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México
Las indígenas y migrantes que levantaron el sur de México tras el terremoto de 2017
Las comunidades del Istmo de Tehuantepec llevan dos años trabajando de forma autónoma para compensar colectivamente la corrupción y el abandono institucional tras el terremoto del 7 de septiembre de 2017.
Eran poco más de las 7h cuando Ernesto comenzó a pasar lista en la puerta del Albergue de Migrantes Hermanos en el Camino. Nombró una a una a las personas que, la noche antes, se habían presentado voluntarias para participar en las labores de rescate y reparto de víveres. Todavía se contaban por decenas las réplicas diarias de aquel terremoto que había arrasado la región del Istmo de Tehuantepec, en el sureste de México, y que había dejado con su llegada casi un centenar de muertes. Llevaban días durmiendo a la intemperie, como el resto de habitantes de Ixtepec, en Oaxaca, porque el edificio para la pernocta se había resquebrajado y el riesgo de derrumbe les tenía en vilo. Sin embargo, nada impidió al grupo de migrantes que se acababa de conformar tomar las riendas de la cooperación de las zonas más inaccesibles.
El primer día de trabajo, cinco días después del seísmo, la Brigada Migrante se bastó de palas y equipos de protección personal para empezar a peinar la zona. “Si los militares no lo hacen, ayudaremos nosotros, los hermanos centroamericanos, con una contribución al pueblo mexicano que viene desde el corazón, como agradecimiento por acogernos”, afirmaba aquella mañana el brigadista hondureño Joel Álvarez, desde la pickup (camioneta) en marcha que soportaba catorce personas y que se dirigía a las zonas más devastadas por el terremoto. La zona cero se situaba en la localidad de Juchitán, a tan solo 20 kilómetros del albergue donde las personas que migran, algunas solas y otras en compañía de sus familias, se protegían de la violencia estructural de sus países de origen desde hacía meses.
Aquella noche de septiembre, el rugido más fuerte escuchado en los últimos cien años quebró algo más que los hogares de miles de familias de Oaxaca y Chiapas. Tras el temblor, mientras el gobierno de Enrique Peña Nieto se jactaba ante la prensa de activar el Plan MX de Emergencia Nacional para atender las necesidades de la población afectada, off the record venía cocinando una trama de malversación de fondos por la que el Consejo de la Judicatura Federal acaba de decretar, en agosto de este año, dos meses de prisión preventiva a la máxima responsable de desarrollo social, la exministra Rosario Robles. En vistas de que se avecinaban elecciones generales, el gobierno habría decidido apartar parte de las reservas dedicadas a cubrir los daños por el terremoto para invertirlas meses después en su campaña electoral. Lo iban a necesitar.
Dos días antes de que se mascara la tragedia, el 5 de septiembre de 2017 el portal de noticias Animal Político había hecho pública una investigación en torno a lo que denominó laEstafa Maestra, en la que el Ejecutivo mexicano habría incurrido desde 2006 haciendo desaparecer millones de pesos públicos en colaboración con empresas y universidades. El seísmo habría llegado como caído del cielo, ya que sus consecuencias sociales invisibilizarían el informe. Sin embargo, las ingentes cantidades invertidas en campaña, a costa de la población damnificada, no surtirían los efectos esperados.
Tal y como explica Ernesto Castañeda, activista y entonces coordinador del albergue Hermanos en el Camino, que acompañó a la Brigada Migrante y conoció in situ las violaciones de derechos que sufrieron, y sufren, las personas perjudicadas por el terremoto: “No se sabe todavía cuánto dinero robó el gobierno simulando ayudar. Ofreció una ayuda económica insuficiente y luego se ha demostrado que el programa registraba que a cada persona le correspondía una cuantía seis veces mayor”. Otras familias, rurales y de zonas sabidamente críticas, no recibieron compensación alguna.
El reparto desigual de las ayudas se sumó a las consecuencias del propio seísmo. Florencia Blüthgen, coordinadora del proyecto Mujeres Reconstruyendo sus Comunidades de la organización Fondo Semillas, explica que “en la zona del Istmo de Tehuantepec la comunidad se fracturó cuando la gente comenzó a darse cuenta de que había personas que recibían la indemnización y otras que no”. A raíz de esta desigualdad, durante el primer año “la economía local se quebró por completo y algunos espacios comunitarios de los pueblos, como las plazas públicas y algunos centros cívicos, fueron dañados”, continúa Blüthgen. “Hubo un aumento de la violencia especialmente para las mujeres, que además se vieron abocadas a sacar adelante a su gente de cualquier forma, a menudo, con gran ingenio y creatividad”, añade.
La Brigada Migrante Hermanos en el Camino fue una caravana formada por una treintena de personas voluntarias procedentes de Guatemala, Honduras y El Salvador, con rumbo a Estados Unidos, que decidió retrasar durante semanas su ruta para actuar en el epicentro del dolor en México. Su existencia misma era un símbolo más de la fractura, de la inoperancia institucional y del fallo del sistema. Fue porque comprendía de primera mano el arrollador sentimiento de abandono por lo que se entregó durante semanas a la retirada de los escombros de las casas derruidas de las familias más humildes y recónditas, donde no llegaba la ayuda humanitaria prometida. La mayoría, comunidades zapotecas.
No trabajó sola. “Del terremoto surgieron sinergias y nuevas formas de reconstruir, en las que los grupos potencialmente vulnerables, como la comunidad indígena, migrante o las mujeres, han tenido un papel vital en todo lo referente al desarrollo intangible y también sostenible”, afirma Blüthgen.
Adherida al Congreso Nacional Indígena (CNI) y al Concejo Indígena de Gobierno (CIG), la Asamblea de Pueblos Indígenas del Istmo de Tehuantepec, formada por campesinas y campesinos de la región del Istmo en defensa de la tierra y el territorio, ha trabajado estos dos años para dinamizar la economía local de forma autogestionada y no asistencialista, levantando en la región centros de capacitación para el aprendizaje de oficios vinculados a la construcción responsables con el medio ambiente. También ha reconstruido hornos para las familias que perdieron su fuente principal de ingresos: “Queda mucho por hacer todavía, hay gente que sigue viviendo en el patio de sus casas, personas que no podrán nunca reconstruir un hogar en el que invirtieron 30 años de sus vidas o que se han tenido que conformar con unas miserias traducidas en un cuarto de dos por tres metros para vivir toda una familia”, denuncia Mario Quintero, de la Asamblea de Pueblos Indígenas.
La publicación de la Estafa Maestra no cayó en saco roto y sus consecuencias quedaron patentes en los resultados de las elecciones generales de diciembre de 2018. Por entonces, gran cantidad de asociaciones afectadas por el seísmo se habían organizado por sentirse defraudadas con el Partido de la Revolución Institucional (PRI), pensando que el Partido de la Revolución Democrática (PRD) las compensaría. Sin embargo, en palabras de Mario Quintero, el terremoto le ha venido como anillo al dedo no solo al gobierno mexicano anterior, sino también al gobierno actual y al mundo empresarial. “En los nueve meses que lleva en el cargo Andrés Manuel López Obrador ya se han iniciado las obras de un megaproyecto que hará del Istmo de Tehuantepec un complejo interoceánico logístico, industrial y turístico para incrementar el comercio con Asia, Canadá, Estados Unidos y Europa”.
La idea de un Corredor Transistmico se vende en los medios hegemónicos como la forma legítima de recuperar el auge económico de la región. Unir el Pacífico con el Atlántico y competir con el Canal de Panamá ha sido un sueño de la alta clase política mexicana desde hace más de un siglo, y éste ha sido reciclado por el nuevo presidente electo. Las reivindicaciones de la Asamblea de los pueblos indígenas del Istmo no se han hecho esperar: “Las obras para esta megaestructura están dinamitando los terrenos de cultivo, destruyendo las venas que conectan los pozos de regadío, contaminando el aire y acabando con la flora y la fauna característica de la región”, lamenta Mario. “Muchas personas pusieron su esperanza en la llegada de López Obrador como forma de organizar desde la izquierda las arcas del país, pero nuestras organizaciones confían en que, en la actualidad, solo una propuesta anticapitalista y antipatriarcal como la de María de Jesús Patricio, Marichuy, velaría por la defensa y recuperación del territorio, y la dignidad de los pueblos indígenas con independencia de las presiones internacionales”.
El Congreso Nacional Indígena, plataforma de resistencia fundada en 1996, que agrupa comunidades, pueblos y tribus indígenas de todo México, ha elegido este año Juchitán, cuarta población más poblada del Estado de Oaxaca, como sede para la Asamblea Nacional Indígena bajo el lema “El Istmo es nuestro”. Se decidió Juchitán por ser el corazón comercial tradicional de la zona y del futuro Corredor Transístmico. También por haber sido la localidad más devastada por el terremoto de 2017. Una ciudad que todavía llora las pérdidas en una región en estado crítico, abocada a recuperarse desde la violencia de unas políticas arrasadoras con el medio.
Las condiciones de vida de las comunidades del Istmo ya venían sufriendo procesos de precarización antes del terremoto. Tras él, son ellas las que han plantado la semilla para el crecimiento de lo nuevo. Aunque muchas familias indígenas sigan viviendo en la intemperie y la Brigada Migrante se haya visto obligada a abandonar territorio mexicano. Aunque hoy nada parezca recompensar a quienes reconstruyeron, y reconstruyen de forma muy diversa, movidas por un sentimiento de equivalencia y generosidad.
“Fue un terremoto en la tierra, que vibró en todos nosotros y sacó afuera lo mejor que teníamos dentro”, señala Ernesto Castañeda, que dejó hace un año de coordinar el Albergue de Ixtepec para desplazarse a Tapachula, en Chiapas, y atender allí el desbordado flujo de migrantes de Centroamérica y El Caribe, que se ha multiplicado en la frontera con Guatemala en los dos últimos años. “Los gobiernos mexicanos tienen muy poco margen en materia migratoria ante la presión del xenófobo Donald Trump”, se lamenta. La situación empeora con el paso de los meses y las organizaciones humanitarias del sur de México han perdido la capacidad para atender, alimentar y ofrecer recursos de primera necesidad desde sus centros colapsados: “La situación es de extrema gravedad, no podemos mejorar más que de forma mínima las condiciones de las personas que buscan, dejándose la vida, tener una oportunidad nueva. La comunidad migrante está enfermando y muriendo entre las fronteras”, sentencia el activista.
Joel Álvarez ha vuelto de nuevo a Honduras. “Conseguir entrar en México no supone ninguna protección, incluso aunque las instituciones públicas te reconozcan como servidor de la Patria”. Él y el resto de personas que formaban la Brigada Migrante recibieron un visado humanitario de un año de duración como reconocimiento por su labor solidaria tras el terremoto de 2017. Un permiso de estancia que no garantizaba una vida digna en tierras mexicanas, ni evitaba tampoco que pudieran ser perseguidas y deportadas posteriormente. “Algunos compañeros brigadistas han sido extraditados desde México, otros consiguieron llegar a Estados Unidos y, de ellos, unos cuantos han sido deportados desde allí. Los últimos, como yo, regresamos a nuestro país de origen por decisión propia, porque trabajar de sol a sol en México no te asegura un salario con el que poder enviar algo de dinero a la familia”, señala Joel. “He vuelto a Honduras y solo tengo para malcomer. Pero me niego a pensar que nací para quedarme siempre en la pobreza; en cuanto pueda volveré a marcharme para darle a mi hija una oportunidad”.
México es un país de origen, de paso, destino y retorno de miles de personas que viven graves situaciones de violencia y pobreza. El terremoto de 2017 en Oaxaca hizo tambalear de abajo a arriba los cimientos y los sueños de las comunidades más vulnerables asentadas en el Istmo de Tehuantepec. La mayoría, indígenas y migrantes. Pero como la vulnerabilidad no va en detrimento de la resiliencia, los pueblos son conscientes de que, tarde o temprano, la tierra volverá a temblar. Y brotarán entonces las raíces para fracturar el terreno intervenido.