ley, esa chorrada, sino, literalmente, a la Ley. El tramo alto del sistema judicial —el resto de tramos inferiores suele ir con ancho europeo, esa medida en la que la satisfacción y la frustración ante la Justicia tienen sus más y sus menos eternos, pero no agudos— sería así un Estado dentro del Estado o, incluso, fuera del Estado, o en contra del Estado, cuando el Estado, ese bicho que avanza o reposa sobre tres poderes autónomos, no satisficiera la ideología de ese poder no autónomo, sino independiente, llamado Justicia española.
Si la palabra no es lawfare —un sistema judicial manipulado—, ¿cuál sería la palabra? La palabra sería, es, mucho más violenta, pues indicaría el carácter violento de lo que estamos viviendo. Se trataría de la palabra “prevaricación” —un sistema judicial manipulador—. Se dice rápido.
Las patologías políticas de la democracia española tienen poco que ver con el pasado anterior a la democracia española, más bien le son propias. Y algunas vienen de lejos
EL CASO DE LA COSA. Básicamente, me temo, los tramos altos de la Justicia están recorriendo un camino ya recorrido durante la II República —no se pierdan Jueces contra la República: el poder judicial frente a las reformas republicanas, de Rubén Pérez Trujillano (Dykinson, 2024), donde explica cómo la judicatura decidió reinterpretar a su bola, en modo poder independiente, en el ínterin 1931-36, la separación Iglesia-Estado, la autonomía territorial, el habeas corpus y la ley de vagos y maleantes. Es decir, lo que ocurre es que el Judicial interpreta amenazada no la Ley, sino algo más importante —para ellos—: su interpretación de las leyes, si no su cosmovisión. Ante esa amenaza, el judicial practica la desobediencia civil, esa disciplina que siempre podemos practicar los mortales, si bien, como saben, está vetada al Estado, incluso a ese pequeño Estado andorrado e independiente llamado judicial. Un gobernante no puede practicar la desobediencia. Puede cambiar la ley. Por lo mismo, el Estado, un rey, un funcionario, un juez… no pueden optar por la desobediencia civil. En el caso de que lo hagan, de que opten por una manifestación injusta o contraria a la ley, se adentran, a cuatro patas, en el delito de prevaricación. Y eso es lo que está pasando de forma continuada y, progresivamente, más rampante, desde 2017.
A CUATRO PATAS. ¿Por qué prevarica el tramo alto del judicial? ¿Por qué, literalmente, se amotina y se aleja de la Ley? ¿Por qué saca el armamento pesado que exhibió en la II República, y no antes y no después? ¿Qué está pasando desde 2017? Por la reacción del judicial, ¿está pasando una ola reformista similar a la de la II República? Me temo que no, ni mucho menos. ¿Está sucediendo un proceso de ruptura denominado procesismo? No, el procesismo no fue nunca una amenaza contra el Estado, sino el combate ritual de dos partidos por la hegemonía del catalanismo. ¿La Ley de Amnistía supone un jalón, lo nunca visto, un antes y un después en el Régimen del 78? No. O, al menos, ha habido indultos generales, esa cosa que prohíbe taxativamente la CE78, bajo el nombre artístico de indultos a secas, que afectaron, de manera arbitraria, a diez veces más personas de las que libra de condena la Amnistía, y nadie suspiró.
Política
Pablo Elorduy “Sin Estado feroz, España sería probablemente republicana, más democrática y mejor”
Me temo que, simplemente, está habiendo colisiones, no contra la Ley, sino contra la interpretación de la Ley por parte del tramo alto de la Judicatura. ¿En qué consiste esa interpretación? ¿Qué es? ¿Es el franquismo? Diría que no. Es más, diría que el franquismo —que no el autoritarismo, que no la extrema derecha— está pajarito, y poco tiene que ver con todo esto. Las patologías políticas de la democracia española tienen poco que ver con el pasado anterior a la democracia española, más bien le son propias. Y algunas vienen de lejos. Son más antiguas que el franquismo. Provienen del siglo XIX. Del primer intento sostenido de monarquía parlamentaria: el de la Restauración. Plasmado en una Constitución —la de 1876—, pero también en una serie de dinámicas, de leyes no escritas, de interpretaciones de la ley, para evitar la vuelta de una república federal, el gran terror de la derecha española desde el XIX. Por lo mismo, esas dinámicas e interpretaciones se sostienen en una idea de España inveterada, unitaria, católica, uninacional, monocultural, en la que todo lo que no encaje con esas características son separatismos o extranjerismos. El judicial está prevaricando, precisamente, por esa idea de España del XIX, que interpreta, de manera peligrosa, incluso suicida —esto es, peligrosa hasta para ellos—, amenazada, pues cuestionar la naturaleza indialogable de esa España —tan solo ese pecado de pensamiento, no necesariamente aplicable a la realidad— es, desde el fin de la I República, el republicanismo.