Masculinidades
La fábrica neoliberal del resentimiento: la serie ‘Adolescencia’ y lo incel

La serie de Netflix no trata sobre la manosfera, sino de la atmósfera que la alimenta, a nivel institucional, familiar y relacional.
Adolescencia serie
Owen Cooper y Erin Doherty en una imagen de 'Adolescencia'. Imagen: Netflix
  • Esta semana lo ha petado la serie de Netflix Adolescencia y los debates vuelven a estar marcados por la manosfera y el odio masculino. Pero, en este caso, los puntos cardinales del debate se han desplazado un poco. Ya no se trata de una demonización terrorífica que presenta la manosfera como el avance imparable del odio masculino. No. En este caso se ha decidido poner bajo la lupa el ecosistema afectivo y material de la radicalización de chavales jóvenes. Adolescencia no trata sobre la manosfera (de hecho, apenas aparece), sino de la atmósfera que la alimenta, a nivel institucional, familiar y relacional.

    La historia no va de lo incel: ecosistemas del odio

    Creo que Adolescencia presenta las condiciones que hacen emerger lo incel pero no va de lo incel. La historia se centra en el proceso de Jamie Miller, un joven de 13 años acusado de asesinar a una compañera del instituto, Katie. Jamie es un chaval más bien triste: se le dan mal los deportes, sufre bullying, es rechazado de malas maneras por las chicas, le duele defraudar a su padre, se siente feo, perdedor y tiene miedo de quedarse solo.

    En la historia y en los interrogatorios se deja caer varias veces que la categoría de incel es algo que se dice a Jamie, no algo con lo que él se sienta identificado. De hecho, lo niega y dice expresamente no estar de acuerdo con sus postulados, salvo cuando cita la regla del 80-20 por la cual el 80% de las mujeres se siente atraída solo por el 20% de los hombres, dejando a los demás sin posibilidades.

    La narrativa incel no es tanto misoginia desde el principio sino rabia reactiva ante una desposesión simbólica

    Jamie de Adolescencia presenta un estadio temprano del incelismo, una predisposición que aún no es identitaria, y esto es lo interesante porque como dice la experta Debbie Ging, la narrativa incel no es tanto misoginia desde el principio sino rabia reactiva ante una desposesión simbólica. Pero ¿cómo se llega de ese malestar al ejercicio de la violencia?

    Miremos al contexto. Jamie es un chaval que vive en contextos de precariedad social donde la violencia es una moneda comunitaria. El primer capítulo dibuja, creo, el factor más importante de la serie: una economía libidinal de la crueldad que reina en el contexto escolar. Instituciones precarizadas (profesores pasotas e impotentes, arquitecturas laberínticas y anónimas, dinámicas de impunidad, espacios digitales abusivos de socialización) que alimentan ecosistemas violentos.

    Desligar la radicalización masculina de los contextos neoliberales es un error: no va sólo de hombres machistas, va de valores de un individualismo radical

    En este árido contexto se sitúan chavales marcados por un doble vínculo frustrante: están obligados a competir y, a la vez, se les castiga por fracasar. Si el juego va de acumular capital social, (ligar para) ser vistos y escapar de la categoría de perdedor, la hiperexigencia (“debes ser un alfa”) alimenta la peor versión de cada uno y reproduce una necropolítica afectiva que castiga la vulnerabilidad. “O matas o te matan”.

    Capitalismo y Manosfera

    ¿Qué cabe esperar de esta cultura? ¿Es sólo un problema de machismo? Pues no, desligar la radicalización masculina de los contextos neoliberales es un error: no va sólo de hombres machistas, va de valores de un individualismo radical, de competencia y de una visión de éxito a partir de la acumulación y no desde el cuidado. Y va de capitalismo también por los contextos en los que se reproduce la cultura masculina.

    La manosfera tiene conexión directa con la organización privada y extractivista del capitalismo de plataformas: redes sociales que organizan los contenidos priorizando el engagement a la ética, empresas que crean algoritmos que llevan directamente a discursos de odio, intereses capitalistas que deciden alimentar unas lógicas de consumo aun a sabiendas del daño y el peligro que suponen.

    Esto no es baladí. Quienes nos dedicamos a dar talleres con chavales vemos cómo las relaciones de bullying están cambiando: actualmente una parte cada vez mayor de acoso y violencia escolar pasa en sistemas digitales, sistemas que ponen escaso o nulo interés en prevenir. ¿Quién audita los algoritmos? ¿Quién garantiza que el sistema de denuncia y reporte funcione? Las mismas empresas que se benefician de los contenidos violentos.

    La restauración violenta incel

    En este contexto vemos a Jamie, acosado por la frustración y por los compañeros de clase, junto a sus dos amigos, también perdedores. La percepción del fracaso (real o percibida) termina de crear un colchón perfecto para que opere una economía moral del resentimiento: el sentimiento de pérdida de estatus y derecho agraviado genera un malestar y un miedo existencial que lleva a la victimización. Y esto se canaliza (legítimamente según culturas masculinas) en rabia. “¿Cómo no voy a estar enfadado si me lo niegan todo?”.

    En contextos de desigualdad, el incel dirige su rabia hacia grupos específicos según facilidad o predisposición. Y, debido a la centralidad de la validación sexual para la masculinidad, culpabilizar a las mujeres (y a las personas racializadas, disidencias LGTBIQA+ a los hombres exitosos, aunque éstos últimos con menor intensidad) resulta sencillo.

    Los criterios de éxito, acumulación y poder han raptado las relaciones personales y el fracaso sexual se vive como fracaso existencial

    Aquí cabe mencionar por qué es tan central la validación sexual para la masculinidad. Se debe a lo que Byung-Chul Han definía como “agonía del Eros”: los criterios de éxito, acumulación y poder han raptado las relaciones personales y el fracaso sexual se vive como fracaso existencial. Jamie enmarcó su malestar en su incapacidad de conseguir pareja, relacionó éxito sexual con éxito social, pero (atención SPOILER) al final del bestial capítulo del interrogatorio con la psicóloga vemos que la raíz de todo parece estar en el deseo de ser querido.

    ¿Una lucha recuperable?

    Siempre lo digo: lo incel es una lucha que podríamos haber recuperado desde el feminismo si hiciésemos una crítica más profunda y radical a cómo se construye el amor y el valor sociosexual en nuestra sociedad. La regla del 80-20 es bullshit, pero sí es cierto que vivimos en sociedades brutalmente atravesadas por la normatividad estética, la mirada Tinder (otra vez, la lógica capitalista de empresas modificando percepciones, valores y criterios) que genera exclusiones y violencias cotidianas muy dolorosas, para mujeres y minorías sobre todo, pero también para hombres que no cumplen estándares, como Jamie.

    La construcción mediática de la belleza define qué es deseable y qué no. Y se permite el rechazo y la humillación sobre el cuerpo abyecto que encarna la fealdad, el fracaso, lo gordo, lo calvo, lo pusilánime y “lo pringado”, especialmente en épocas juveniles, marcadas por la economía libidinal de la crueldad.

    En este contexto surge el incel que internaliza su posición subalterna como hombre beta y reproduce un imaginario sacrificial donde la violencia (autoinfligida o hacia otros) es vista como una forma de agencia con el objetivo de vengar el dolor sufrido. A Jamie le rechazan, se ríen de él, y él utiliza el dolor como justificación para reproducir la violencia.

    La melancolía incel

    Los incels son uno de los grupos de la manosfera más mencionados, pero también de los menos comprendidos y más ridiculizados. Se les ha relacionado con los niños rata, pajeros adictos a internet y ultraviolentos con escasas habilidades sociales. Y desde hace unos años es directamente un insulto fácil. “Qué incel eres, jajaja”. Pringados, tristes, tóxicos. Lo tienen todo para ser el hazmerreír del odio masculinista.

    Pero por otro lado, se les convierte también en un problema de seguridad pública. Se les ha intentado etiquetar como grupo terrorista debido a su extremismo violento y a los atentados que se les puede achacar (especialmente los de Eliot Rodger y Alek Minassain). Pero ya han apuntado algunas autoras que este movimiento puede desviarnos de poder comprender la relación entre lo incel y el dolor.ç

    Los incels tienen más probabilidades que los hombres no incels de no trabajar, no estudiar ni tener capacitación y tienen muchas más probabilidades de vivir en casa de sus padres

    Según investigaciones recientes, los incels tienen altas tasas de ansiedad (el 39% de la muestra investigada por Whittaker, Costello y Thomas) y depresión (43%), tienen altas tasas de Trastorno de Espectro Autista (alrededor de un 30%), alrededor del 20% tienen pensamientos suicidas regulares y el 48% da la máxima nota en una medida de soledad. Asimismo, según otra investigación de Costello, Rolon y demás, los incels tienen más probabilidades que los hombres no incels de no trabajar, no estudiar ni tener capacitación y tienen muchas más probabilidades de vivir en casa de sus padres.

    Al mismo tiempo, son un grupo con creencias fuertemente misóginas: muestran una alta aceptación de la idea de violación correctiva según la investigación de Whittaker y demás, y dan puntuaciones altas en necesidad de reconocimiento, elitismo moral y falta de empatía. Pero, irónicamente, según esta misma investigación, los incels tienen menos probabilidad que los hombres no incels de estar dispuestos a violar si pueden salirse con la suya. Sólo un pequeño grupo de incels (un 5,5%) cree que la violencia está justificada y la gran mayoría no admiran a incels que han cometido masacres como Eliot Rodgers.

    Así pues: ¿son terroristas o, como dice Clara Ramas en El tiempo perdido (Arpa, 2024), los incels son “el verdadero epítome de la subjetividad rota tardocapitalista”? ¿Son ambas cosas a la vez? Desde luego, considero que el debate sobre la violencia restitutiva masculina no debe ser simplificada. No es pura misoginia, ni tampoco puro reflejo del dolor. Ni demonios ni mártires. Es más bien una mixtura compleja de condiciones de precariedad existencial catalizadas por contextos de misoginia y rabia organizada hacia postulados violentos.

    ¿Qué podemos hacer? Unos breves apuntes:

    • Intervenir en los contextos institucionales: no todo pasa en las redes. Los contextos escolares, familiares y sociales pueden funcionar como un correlato o como un contrapeso a los discursos misóginos que los jóvenes beben en las redes.
    • Imaginarios postheroicos de la Buena Vida: debemos promocionar modelos de vida que no pasen por la trascendencia heroica y la acumulación de capitales como forma de estatus. Promocionar los cuidados y la generosidad como modelos de Buena Vida es clave.
    • Incidir en el Currículum afectivo: debemos enseñar a transitar el rechazo sexual no como fracaso existencial. También a saber encauzar la frustración o el miedo desde la vulnerabilidad y la empatía
    • Contrapedagogías eróticas: hacer autocrítica de qué imaginarios sobre los cuerpos deseables, cuerpos fracasados y cuerpos humillables estamos reproduciendo involuntariamente desde los sectores progresistas y cuánta normatividad estamos reproduciendo.

    Desde luego, el problema incel es preocupante. Y más aún si se encuentra ligado a la radicalización del malestar masculino, ya que en sociedades tardocapitalistas donde la precariedad y la incertidumbre esto hará que el dolor y la frustración sean cada vez mayores. Sin embargo, la individualización del problema sólo nos desvía de poder ponernos a trabajar de manera más eficaz: atajando las condiciones de posibilidad (afectivas, materiales e institucionales) del resentimiento creo que estamos aún a tiempo de frenar la capitalización conservadora de los dolores masculinos. Adolescencia entiende esto, y plantea inteligentemente que, como dice el proverbio, “para educar a un niño hace falta un pueblo entero”.

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