Todo en este mundo transpira crimen: el diario, la pared y el rostro del hombre, escribía Baudelaire, quien también decía no entender cómo se podía tocar un diario sin una convulsión de asco. Seguimos sin comprender. Pero, a fuerza de verlos, acabamos acostumbrándonos y esa náusea se hace cotidiana, viéndose solo interrumpida por las noticias de los muertos más próximos. Sin embargo, no es la violencia más explícita la única que nos rodea ni son los muertos en portada sus únicas víctimas. Otra pasa sigilosa delante de nuestros ojos, desapercibida, solo detectada por cierta sensibilidad o, quizás, por el grado de inteligencia necesario para discernir los crímenes que conviven con las costumbres de una sociedad, asesinatos de una sangre cuyo rastro se camufla dentro del marco de lo permitido. Porque en la sociedad contemporánea la violencia es la norma.
En un sentido parecido lo expresaba Ingeborg Bachmann al afirmar que “son todavía muchísimas las personas que no mueren, sino que son asesinadas”, apuntando a un crimen en el cual no corre la sangre, síntoma de una enfermedad que era, según ella, enfermedad del mundo y de la época. Sigue siéndolo de la nuestra. También hoy los procesos de aniquilación se suceden por doquier. Eventualmente, una inundación puede hacer que se descubra uno de sus cadáveres, como sucedió con la joven rumana encerrada en un sótano de un club en Estepona, que murió ahogada en las inundaciones del mes de diciembre del pasado año. ¿Cuántas mujeres en cuántos sótanos están siendo privadas de libertad en este momento? Imposible saberlo. Pero sus asesinos viven entre nosotros.
La mayoría de las veces se diría que estamos en paz, esa paz aparente de problemas privatizados (tu problema privado en el trabajo, tu problema doméstico, tu problema familiar) y la guerra, allá lejos, reducida a unas franjas horarias que podemos fácilmente evitar. Solo de vez en cuando una imagen interrumpe el letargo: un niño en estado de conmoción salvado de un bombardeo alimenta nuestra buena conciencia y por un tiempo, tan breve como el que su imagen tarda en desaparecer de nuestras pantallas, nos preocupamos. Pero la bolsa que hemos llenado en el supermercado necesita que alguien la vacíe al llegar a casa y distribuya el contenido en su lugar asignado: los cereales, las galletas, lo que sea… ¿Qué podrías hacer tú, tan minúscula frente a una injusticia tan grande? Nada. La rutina se encarga del resto. Otros cereales, más galletas. Hay que ir a trabajar. Es mejor no pensarlo demasiado. No conoces a ese niño. Sería patológico llorar por un desconocido. Así tampoco consigues nada. Lo realmente importante es acallar la certeza de que, aun sin desearlo -no lo deseas- somos responsables de esas muertes en vida que externalizamos en campos de refugiados en terceros países, lejos de nuestra vista y de nuestra conciencia, a la distancia suficiente que nos permite cambiar de canal o, mejor aún, conseguir que deje de aparecer en cualquier canal.
No. Oficialmente no estamos en guerra, aunque la crueldad del mundo nos sorprenda sin cesar: en la pantalla del móvil y de la televisión; al pasar las páginas de economía, en el periódico; al escuchar, al otro lado de la pared, la discusión diaria de los vecinos. Sí, también ahí. ¿Por qué él se enfurece siempre tanto? ¿Tendrá que ver con llevar o no la razón? Ella apenas abre la boca. La discusión desaparece al subir el volumen de la radio en los auriculares. Todos tenemos problemas. Lo peor son los niños; ellos no pueden subir otro volumen que el de su voz y acaban reproduciendo los insultos que oyen en casa (basta escucharlos una vez para sentir un escalofrío).
Bachmann lo decía con claridad: “La guerra, la verdadera guerra no es más que el estallido de esa guerra que es la paz”.
Nadie desea mirar a los ojos a una realidad hecha crimen. Es preferible pensar que vivimos en una sociedad en la que hay solo algunos desperfectos, demasiadas víctimas. Pero deja ya de darle tantas vueltas. Se hace tarde y mañana hay que ir a trabajar. La rutina prepara así el engranaje para el correcto funcionamiento del mundo.
Otra noche más, casi en silencio -y bien podría ser un grito-, digo mierda antes de apagar la luz.