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Cuando se construye una mina, una presa o una central nuclear, o cualquier cosa que requiera perturbar un número significativo de vidas en nombre del progreso, a esa zona a la que se renuncia se le llama zona de sacrificio. Ayer, en un movimiento que venía anunciándose desde varios días atrás, se declaró zona de sacrificio a buena parte de los barrios obreros del sur de Madrid.
La declaración de una zona de sacrificio nunca viene de la solidaridad: no hay un pueblo que decida de forma altruista que lo que su región necesita es un pantano y que van a empaquetar sus cosas y llevárselas a otro lado. La decisión viene siempre de una instancia superior de poder que te comunica ─por la tele, por el BOE o por Youtube─ que vas a ser quien se quede atrás. A veces nos gusta hacerle esto a países enteros, que tienen que caer para que podamos asegurarnos tal o cual recurso natural. A veces, como en este caso, la barrera se dibuja dentro de una misma ciudad. La zona sacrificada nunca, nunca es la más rica.
Las medidas anunciadas en este caso resultan especialmente dolorosas, porque permiten la movilidad entre zonas cuando sea para ir a trabajar: permite que la gente del sur siga metiéndose en metros atestados para ir a poner cañas, limpiar casas o vender zapatos a los barrios del norte. Permite la migración si es con permiso de trabajo.
Esto implica que la zona de sacrificio no se limita a ser un concepto geográfico, que en este caso “el progreso” no exige cobrarse el territorio y los medios materiales de una serie de personas, sino una parte muy concreta de su tiempo: la parte de la socialización, del ocio, la parte de estar vivos. Al dejar entrar en un metro y no en un parque queda claro que las medidas no son para proteger las vidas de los barrios más afectados, sino para proteger la franja horaria de estas que le resulta funcional al capital. El resto es sacrificable en nombre del bien común. Aquí se ve que la decisión no es meramente técnica, sino profundamente política. Aquí y en las partidas de presupuesto para médicos y para policía.
El sacrificio de ciertas partes de nuestro tiempo diario en beneficio de otras es algo que ha estado presente desde el inicio de la pandemia, y que ya ha sido señalado muchas veces. En nombre de la salud pública se ha justificado eliminar cualquier parcela de vida en la que no se funcione en calidad de ciudadano que produce o que consume, incluso cuando esto va totalmente en contra de la lógica del contagio. En medio del luto social, disfrutar y que ni siquiera contribuya a la economía es un pecado vergonzoso que no podemos permitirnos.
Necesitamos un mundo en el que unas personas se sacrifiquen por otras, pero no así. Por eso hay que pensar en qué sacrificios podemos hacer por los barrios en los que más está afectando el coronavirus y la crisis económica que conlleva. Puede que el sacrificio sean más impuestos para una atención primaria más potente; puede que sea aceptar que durante unas semanas nadie nos va a traer paquetes a nuestra puerta. Puede que sea volver a quedarse en casa ─para todo─ o arriesgarse a salir cuando no queremos ─quienes trabajan en aquello que no puede parar en ningún caso.
Necesitamos sacrificarnos pero no zonas de sacrificio, necesitamos decisiones conjuntas sobre cómo proteger aquello que es realmente valioso para todos, en vez de proteger el bienestar total de los de siempre a cambio de la esencia de quienes no han podido ─nunca pueden─ elegir.
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