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Pensamiento
Un cañón en la nieve
Vivimos nuestras casas a jornada completa. Hubo un tiempo en el que se esperaba que nos quedásemos en ellas, con nuestros dramas privados y en ellas llorásemos sin que nadie nos pudiera oír. Hoy sabemos que nuestro drama es común.
Vivimos nuestras casas a jornada completa. Hubo un tiempo en el que se esperaba que nos quedásemos en ellas, con nuestros dramas privados y en ellas llorásemos sin que nadie nos pudiera oír. Hoy sabemos que nuestro drama es común y que son también de todas, de todos, las lágrimas que lloramos porque nos abruma la cifra de una muerte sin duelo que se renueva a diario o porque, a pesar de las semanas, no acabamos de creerlo. Un aplauso interrumpe esa cifra y nuestro desconcierto. En él nos sabemos juntas, juntos. Al otro lado de la calle unos niños hacen pompas de jabón que, levantadas por el viento, llegan a las ventanas de otros vecinos que acompañan con una maraca o una bocina. El barrio está vivo y es nuestro.
Ahora, que hemos hecho tantos y tan difíciles cambios en nuestro día a día, viene a mi cabeza aquella parábola judía que apuntaba a que, para instaurar el reino de la paz, no hace falta destruirlo todo, ni mucho menos dar nacimiento a un mundo enteramente nuevo. Basta con desplazar 'esta taza', 'ese arbusto', 'aquella piedra' tan solo 'una pizca', y hacer lo mismo con cada cosa. Esa 'pizca' es lo más difícil para cada una de nosotras, cada uno de nosotros. Consciente de ello la tradición judía espera el advenimiento del Mesías. Sin embargo, ahora, que hemos recuperado el silencio en nuestras calles, que conseguimos escuchar los pájaros antes camuflados bajo el ruido de la circulación y que podemos juntar unos minutos al día para pensar, bien nos vendría trazar un plan para cuando la muerte vaya amainando y nos reincorporemos a nuestra rutina. Porque sabemos que no volveremos a la normalidad. No. Sabemos que no volveremos a juntar las piezas del rompecabezas de una normalidad mediocre, triste y mal pagada que nos enfada con la vida y ¡cuántas veces! sin ningún motivo con nuestros hijos y levantamos la voz o cerramos con más fuerza de la debida la puerta de la entrada y nos desprendemos del haz de llaves sonoramente llenando de clavos los escasos metros del pasillo, de miedo a quienes comparten con nosotros esa casa. ¿A qué vivir el resto de la vida así? ¿Cuándo, si no ahora, podemos pensar qué es lo que no queremos seguir soportando?
Tenemos trabajo pendiente para cuando esto acabe, repiten por ahí. Sí. Pero un trabajo nos reclama antes, sin descanso, a cada hora de las veinticuatro: no rendirnos. Alguien dijo una vez: “Resistir no es pasivo, es empujar un coche de subida o un cañón por la nieve.” ¡Arremánguense y ármense de paciencia para tan difícil tarea! Pero vayamos trazando nuestro plan, porque no volveremos a ninguna normalidad. Pensemos qué queremos conservar, qué necesitamos desplazar ‘una pizca’ más acá o más allá, en otras palabras: pensemos qué vale la pena vivir. Es más que posible que no podamos hacerlo solas y necesitemos aliados y aliadas. Busquémoslas. Hagámoslo sin miedo.