We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Ni hablar
Si debo usar palabras...
En no pocas novelas encontramos reflexiones implícitas o explícitas sobre cómo hablar del compromiso político. Relatamos aventuras trepidantes, pintamos escenas épicas, batallas en el mar, creamos máquinas del tiempo, diseccionamos líricamente intimidades que evidencian represiones y violencia sistémica. La literatura “tolera” estas fórmulas siempre y cuando no estén “adulteradas” por un poso ideológico que solo se identifica en tanto en cuanto contradice los tópicos del discurso dominante, es decir, normal. Este sentir oculta el sesgo político de narraciones como, por ejemplo, La Pimpinela Escarlata de la Baronesa Orczy, reducida a preciosa novela de aventuras ajena al reaccionarismo de su visión de la historia. Emma Orczy no tendría que justificar el carácter literario de su narración. La defensa de aristocratismo y monarquía no restan calidad a La Pimpinela ni hacen peligrar el estatus literario de Sir Percy Blakeney, heroico petimetre, en el que se inspiran El Zorro, El Coyote o Superman.
¿Cómo escribir sobre Palestina sin que el asunto desactive la consideración literaria ni las metáforas dulcifiquen la magnitud del horror?
Pero ¿cómo escribir sobre Palestina sin que el asunto desactive la consideración literaria ni las metáforas dulcifiquen la magnitud del horror? Silvio Rodríguez plantea esa pregunta a partir de una victoria: “… qué tipo de adjetivos / se deben usar para hacer / el poema de un barco / sin que se haga sentimental / fuera de la vanguardia / o evidente panfleto / si debo usar palabras / como flota cubana de pesca / y playa Girón”. Qué palabras podemos usar para entender nuestra condición humana en la historia es el interrogante sobre el que pivota la literatura. Ni la inminencia ni la necesidad ni la toma de posición disidente y abierta frente a lo que nos indigna contradicen una supuesta idiosincrasia, fluctuante y lábil, de lo artístico. A veces no es no, aunque esta afirmación no excluye la posibilidad de la duda desde la palabra literaria —caemos cada vez más en argumentarios excluyentes y maximalistas.
El lenguaje, contaminado de los prejuicios respecto a sus propios límites y a los universos que la literatura puede replicar, dificulta la construcción del relato literario del genocidio en Palestina desde un lugar que no confunda interesadamente lo humano con lo equidistante. La evidencia es que se practica el genocidio contra un pueblo. Nuestro trabajo como escritoras consiste en conquistar un territorio con nuestras herramientas aunque estén un poco melladas por el uso: tomar decisiones sobre las implicaciones morales, políticas, de contar una historia desde arriba, a vista de dron, o desde abajo, bajo la rueda del carro de combate; con la distancia de una tercera persona a la que siempre hay que preguntar por su identidad y el sentido de su máscara, o desde un yo que usurpa o quizá acompaña el dolor de las víctimas.
Constantino Bértolo enfoca hacia la pertinencia de la literatura y del anclaje entre el tema y las estrategias narrativas, entre el significado de un libro y su lectura, en Espía en país enemigo (La uÑa RoTa, 2024). Yo pienso que la ocasión de ser crueles, incluso radicalmente partidistas en el arte, sirve de contrapeso a los discursos ambiguos, cómplices y perniciosos de muchos medios de comunicación e instancias políticas. Contrapeso al equilibrado buenismo de las conversaciones de sobremesa, y al sentido común de la gente que coloca la bondad en las frases hechas de que la política —a la contra, por supuesto— “infecta” la literatura y todos los bandos son igual de malos, aunque solo los poderosos puedan maquillar sus crímenes desde el estrambote y los buenos sentimientos.