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Ni hablar
Los anuncios
Cada vez que voy al ambulatorio y comento con mi médica pequeñas desgracias corporales que nos van atenazando con la edad, mi móvil —mi R2-D2 de bolsillo— expresa su sincera preocupación lanzándome infinitas ofertas de seguros de decesos. Mi móvil, mi pequeño y vigilante cuidador, mi vampirito y mi fetiche para la supervivencia y el entretenimiento, es un sol de mayo y yo le agradezco que normalice, de manera cariñosa y burocrática, la angustia que produce la proximidad de la muerte. En realidad, no me estoy muriendo —según se mire—, pero mi móvil aún no es lo suficientemente sensible como para captar cierto matiz humano. No obstante, la publicidad está cada vez más personalizada y nos persigue como un dron o como esa mosca que volaba sobre la cabeza de Mastroianni en una maravillosa película cuyo nombre no consigo recordar, aunque conseguiré hacerlo sin teclear en mi memoria extracorpórea. Me estoy quitando. No tengo que acercarme a los anuncios porque son ellos los que se aproximan a mí de un modo brutal o cauteloso; en este sentido, prefiero los estilizados anuncios de colonias, sus universos paralelos de purpurina en la superficie lunar o en un barco frente a la costa amalfitana, que los sensatos publirreportajes: los publirreportajes, con su cientifismo de chichinabo, me parecen un género maligno. Con el paso del tiempo, no es que la publicidad se haya convertido en una de las Bellas Artes, sino que su espíritu de seducción y venta, sus tiempos, nutren música, literatura, cine… No soportamos canciones que excedan los tres minutos, leemos para conocer el final de las historias y consumimos —repito: consumimos— cine para sentirnos bien. Incluso hay un género que se llama “feel good movies”: Mamma mía!, Una rubia muy legal y tal y cual. Por otro lado, resulta pavorosa esa poliglotía que nos lleva a pensar en inglés sin saber del inglés ni una palabra.
En las piezas publicitarias se activan las mismas figuras retóricas que utilizamos, con distintos grados de conocimiento erudito, al escribir poesía
En las piezas publicitarias se activan las mismas figuras retóricas que utilizamos, con distintos grados de conocimiento erudito, al escribir poesía. Metáforas, metonimias, prosopopeyas. Rimas consonantes y símbolos conforman nuestro imaginario colectivo y calcifican en nuestra ideología invisible. Hay grandes artistas de la publicidad que pasan a convertirse en cineastas de éxito: Tony Scott, Isabel Coixet o Jonathan Glazer que ahora está en su zénit gracias a La zona de interés (2023). Recuerdo al Glazer que rodó un anuncio de pantalones vaqueros en el que un hombre y una mujer competían en una carrera salvaje que los llevaba a atravesar muros y tabiques con la potencia de sus cuerpos en acción. Imágenes vertiginosas, energéticas, tan inolvidables como un verso incisivo o como el estribillo de una canción. Cuando yo era niña, me encantaban los anuncios de la tele: me siento orgullosa de la niña que fui, porque esa preferencia significa que, sin haber perdido aún los dientes de leche, ya me gustaba la poesía.
Sabemos quiénes somos sociológica y antropológicamente, en inevitable fusión de lo íntimo con lo político, cuando atendemos a los anuncios: somos gente estreñida o con diarrea, gente muy preocupada por su dentadura y por la caída del cabello, gente con insomnio y que teme que ocupen su casa. Al final y, más allá de excepciones transgresoras, a menudo nos transformamos en el lastimoso anuncio de nosotras mismas, y es muy probable que tengamos que darles a nuestros móviles, versiones en coltán de un ángel de la guarda acariciador y represivo, toda, toda, toda —canta Jesulín— la razón.