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Militarismo
¿Las chicas son guerreras?
“We Can Do it!”. Rosie the Riveter, o la Remachadora, lleva 70 años mirándonos desde su famoso cartel, mil veces versionado en manifestaciones, pegatinas y camisetas. En él, Rosie, con los brazos arremangados, puño firme y mono de trabajo, conminaba a las mujeres estadounidenses a unirse al esfuerzo de guerra. ¡Podemos hacerlo! Las rosies de la época levantaron fábricas, hospitales y retaguardias con su trabajo, sosteniendo ciudades y economías nacionales. Concluida la guerra, ya no eran necesarias y fueron enviadas de vuelta a casa a parir hijos, consolar veteranos y apuntalar, con su pizpireta sonrisa de pin-ups, la edad de oro del capitalismo norteamericano.
Una vez allí, en la triste posguerra de su cocina, a muchas les sobrevino lo que Betty Friedan denominó “el problema que no tiene nombre”, pero vaya si lo tenía, aunque no era el mismo para todas. Las Rosies habían entendido los límites de su emancipación, y se les había quedado corta. bell hooks las definió como amas de casa blancas y de clase media aburridas, hartas del tiempo libre, del hastío del hogar, de los pastelitos, de criar niños; la vida —se decían— debía ser algo más que eso. El problema era que la muy comprensible frustración de esas Rosies que salvaron el mundo libre no hablaba —ni quería hacerlo— de las otras víctimas colaterales: las que no tenían ni tiempo para aburrirse, ni perro, ni jardín, ni aspiraciones universitarias; las racializadas bajo las políticas segregacionistas, las que luchaban en las guerras de independencia y descolonización, las que seguían, temerosas, en los armarios.
Cuando llegó Vietnam ya no hicieron falta Rosies: la industria militar estadounidense se había sofisticado, desarrollado y diversificado en lo que fue una de sus décadas más prósperas, con contratos públicos millonarios que salieron a la luz gracias la efervescencia social de los movimientos antiguerra y al esfuerzo activista de organizaciones como NARNIC.
Margarita Robles vuelve a invocar el ‘We Can Do it’ en el nombre de la paz, la igualdad y la seguridad
Pese a la derrota —o precisamente por ella—, el arsenal militar no cayó en saco roto y Centroamérica y el Golfo se convertirían en el terreno para seguir minando, nunca mejor dicho, la tierra de armas, y así hasta hoy. Más de 260.000 norteamericanas sirvieron en la guerra de Vietnam, la gran mayoría, como voluntarias en labores de enfermería. En contraste con esas hippies ingratas, pacifistas y amigas del amor libre, las chicas del ejército encarnaban la feminidad, la nación, el orden y el hogar que tanto necesitaban los héroes en las trincheras. Las “donut dollies”, por ejemplo, fueron un cuerpo específico de mujeres enviadas por la Cruz Roja americana a la selva vietnamita para jugar al ping-pong y al póker con las tropas y aliviar así las horas de tedio entre asaltos. Aunque al menos ellos se libraron —no como en la Guerra del Golfo— de que les cantara Marta Sánchez.
Feminismos
8M 2022 Feminismo contra la guerra en la guerra contra el feminismo
Recién terminada la Cumbre de la OTAN en Madrid, y mientras aún digerimos sus conclusiones, Margarita Robles vuelve a invocar el ‘We Can Do it’ en el nombre de la paz, la igualdad y la seguridad. “Más mujeres en el sector militar nos hace ser más seguros”, afirma la ministra. Chicas, la industria de guerra nos necesita, quizá no como Rosies o como Dollies, pero sí, seguro, como engranajes de un mundo en creciente militarización. Pero ¿por qué? Legitimación social y carne para la picadora. Siguiendo la lógica tramposa de estos últimos días, a la paz llegaremos con más gasto militar; la emergencia climática la combatiremos con más tanques y drones; y la desigualdad se erradicará con más mujeres sirviendo en los ejércitos.
Resulta osado afirmar que cuando se “feminizan” las estructuras militares, esto se relacione directamente con mayores tasas de democracia, de igualdad o de progreso social
Sin embargo, la carrera militar no parece un destino atractivo para muchas: el número de mujeres que se alistaron a los ejércitos de los Estados miembro de la OTAN se ha estancado en los últimos años tras el “subidón” de finales de los 90, y el último informe al respecto advertía del descenso en el número de mujeres reclutas o candidatas a unirse a las fuerzas armadas. La media de presencia femenina en los ejércitos de la Alianza era del 12% en 2019, y apenas llega al 7% en las misiones propias de la organización. Por Estados, los datos son muy variables: hay muy pocas mujeres militares en Turquía —no llegan al 0,3%— o en Polonia —6%—, países donde se vulneran sistemáticamente los derechos de las mujeres y la población LGTBI. Pero sus números no son muy diferentes a los de Italia, Dinamarca o Luxemburgo. Entre los ejércitos más feminizados están, sin embargo, Hungría —20%—, Grecia o Estados Unidos. Resulta, pues, osado afirmar que cuando se “feminizan” las estructuras militares, esto se relacione directamente con mayores tasas de democracia, de igualdad o de progreso social. De hecho, las militares de la OTAN no se concentran en los ejércitos del Aire o la Marina, sino en tareas relacionadas con los ejércitos de Tierra y su logística, en áreas como la legal, la sanitaria, la gestión de personal o los asuntos públicos. Apenas hay un 3% de pilotos y un 5% de infantería femenina de media, y ni siquiera el 1% llega a los cuatro rangos superiores de los empleos y divisas militares —capitanas, generales o tenientes, para entendernos—.
Quizá esa falta de paridad sea en este caso algo de lo que sentirnos orgullosas, teniendo en cuenta el historial de la alianza. Todos los jefes de sus comandos estratégicos son hombres. También lo son 25 de sus 30 representantes permanentes y absolutamente todos y cada uno de sus representantes militares. La OTAN ha puesto tradicionalmente muy poco esfuerzo en ponerse las corbatas violeta y arcoíris, pero si quiere relegitimarse, deberá asumir también esa agenda adaptándola con tino a la medida de sus planes, aunque sea en sus mínimos más liberales. Para ello, en 2021, la alianza lanzó su Plan de Acción sobre Mujer, Paz y Seguridad, basado en tres ejes: inclusión, integridad e integración. Detrás de esas tres palabras huecas, el plan se limita a un refrito de medidas de transversalidad de género empujadas por las resoluciones de Naciones Unidas en la materia, y con escaso compromiso por parte de los Estados miembros para cumplirse con garantías. Aunque, de cumplirse, las cosas tampoco cambiarían demasiado.
Para atraer el talento femenino a la causa otanista, sus portavoces han tirado del esencialismo de género más primitivo, basado en la idea de que las mujeres somos pacíficas por naturaleza, seres de cuidado, amor y resiliencia (argh). Así, Boris Johnson afirmaba, en un alegato contra la masculinidad tóxica, que Putin no habría invadido Ucrania de haber sido una mujer. Viniendo de él, el chiste se hace solo. Por otro lado, la representante especial de la Alianza Atlántica para la Mujer, la Paz y la Seguridad, Irene Fellin, afirmaba asimismo que “las mujeres a veces son más pacíficas”. Se referiría Fellin al pacifismo que no incomoda, el que justifica sus intervenciones y nos mantiene mansas y serviles, y no al pacifismo militante, valiente y feminista que hemos visto criminalizado estos días en Madrid. En el matiz del “a veces” vemos implícito que habrá mujeres violentas a las que convertir en híbrida amenaza, como las kurdas, las saharauis, las activistas en su ejercicio del derecho a la protesta, o cualquiera que pretenda cruzar una frontera sin permiso para hacerlo.
Nosotras pensando que las señoras de la guerra venían de Washington y resulta que algunas de las más beligerantes nos han salido de las Teresianas de León
La “pax femenina” de la OTAN necesita verdugas, pero también víctimas. Margarita Robles afirmaba sin que le temblara la voz que un ejército con más mujeres evitaría las violaciones en los conflictos armados. Alguien dentro del gobierno más feminista de la historia debería explicar a la ministra que la violencia sexual en tiempo de guerra es algo mucho más complejo que un imaginario de salvadora blanca con crueles soldados violando indefensas civiles. Convendría también de paso recordarle que bajo esa misma justificación —“¿es que nadie va a pensar en las niñas?”— se intervino en Afganistán, y los resultados han sido un fracaso sin ambages en términos de igualdad. Ay, ministra, nosotras pensando que las señoras de la guerra venían de Washington y resulta que algunas de las más beligerantes nos han salido de las Teresianas de León.
No obstante, hay que agradecerle algo a la OTAN en su paso por Madrid, y es la claridad de su mensaje. No hay plan de acción, nota de prensa o mesa redonda que eclipse el machismo en acción que ha supuesto cada puesta en escena, cada foto, cada cita en la agenda de la cumbre. Y así, mientras ellos se repartían el mundo en ese secarral de malas ideas que es IFEMA, las “primes”, “plotus” y primeras damas eran relegadas a visitar La Granja, pasear por la calle Serrano, visitar alguna entidad benéfica y abrazar a algunos desfavorecidos, además de tener que cenar con Alejandro Sanz y Cayetana Martínez de Irujo. De no ser por el jamón, seguro que alguna hubiera preferido irse directamente la guerra.
Tan obvio como su machismo han sido el resto de sus objetivos. Aún así, hay quien siempre verá el vaso medio lleno: quienes decían sentir orgullo de ver Madrid convertida en Bienvenido Mr. Marshall, quienes se emocionaban por ver el Prado convertido en un salón de cenas, o quienes han aplaudido que la Casa Real recibiera con los honores correspondientes al marido homosexual del presidente luxemburgués en vez de lapidarle en la Plaza Mayor. Nos conformamos con poco, y por eso hasta cierta intelectualidad de la izquierda ha abrazado el “OTAN sí, bases, bueno, pues también” recordándonos que, como la Rosies de los 50, hay emancipaciones a la medida del jardín de nuestra casa. Pero tengamos la fiesta en paz: “La Bestia” de Biden —me refiero a la limusina— vuelve a casa tras entregarnos unos enemigos a los que odiar y unas amenazas a las que temer. Ahora, por fin, podemos dormir tranquilas.
Guerra en Ucrania
¡Ucrania! ¡Mujeres! ¡Guerra!
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Margarita Robles es una digna representante del utilitarismo neoliberal, lo cual es más penoso todavía teniendo en cuenta que no procede del mundo de la economía sino del de la justicia.
Esto es lo del anillo de Mordor: puesto en el dedo de un hombre o una mujer: el mismo resultado: muerte y destrucción.
Si todos los diputados y diputadas se afeitaran la cabeza y fueran en pelotas, no distinguiríamos un sexo de otro.