Masculinidades
Hombres entre hombres de verdad

Lo homosocial es esa búsqueda de una mirada cómplice, de una “resonancia identitaria”; es un “estoy contigo, tío”. Una necesidad inconfesable de aprobación que oscila entre el narcisismo, el miedo a mostrarse vulnerable y una muy ansiada legitimación identitaria
Asamblea de los conductores de Metro
Asamblea de los conductores de Metro David F. Sabadell
16 may 2021 07:00

Homosociabilidad es un concepto que creo que nos aporta algo fundamental: nos permite enfocarnos en esos espacios en los que la masculinidad de los hombres cisgénero —me centraré en estos— toma forma y se legitima grupalmente. Analizar cómo se comportan los hombres entre otros hombres es muy útil para comprender los mandatos del patriarcado, a la par que para indagar sobre los métodos de vigilancia de un sistema policial como es el género.

La primera vez que leí esta palabra fue de la mano de la teórica feminista Eve Kosofsky Sedgwick, en su libro Between Men, y del sociólogo Michael Kimmel, en Guyland. En sus textos, ambos comparten la visión de lo homosocial como un espacio de hombres creado por y para estos, en el que la masculinidad no solo se convierte en un requisito de pertenencia, sino también en una garantía de la continuidad patriarcal. Son encuentros que se organizan identitariamente en torno a una premisa fundamental: ser hombres de verdad. La masculinidad es entonces la condición de posibilidad de esta homosociabilidad: es su modelo de relación.

El grupo como hermandad

El bar, el fútbol, el gimnasio son algunos de los lugares tradicionalmente entendidos como parte de una cultura masculina. En estos funcionan unos códigos que, en términos patriarcales, se basan en la competitividad, (auto)control y subalternización de identidades consideradas inferiores.

Es una especie de fratría, que diría Celia Amorósi, que toma diferentes formas de camaradería y respeto tribal. Y con esto no quiero decir que las relaciones entre los hombres se den siempre y en todos los contextos bajo los mismos parámetros. Ni siquiera que la homosociabilidad se manifieste siempre bajo las mismas fórmulas. Ni mucho menos. Indudablemente, los vínculos de complicidad masculina no son los mismos en un bar en Barcelona que en una asamblea del AMPA de un colegio asturiano o que en el Congreso de los Diputados. Es por esto por lo que debemos tener muy presente el carácter complejo y polimórfico de lo homosocial.

Es por esto por lo que me parece útil pensarlo como un ritual en el que brindar al grupo la masculinidad se convierte en un acto político. Este contexto impone un modo de hacer más o menos flexible, en el que la masculinidad busca encontrarse a sí misma. Como ese padre que está prestando atención a los primeros pasos de su hijo con temor a que se tropiece. Aquí, ese temor se traduce en control social de género y esa mano, en una sujeción que se interioriza a través de discursos que naturalizan y esencializan qué es ser un hombre.

Lo homosocial es también un espacio de sobredimensión, de una hipertrofia del autoconcepto para hacerlo encajar en el modelo del hombre-semidios de la masculinidad hegemónica

Esto nos lleva a visibilizar los códigos prefabricados de la conducta masculina. Lo homosocial es también un espacio de sobredimensión, de una hipertrofia del autoconcepto para hacerlo encajar en el modelo del hombre-semidios de la masculinidad hegemónica. Es esa misma acusación que los machotes han lanzado durante décadas contra la pluma del hombre gay, tildándolo de “excesivo” o “actuado”, e incluso mediante la construcción patológica de las mujeres como sujetos “histéricos”. La exclusión de estos espacios de las personas consideradas indignas no es solo el producto de la hegemonía masculina, sino también del miedo a ser descubiertos. Si me permitís retomar la metáfora de la vigilancia, es como cuando estando con tus amiguitos del cole te niegas a que tu madre esté presente porque sabes que podría dejarte en evidencia desmintiendo tu fanfarronería.

Lo homosocial es esa búsqueda de una mirada cómplice, de una “resonancia identitaria”; es un “estoy contigo, tío”. Una necesidad inconfesable de aprobación que oscila entre el narcisismo, el miedo a mostrarse vulnerable y una muy ansiada legitimación identitaria. Y esto tiene mucho que ver con el pánico a dejar de ser hombre. Tal y como señaló Eve Kosofsky Sedgwick: lo homosocial es un continuo que determina, por un lado, la pertenencia masculina y, por el otro, excluye al hombre-no-válido.

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Resulta necesario que nos paremos a reflexionar sobre por qué aquello que crean y protagonizan las mujeres no tiene suficiente legitimidad social a pesar de que el consumo, la producción y la participación de estas en las industrias culturales han aumentado notablemente.

¿Es inevitable la hermandad?

Sin embargo, la homosociabilidad, como la masculinidad misma, no es un lugar concreto, por mucho que en la mayoría de las ocasiones personifiquemos el patriarcado como un hombre con barba y bigote o la homosociabilidad como un grupo de amigotes haciendo bromas misóginas y lgtbífobas. A veces pecamos de cierto reduccionismo al hablar de estos términos. Los construimos como un conjunto de personas que conspiran por el mal universal o, por el contrario, los consideramos unos verdugos alienados sin agencia. Hablamos de lo homosocial equiparándolo al patriarcado como si fueran la misma cosa.

Sin embargo, mezclar conceptos hace que nuestros análisis no sean tan certeros, útiles o reveladores. El patriarcado es la estructura, la masculinidad y la feminidad, son los dispositivos resultantes de imponer unas dinámicas de relación desigual y binaria. Aquí, la homosociabilidad es parte de este tablero, instaurando una corrección de género dentro de los propios hombres, a través de la que se pretende apretar las ataduras del “deber ser masculino” y del “hombre de verdad” con las consecuencias que esto tiene sobre las feminidades y las identidades no binarias.

Totalizar la masculinidad o los espacios homosociales como lugares naturalmente tóxicos puede llevarnos a reforzar esa idea de que los hombres poseen una esencia patriarcal incuestionable

Totalizar la masculinidad o los espacios homosociales como lugares naturalmente tóxicos puede llevarnos a reforzar esa idea de que los hombres poseen una esencia patriarcal incuestionable. Pero, además, pensar en los lugares homosociales de una manera rígida hace que podamos pasar por alto otras realidades u otras fórmulas de relación masculina: ¿Todas las masculinidades generan un espacio homosocial? Si la experiencia de la masculinidad es variada, ¿podemos escaparnos de una homosociabilidad tóxica? ¿Y las mujeres masculinas? ¿Y los hombres trans? ¿Y las personas no binarias?

Mostrar la homosociabilidad como un código de comportamiento nos permite hacer énfasis en lo colectivo, tanto de la construcción como la deconstrucción masculina. Llevamos varias décadas repitiendo como un mantra “la masculinidad es una construcción cultural”, pero seguimos pensando que la deconstrucción se debe dar de manera individual con un par de sesiones de coaching o con un encierro pseudo-espiritual. Hablar de lo homosocial como un contexto de encuentro cómplice de la masculinidad es definir también un espacio de posible dislocación dentro de uno de los núcleos duros del patriarcado.

Transformando espacios colectivos

Esto nos lleva a la disyuntiva sobre la posibilidad de transgresión de la masculinidad: ¿podemos pensar en espacios de hombres que trasciendan la definición de una relacionalidad masculina? Me gustaría pensar —y entro en el terreno de la utopía, de esa destinada a guiar tus convicciones políticas— que la creación de un espacio homosocial puede ser útil siempre y cuando no se organice en torno a la exclusión patriarcal de otras identidades, al encumbramiento de la hegemonía masculina o centre su interés en recuperar una esencia viril de comunidad primitiva.

También me parece fundamental en estos tiempos que corren de disputas sobre la honestidad política de los aliados y el encumbramiento de la “nueva masculinidad”, poder reflexionar sobre la naturaleza misma del espacio homosocial, así como sobre sus transformaciones contemporáneas. Habitualmente lo pensamos en términos de competición carente de afectividad o incluso como ajena a cualquier muestra de cooperación intergrupal debido a los mandatos individualistas y egoístas de la masculinidad tradicional. Y respecto a esto, se me vienen a la cabeza dos problemas:

Por un lado, la fórmula de que los hombres son seres no-emocionales. Hemos repetido hasta la saciedad que el proceso de construcción masculina se basa en la amputación de la vida emocional de los hombres. Pero hemos traducido esta premisa como “los hombres no tienen emociones” cuando en lo que deberíamos hacer hincapié es en el aprendizaje genérico que se da de estas y de sus diferentes expresiones en un marco de refuerzo/sanción. Decir que los hombres no tienen emociones no es lo mismo que decir que han aprendido a negarse a sí mismos la expresión de aquellas consideradas femeninas.

La homosociabilidad no es un conjunto de prácticas concretas, sino un régimen de relaciones en el que incluso las muestras de sensibilidad y la cooperación pueden servir como mecanismos para perpetuar el patriarcado

Por otro lado, la homosociabilidad no es un conjunto de prácticas concretas, sino un régimen de relaciones en el que incluso las muestras de sensibilidad y la cooperación pueden servir como mecanismos para perpetuar el patriarcado. No podemos considerar que la inclusión de los hombres en el mundo emocional va a acabar, de por sí, con las dinámicas patriarcales de la masculinidad hegemónica. Confiar en esto puede suponer un ejercicio de ingenuidad con el que infravaloramos la capacidad de adaptación y modulación de la estructura patriarcal. La emocionalidad y la afectividad deben ir de la mano de una ética feminista que garantice la ruptura de los patrones hegemónicos de relación binaria y jerárquica.

Me parece imprescindible que una reflexión sobre lo homosocial se cuestione cuáles son los discursos que se ponen en juego: ¿A quién estamos dispuestos a escuchar? ¿Y a dejar hablar? ¿A dejar hablar como un igual? ¿Quién representa un modelo a seguir? ¿Quién nos habla de nosotros mismos? ¿Quién nos habla en nuestro idioma? ¿Y quién no?

Rendición y masculinidad parecen palabras antagónicas y por eso su carácter subversivo. La deconstrucción masculina debería pasar por una rendición colectiva. Por un dejarse llevar por los miedos milenarios de esa temida emasculación simbólica. Una ruptura con la complicidad de los lazos patriarcales que pueda ser articulada colectivamente como algo positivo y necesario. Dejar de desear ser un hombre entre hombres (de verdad) es fundamental para que las consecuencias sociales y subjetivas de ser un hombre de verdad dejen de manifestarse.

i Celia Amorós (1992). “Notas para una teoría nominalista del patriarcado”. Asparkía: investigación feminista. (1). Pp. 41-58.

Masculinidades
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Demoler, verbo transitivo: deshacer, derribar, arruinar... Y eso intentamos: deshacer las viejas masculinidades y poner en duda las nuevas, derribar a los hombres de siempre y arruinar los planes del patriarcado desde la reflexión sobre quiénes somos y cómo renunciamos a nuestros privilegios.
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#90209
16/5/2021 18:07

Genial articulo... es importante poder cambiar los grupos de hombres. Rn toda mi vida he visto con sorpresa como el mismo hombre se comporta distinto cuanso esta solo a cuando esta con los amigos
Hay un efecto grupal terrible...

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5
#90171
16/5/2021 9:57

Un elemento clave es la tradición religiosa clerical, espacio homosocial por antonomasia, incluso en aquellas confesiones que aceptan clérigas.

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5
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