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La violencia contra las mujeres no se produce de manera aislada sino que, además, sopesa otras lógicas del poder vinculadas con la reproducción de la subalternidad y la otredad
Julia Monárrez-Fragoso
Hace un tiempo pensaba en empezar este texto afirmando: “Tenía ocho años cuando me acosaron por primera vez”. Ayer, antes de que hubiera sacado ganas —o fuerzas— para poner mis ideas por escrito, leí a Liliana Colanzi comenzar su Escribir la rabia sentenciando: “La primera vez que me manosearon tenía nueve años”. La contundencia de su escritura me toca en varios de los pilares sobre los que construyo mi propia firmeza. La analogía no es solamente literal, es experiencial, y ahí encuentro el punto de unión entre su voz, la mía, y la de las que nadie nombra, que diría Yesenia Zamudio —madre de María de Jesús Jaimes Zamudio, asesinada en 2016—. Encuentro el unísono de nuestras voces en el dolor de la experiencia y en el afuera-del-silencio que construimos.
Cuando cogí ese texto de Liliana por primera vez me quedé ojiplática con su sentencia por el germen común que a ambas nos sirvió para edificar nuestros respectivos relatos. Nos retrotraemos al “origen”, a aquello que entendemos como primigenio, a “la vez primera” porque luego vinieron muchas otras, al inicio de la experiencia —o aquel acontecimiento que recordamos como tal—. Este punto originario nos sirve, a mi entender, para romper el silencio del acoso desde su principio más inmediato, y también para decirle a las compañeras: habito contigo este lugar violentado que es la experiencia. Me vais a permitir detenerme en esto de “romper el silencio del acoso”. ROMPER-EL-SILENCIO-DEL-ACOSO.
Romperlo para contar(nos)lo, para reventar la mudez con la que tenemos que aguantar las invasiones (los piropos, etc.), para que se deje de entender la violencia contra la presencia de nuestros cuerpos como algo cotidiano. Hay muchos cánticos feministas que entonamos en las manis y que van en línea con esta idea: cuando gritamos para afirmar que no queremos los cumplidos, para que el alcohol o la ropa no sean excusas con las que culparnos a nosotras, para poder ir solas por la calle… Sin embargo, en nuestras propias carnes es más difícil de sacudir esa lacra. No nos sentimos tan seguras (no lo estamos) cuando, en un momento cualquiera, tenemos que encarar una situación que nos violenta.
Me resulta absurdo teorizar sobre posturas feministas que olviden que la experiencia de ser mujer atraviesa necesariamente el dolor como cualidad constituyente
También escuchaba, no hace mucho, hablar sobre por qué los textos que analizan los feminismos y sus procesos siempre recurren a este dolor que nos causa la violencia estructural y sistematizada, enfatizando en la posición de víctima en la que nos colocan (y donde se nos quiere) y construyendo un relato que, lejos de rechazar ese rol, lo perpetúa y asume como posición política de lucha. Me surgen dos dudas a este respecto: ¿Cómo podemos desbancar esa tesitura de “víctimas” desde la que se construyen los relatos de visibilización de las violencias? Y ¿cómo, por el amor de dios, podemos no hablar desde y con nuestro dolor? Me resulta absurdo teorizar sobre posturas feministas que olviden que la experiencia de ser mujer —que no de tener una vagina, recordemos— atraviesa necesariamente el dolor como cualidad constituyente, por esta eterna figura sensible, dócil y servil que encarnamos los cuerpos mujeriles en las amargas sociedades patriarcales en que (nos) habitamos. El dolor, por el mero hecho de ser nuestro, posee una legitimidad incuestionable que, además, tiene el bello poder de unirnos, de fortalecernos individual y colectivamente, de hacer que construyamos espacios seguros y, con ello, que afrontemos la inseguridad que nos supone el espacio público (“yo sí te creo”, gritamos). Somos resistencia las unas para y con las otras.
Quiero decir que el dolor nos pertenece en sentido propio y también en colectivo. Es una pertenencia que no nace en la propiedad sino en la experiencia, y aquí es donde reside la colectividad, lo comunal. Nos están matando y nos está doliendo. “Si tocan a una, nos tocan a todas” porque nos duele estar en el lugar (empático y no solo) de la violentada: sabemos, por experiencia, que el problema es de todas. Dice Sonia Herrera1, al respecto de las mujeres y niñas asesinadas y desaparecidas en Ciudad Juárez, que “no son «las otras». Son yo misma”. Este rechazo de la otredad es, además de una necesaria postura antineocolonial, un reconocimiento de la vulnerabilidad ajena que identificamos como propia2, una subversión de las subjetividades en la que nos reconocemos las unas en los cuerpos de las otras. También en sus ausencias.
Soy perfectamente consciente, por otro lado, de que esta experiencia compartida en ningún momento nos constituye como un grupo homogéneo —el de “las mujeres”, falsamente categórico— y que tampoco presentamos todas las cuerpas las mismas necesidades y violentaciones. Hace ya mucho tiempo que no es correcto hablar de “feminismo” en singular, sino de feminismos que, en palabras de Claudia Korol, son experiencias de solidaridad, que buscan liberarse/liberarnos de las muchas violencias que sufrimos3—permítaseme añadir: entre otras cosas—.
El lugar de enunciación desde el que buscamos esa liberación es, en muchas ocasiones, el que nos dejan ocupar
Ahora bien: el lugar de enunciación desde el que buscamos esa liberación es, en muchas ocasiones, el que nos dejan ocupar. No es aquel que pretendemos ni tan siquiera aquel que nos correspondería: es aquel al que nos relegan. No se nos permite posicionarnos como mujeres independientes sino que se nos supedita a la figura del varón más próximo al que debamos cuentas (el padre, el marido, el hermano, el hijo, el novio, el amigo) o bien se nos acusa de forma directa de merecedoras de las violencias por no supeditarnos como nos exigen.
Es decir: nuestro lugar de enunciación es siempre una parcelita que nosotras mismas hemos arrinconado dentro de sus tierras, pero que ellos consideran inválida y nos la ceden, no sin quejarse o sin sentir agravio al respecto. Me estoy refiriendo a las innumerables formas en que se manifiesta el paternalismo y la condescendencia y a lo muchísimo que se nos oxidan las garras por tenerlas constantemente alerta. Me estoy refiriendo a la instrumentalización del dolor de los cuerpos matados en la efectiva fórmula del populismo punitivo4 y me estoy refiriendo a la falta de interseccionalidad con la que se siguen abordando las cuestiones de índole institucional y mediática. Seguimos siendo objetualizadas, posesiones de pertenencia heredada a través de generaciones y de roles (el padre nos cede al marido, al marido que abandonan le “roban” a su mujer), se siguen desvirtuando nuestros cuerpos y, pese al ruido que hacemos, se siguen deslegitimando nuestras posiciones políticas y naturales porque sigue funcionando con plena vigencia el sistema de privilegios neoliberal bajo el que se ampara el patriarcado.
Las violencias hacia nuestros cuerpos transcurren en línea con la normalidad, lo cotidiano, están asentadas en los imaginarios colectivos de todas las sociedades y se manifiestan de formas muy diversas y con mayor agresividad o mayor sutileza en función del contexto y la situación. Nosotras, por nuestra parte, nos construimos prevenidas y forjadas en esas violencias, que son ideas y son actos, sabiéndonos subordinadas a la voluntad del macho hegemónico (insisto: el padre, el hijo, el marido, el hermano o todos ellos) que se extrapola al sistema cisheteropatriarcal imperante. Nuestros cuerpos son nuestros propios campos de batalla porque es desde ellos y con ellos que nos enfrentamos al funcionamiento lógico de la estructura neoliberal capitalista, que nos quiere sumisas, gestantes, canónicas y dispuestas.
Hemos de sufrir en nuestras propias carnes, que son también las de nuestras amigas, las violencias estructurales cotidianas para poder identificarlas y buscar estrategia para erradicarlas
Desde la emancipación que supone la réplica chillona, abortiva, velluda y crítica confrontamos las lógicas de consumo y objetualización, el mercantilismo y la pertenencia de nuestros cuerpos a las dominaciones masculinas, la jerarquía y el binarismo sexo/género, la maternidad forzosa, la opresión sexual, las violaciones, los feminicidios, etc.; y nos reconocemos en esas disidencias como nos reconocemos en las violentaciones que suponen. La subversión de esas dinámicas solo se consigue una vez las has atravesado. Hemos de sufrir en nuestras propias carnes —que son también las de nuestras amigas, nuestras vecinas, nuestras compañeras, nuestras madres, hermanas, primas o abuelas— las violencias estructurales cotidianas para poder identificarlas como “violencias estructurales cotidianas” y buscar estrategias para erradicarlas. En este sentido, el dolor se constituye no como una respuesta enteramente física a la causa externa, sino también como reacción emocional conjunta ante la cotidianidad e impunidad de esa violencia y de las estructuras que la cobijan. Entiendo el germen del dolor colectivo en este punto: compartimos las heridas porque compartimos el neoliberalismo.
Las investigadoras Ana Quilarque y Daniuska González5 hablan del interés de los registros culturales (la literatura, la fotografía) por fijar las corporalidades violentadas una vez victimizadas: “para que se tornen disponibles, frecuentables, circulantes; para nombrar ese cuerpo femenino mutilado, en emergencia, siempre en falta, alguna vez resto”. Se me repiten estas frases como se repiten las matanzas. Siempre en falta, cuando lo que queda es ausencia y esta ausencia es palpable; alguna vez resto, cuando el resto es el único testimonio del horror. Se me repite también la pregunta con la que empecé a escribir este texto: ¿cómo aguantar el dolor de las ausentes, las matadas, las vulneradas, las ultrajadas, las violadas, las maltratadas, las sometidas, las humilladas, las violentadas; si, al final, ellas no son “otras” sino que son “yo misma”?
Bajo estos prismas se encauza el trabajo de incontables artistas mujeres que, dentro de estas mismas lógicas de funcionamiento patriarcales, son silenciadas por el discurso hegemónico y deslegitimadas por las desigualdades de género (quizá no lo sepan, pero “el arte no es cosa de mujeres”). Sonia Gutiérrez nos cuenta cómo la izaron con unos lazos. Ana Mendieta nos muestra la sangre que suda inagotable por sus poros porque por los de las muertas no puede sudar más (ay, Ana, ahora son nuestros poros los que sudan también tu sangre).
Mayra Martell, en cambio, retrata las ausencias, los restos; esto es, los testimonios, los vestigios, aquellos que dejan el testigo de la violencia pero en los que no se ve la sangre. En su Ensayo de identidad recoge fotografías de lo que queda de las mujeres desaparecidas y asesinadas en su Ciudad Juárez natal, es decir: sus habitaciones, sus ropas, sus objetos. Retrata la ausencia a través de sus restos, porque de sus cuerpos no se sabe nada: “yo intentaba construir una imagen, reincorporar recuerdos para conocerlas”6.
Si empecé cuestionando la tesitura social de las víctimas es por la despersonalización a la que las inducen. En el prólogo al libro La ira de México. Siete voces contra la impunidad7, Elena Poniatowska afirma: “ser víctima implica la pérdida de la identidad para convertirse en un expediente entre miles. Una víctima es parte de una estadística, un número más”. Asumir esta afirmación también es dolor.
Sonia Herrera añade: “solo a partir de la reconstrucción de la memoria se puede reivindicar la identidad de las mujeres asesinadas”8. Y desde aquí amplío: del mismo modo, solo a través de las epistemologías feministas interseccionales se pueden subvertir y combatir los roles y las jerarquías dominantes que nos victimizan. Porque víctimas de las violencias machistas somos todas, también las que nadie nombra, y porque no nos cabe tanta muerte9.
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Soy mujer y creo en la igualdad entre mujeres y hombres. Creo que aún queda camino por recorrer. No obstante, debo decir que no estoy de acuerdo con varias de las ideas aquí compartidas, lo veo pretencioso, acusador y victimista. Compara el dolor (desde micromachismos hasta abusos y más) que nosotras podamos sentir en momentos puntuales, y no siempre, y no todas, y no por defecto/automáticamente, con una especie de cualidad subyacente, heredada e irrevocable que nos vuelve eternas e impotentes mártires.
Opino que ante todo somos personas, mujeres, hombres, género fluido, asiáticas, negras, judías, musulmanas, veganas, amazonas, etc. Todas debemos enfrentarnos a nuestros problemas, y el machismo, aunque lamentablemente sigue vigente, no me parece el más trascendental ni urgente. Que se lo pregunten sino a mi novio nigeriano, y os cuente la odisea que vivió hasta llegar aquí :(. En España opino que estamos muy avanzadas en tema de igualdad, comparado con todas las discriminaciones y violencia (tb hacia nosotras pero no sólo) que se vive en otras partes del mundo. Obviamente una cosa no quita la otra, y ése es un argumento de derechas recurrente (el whataboutism); pero si creo de todo corazón que debemos contextualizar y comparar nuestro sufrimiento con el de otros colectivos, ya que esto no sólo gira en torno a nosotras vs ellos, no sólo va sobre feminismo contra machismo, sino que hay muchas otras realidades y perspectivas más duras que debemos apreciar.
Por ilustrarlo, la única vez que un tío me tocó el culo le metí un guantazo que me quedé tan ancha. Hasta ahí mi "problema" con el heteropatriarcado. Trabajo en marketing para Bacardi y el ambiente en la oficina es fenomenal. Salgo de fiesta con mis amigas y sabes qué? Nos gustan los piropos. Y si no nos gustan, se lo decimos.
En fin, para opiniones los colores, y aún así felicito que promuevas siempre hablar sobre este tema, al igual que de otras injusticias sociales. Como bien dijiste, hay más de un feminismo, y yo, si hay que elegir, me identifico con el de la RAE y punto.