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Literatura
Nombrar el mundo
Cuando las primeras expediciones de antropólogos se encontraron con las tribus más recónditas, la sorpresa que se llevaron los occidentales al toparse con nuevas evidencias de la disparidad de costumbres humanas que reclamaban explicaciones teóricas no debió ser tan grande como la de los nativos al descubrir una disciplina llamada antropología, de la cual ellos eran el principal objeto de estudio.
Y ¿cómo, sino gracias a este contacto, habrían llegado a sospechar de la existencia de esa otra arma en las manos que era la literatura, cuya ausencia, en lo sucesivo, sería suficiente para hacer que fuesen considerados pueblos primitivos? Imposible saberlo.
La rareza de los demás ya no pone en aprietos nuestro armazón teórico. La multiculturalidad es hoy tendencia. Nuestra vida nunca había tenido tantos matices y significados, nunca tantos motivos etno folk. El diseño de una línea de ropa de una marca conocida se presenta destacando un «suave mohair y grabados inspirados en los Yeii, espíritus protectores de la cultura de la tribu Navajo», invocando así el recuerdo de unas vestimentas que seguramente fueron en su momento tan poco apreciadas por los occidentales como el resto de los rasgos propios de aquellos indios de tez oscura que aún sobreviven en las reservas norteamericanas. No pasa nada. Una vez limadas las aristas, la historia, y cualquier expresión cultural, dejan de ser problemáticas y se convierten en algo intercambiable. El mercado asume sin dificultad la diferencia y llega a difundir mensajes incluso subversivos sin que se vea alterado su funcionamiento. Así las cosas, poco a poco, lo literario va tomando posiciones en el discurso publicitario, nuevo lugar donde puede desplegar, ahora sí, su verdadera acción transformadora, aventajando a unas novelas que nos hacen soñar cada vez menos, cada vez peor.
La actual era de la imagen es la de los ojos curiosos y hambrientos. No nos conformamos con el turismo emocional de unas pocas páginas y unos cuantos personajes; ahora necesitamos ver la carne, necesitamos ver el hueso. Es posible que, en voz baja, también deseemos algo parecido a un espíritu protector, como necesitaban los Navajo para protegerse de nuestra cultura; y mientras tanto, aceptamos el capítulo de una serie televisiva antes de acostarnos, ese fármaco debajo de la lengua que nos ayuda a empezar el sueño.
Ahora bien, la literatura no odia a la televisión, a sus plataformas, porque le estén quitando lectores; envidia su habilidad para mostrar lo simultáneo, la serialidad y acumulación de hechos en que consiste hoy la realidad; esa caída libre en la que imágenes y cuerpos extenuados tras jornadas laborales mal pagadas conviven con miedo a tocarse en unas ciudades difíciles de transitar. No es de extrañar que nos refugiemos en un espacio sin datación ni autoría como el de las redes, esa promesa que encarna el presente continuo virtual: cualquiera podrá tener el tiempo al alcance de su bolsillo. Porque lo único inagotable es el tiempo y es la mercancía. En la Red y fuera de ella, la lógica que gobierna exige que no haya otra cosa que consumo. Incluso la mera respuesta a cualquier pregunta formulada toma la forma de un objeto que debe estar siempre disponible, tener siempre stock. Sabemos comprar, vender, reproducir, pero lo verdaderamente difícil es comprender las condiciones históricas en las cuales los objetos y las obras son creadas; lo ausente hoy es su sentido.
Quizás el mundo esté siempre preparándose para volver a ser nombrado. Gilles Deleuze lo recordaba, en un texto de juventud[1], al llamar la atención sobre el hecho de que los pueblos pronto dejan de comprender y de saber soñar sus mitos, siendo ese el momento en el que da comienzo la literatura. Que hoy la literatura sea capaz de sustraerse a la lógica del mercado es algo que solo podrán demostrar las obras a través de su técnica literaria.
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[1] Causas y razones de las islas desiertas, en La isla desierta y otros textos. Textos y entrevistas (1953-1974), Pre-textos, Valencia, Trad. de José Luis Pardo, 2005