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Migración
Inmigración, integración y estado del bienestar
En Europa, la mayoría de los sistemas de Estado del Bienestar se crearon en el siglo XIX, una época en que la inmigración —apreciada con la naturaleza y las dinámicas actuales— no existía. No ha sido hasta mediados del siglo pasado y como respuesta a las importantes necesidades de mano de obra que los países del norte abrieron sus fronteras con la puesta en marcha de programas de reclutamiento de trabajadores extranjeros.
La inédita situación actual impuesta por la pandemia del Covid-19 ha derivado en un consenso global consistente, entre otras medidas, en limitar sensiblemente la movilidad humana. Sin embargo, las recientes operaciones de rescate en las fronteras sur de España o la preocupante situación de los refugiados en Grecia han evidenciado que las migraciones provenientes de países pobres hacia Europa obedecen a lógicas totalmente distintas. Por otra parte, las especulaciones político-discursivas y las urgencias sociales impuestas por la recesión económica han conseguido desplazar la atención de una realidad tan vieja como las mismas migraciones. Me refiero a la siempre abordada pero nunca completamente resuelta cuestión de la acogida e integración de los millones de personas que, en los últimos años, han llegado a suelo europeo en busca de protección y de futuro.
Si se puede sostener que los motivos esgrimidos para justificar la persistencia del problema son diversos, no es menos cierto que la condición económica del recién llegado junto con su bagaje competencial y el espíritu de las políticas de integración en su país de destino se erigen en factores decisivos para el desenlace de su proceso de integración; culminado en el ejercicio de la plena ciudadanía en sus diferentes vertientes (estatus legal, actividad laboral, participación cívica y política, convivencia, etc.).
La idiosincrasia de los modelos de Estado del bienestar vigentes en los diferentes países que conforman la Unión Europea tiene un impacto en las políticas de integración puestas en marcha
La paulatina europeización de las políticas migratorias y la institución de un espacio común de libre circulación de las personas, bienes y servicios iniciada en 1985 con la firma de los Acuerdos de Schengen hace inviable cualquier apreciación del alcance de las políticas nacionales en dicha materia fuera de los prismas comunitarios. Sin embargo, no podemos obviar el hecho que la idiosincrasia de los modelos de Estado del bienestar vigentes en los diferentes países que conforman la Unión Europea tiene un impacto en las políticas de integración puestas en marcha.
En Europa, la mayoría de los sistemas de Estado del Bienestar se crearon en el siglo XIX, una época en que la inmigración —apreciada con la naturaleza y las dinámicas actuales— no existía. Es más, no ha sido hasta mediados del siglo pasado y como respuesta a las importantes necesidades de mano de obra para la reconstrucción de una Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial que los países del norte de Europa abrieron sus fronteras con la puesta en marcha de programas de reclutamiento de trabajadores extranjeros. A pesar de su envergadura, esta política se inscribía en una perspectiva de temporalidad asumiendo que los gastarbeiter o “trabajadores invitados” volverían a sus países al concluir los proyectos que motivaron su venida.
Esta visión cortoplacista marcó irremediablemente el inicio de un largo periodo caracterizado por la llegada sostenida de flujos provenientes, sobre todo, del sur de Europa y del norte de África. Aunque la recesión derivada de la crisis del petróleo de 1973 provocó la adopción de políticas restrictivas por parte de algunos países, los múltiples proyectos de reagrupación familiar y una segunda generación creciente ya habían acabado de otorgar a las sociedades receptoras una fisonomía inédita. Esta realidad sobrevenida ha sido excelentemente plasmada por el escritor suizo Mark Frisch cuando rezaba: “queríamos trabajadores y vinieron personas”.
Hasta bien entrado el siglo pasado, la situación política y económica interna justificó que España fuera un país eminentemente emigratorio. De hecho, la omnipresencia de las cuestiones securitarias en la primera normativa en materia migratoria (Ley Orgánica 7/1985 sobre Derechos y Libertades de los extranjeros en España) reflejaba la principal preocupación del momento ante la inminente entrada del país en la Comunidad Europea. Las importantes salidas hacia los países del centro y del norte de Europa y de Latino América de mediados del siglo pasado se habían ido sustituyendo por la creciente llegada de flujos coincidiendo, primero, con el fin de la dictadura franquista y el ingreso en la Comunidad Europea y, sobre todo, el boom económico de principio del presente siglo, después. Actualmente, más de 5 millones de extranjeros viven en España (11% de la población total), muy lejos de las poco más de 900 mil personas que lo hacían en el año 2000.
Migración
El personal sanitario al que no podemos aplaudir
España aboca a la población migrante con formación sanitaria a la economía sumergida y prescinde de su experiencia frente al covid-19. Profesionales de Ucrania, Colombia, Honduras y Guinea Ecuatorial comparten sus historias.
Sin embargo, a pesar de esta transformación absoluta en la estructura de la población, no se ha observado un cambio sustancial, ni en el paradigma y aún menos en la operacionalidad del modelo de integración en forma de encaje del sistema del Estado de Bienestar a esta nueva realidad social.
En los países industrializados, el Estado del Bienestar es el mecanismo público que sirve de garante frente a los riesgos sociales como la vejez o el desempleo a la vez que afianza la cobertura de servicios universales como la educación, la sanidad o la vivienda. Es un sistema solidario e intergeneracional de provisión y de protección social. Es precisamente por esta razón que la población autóctona representaba, en su concepción y despliegue inicial, la principal beneficiaria. Debe, además, su viabilidad a la articulación de un sistema proporcional de “dar y recibir”, basado en la indisociable dualidad del “contribuyente-receptor”. Tal dispositivo de protección social se sostiene gracias a los tributos pagados por los trabajadores, cuantificados en función de sus ingresos, por un lado, y de su situación personal y familiar, del otro. Así pues, la participación de los ciudadanos en el mercado laboral adquiere una relevancia innegociable.
El modelo de estado de bienestar español categorizado como mediterráneo presenta particularidades —entre las cuales, el papel de la familia y de las entidades sociales como principales proveedores de servicios— que hacen que el tema adquiera una relevancia especial. Ante esta constatación, no podemos eludir la necesidad de analizar el ingente problema de la integración y de la protección social de los migrantes en España dado que presentan un perfil que no posibilita, de entrada, su completa contribución y correspondiente usufructo de las prestaciones arriba mencionadas.
Así pues, el déficit de redes de solidaridad y de apoyo constituye un importante factor diferencial que compromete su plena integración. La primera consecuencia de tal situación es la dificultad de implementar unas políticas desmarcadas del asistencialismo, entendido como mecanismo de atención social basado en la ayuda continua, por un lado, y la falta de medidas que preparan para una autonomía efectiva, por el otro. En efecto, al frustrarse su acceso y continuidad en el mercado laboral a causa de su estatus legal, de su poca cualificación o del contexto económico, el migrante tiene que conformarse con unos servicios que no se derivan de un derecho —porque no ha trabajado ni ha contribuido— sino de la generosidad circunstancial de un sistema cuyos primeros beneficiarios siguen siendo los contribuyentes.
A diferencia de los subsidios asistenciales y de las ayudas sociales, las prestaciones de desempleo o de jubilación tienen el significante valor de dignificar sus beneficiarios. Por esta razón, es importante que las políticas de integración se articulen en base al paradigma del empoderamiento y no de la asistencia. Para los recién llegados (durante los primeros 3-5 años), la efectividad de los programas de integración dependerá, en buena medida, de la definición de objetivos que deberían priorizar e incentivar la formación, la capacitación y el acompañamiento en perspectiva a una plena independencia económica. No se trataría únicamente de ofrecer unos itinerarios formativos adaptados sino, además, de asegurar su accesibilidad e incentivar su adopción por parte de las personas no cualificadas. Si conseguimos dar coherencia a este plan a través de una inserción laboral decente, los esfuerzos consentidos por el Estado en materia de integración tendrán un mayor impacto a largo plazo.
La principal misión del migrante económico, generalmente sometido a la presión de la familia en origen por ser el portador de un proyecto comunitario, radica no solamente en ganar dinero sino en optimizar los ingresos
No obviemos que la principal misión del migrante económico, generalmente sometido a la presión de la familia en origen por ser el portador de un proyecto comunitario, radica no solamente en ganar dinero sino en optimizar los ingresos; así que formarse puede representar, a sus ojos, un derroche de tiempo. Aquí la cuestión es saber cuales son las consecuencias de este planteamiento a nivel personal y colectivo en perspectiva a la viabilidad de un modelo social equilibrado.
Constatada la propensión de los migrantes a establecerse definitivamente en sus países de destino, mantener una política de subsidios asistenciales puede parecer inviable. De su participación en el mercado laboral (y la correspondiente contribución tributaria) dependerá no solamente sus opciones de protección ahora sino también de las posibles prestaciones que recibirá en la jubilación. No afrontar el problema hoy con las medidas adecuadas sería posponer para mañana una previsible situación de exclusión y de vulnerabilidad.
Por lo tanto, es importante que, en el diseño de las políticas de integración, se tenga en consideración las (no) competencias y limitaciones del migrante recién llegado para adecuar mejor las acciones a implementar teniendo en cuenta las características del mercado laboral. Se trataría de acompañarlo para construir los fundamentos de un proyecto de vida exitoso y beneficioso para todos; lo cual pasa por tener opciones en un mercado laboral cada vez más competitivo por ser sujeto a los dictados de una economía liberal.
El caso de la migración subsahariana caracterizada por un alto índice de analfabetismo es paradigmático de esta realidad. En Europa, no saber leer ni escribir puede erigirse en la principal estructura que sostiene el bajísimo techo de vidrio para la concreción de cualquier propósito de formación y de participación laboral diferente de la de vendedor ambulante, temporero agrícola o friegaplatos en la restauración. El carácter informal y precario de estas ocupaciones explica la situación de vulnerabilidad que les afecta más que cualquier otro colectivo y, por consiguiente, la necesidad de recurrir a los subsidios y otros programas de asistencia.
La imagen del migrante económico representa en el imaginario colectivo la de una persona que pone, de facto, en riesgo la sostenibilidad de los servicios de atención social de su nuevo país de residencia.
Un modelo de integración sostenible requiere de la corresponsabilidad de las personas migrantes de esforzarse para mejorar su situación y del deber del Estado de motivar y acompañarlos con el objetivo de que sean plenamente partícipes del engranaje de la maquinaria de provisión social. Sean activos o jubilados, mientras su contribución en el sistema de Estado del bienestar sea residual o nula no podrán pretender percibir los mismos emolumentos que los que sí pueden hacerlo. Muy a menudo, la compasiva imagen de piedad alimentada por los paternalistas y asumida por algunas personas migrantes cuelga de la idea de incapacidad para justificar, a continuación, una acción de asistencia caritativa continuada.
Obviando los clásicos tópicos acerca de la propensión de las personas migrantes a no trabajar prefiriendo comportarse en parásitos del sistema, conviene preguntarnos si la estructura del Estado del Bienestar español hace factible el encaje de este último dado su perfil, estatus legal y situación familiar. Y, si no es así, podemos preguntarnos si las consecuencias de tal constreñimiento no acaban teniendo unos efectos que hacen difícil un proceso de integración exitoso.
La imagen del migrante económico (porque viene de un país empobrecido) representa en el imaginario colectivo la de una persona que pone, de facto, en riesgo la sostenibilidad de los servicios de atención social de su nuevo país de residencia. Dos argumentos falaces sustentan esta postura: a) son muchos, vagos y pasivos y, b) dependen de las ayudas y no hacen nada para revertir esta situación.
Las personas migrantes anhelan, más que nadie, poder ganarse la vida, contribuir al desarrollo local y no depender de una ayuda. Aplicado a la situación de los migrantes, el adagio según el cual “hay que enseñar a pescar en vez de dar pescado cada día” es viable únicamente si la referida formación aboca en un efectivo acceso a los lugares de pesca (con la pertinente licencia) y una mínima garantía de sobrevivir ante la devastadora industria pesquera.