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Memoria histórica
El llanto niño del anciano Juan Ochoa en la Carretera de la Muerte
El pasado 10 de abril, en Radio Andalucía Información, el programa La Memoria entrevistó a la alcaldesa de París, Anne Hidalgo. Aparte de lamentar la actitud de la derecha española con relación a la Memoria Histórica, Hidalgo recordó a su padre y abuelo, perseguidos por la dictadura franquista y víctimas de uno de los episodios más violentos de la Guerra de España, popularmente conocido por La Desbandá. Las declaraciones de la alcaldesa me llevaron a rastrear en la documentación gráfica de aquellos hechos y a encontrarme con un singular ser humano, cuyo testimonio es uno de los más estremecedores de los que tengo conocimiento.
Recomiendo tomar asiento y ver el documental en el que aparece la imagen de Juan Ochoa -al término del film- haciendo sonar la húmeda voz de su memoria. Después de haber revisado mucha documentación gráfica relativa a la Memoria Histórica durante muchos años, no he visto a nadie con la retentiva emocional tan dolida por la pena, setenta años después de ocurridos los hechos, según podemos comprobar en Málaga, 1937. La carretera de la muerte, incluido en la serie de Alfonso Domingo La memoria recobrada, cuando programas de esta entidad y calado histórico eran posibles en RTVE (2006). ¿No volverán a ser posibles?
Con guión y dirección del escritor Juan Madrid, hijo de uno de los integrantes de aquella penosa marcha por la vieja carretera costera que comunicaba las ciudades de Málaga y Almería, aquel episodio al que se le conoce por el nombre de La desbandá tuvo lugar los días 7 y 8 de febrero de 1937, tras la entrada en Málaga de las tropas sublevadas en julio de 1936. Una marea humana cifrada en 100.000 personas -puede que más- abandonó la capital andaluza, adonde muchas familias habían acudido además como refugiadas desde otras provincias de la región, y fue ametrallada desde el aire y cañoneada desde el mar por los aviones y buques de guerra facciosos.
Puede que esta fuera la primera versión documental del que pasaría a la historia como uno de los episodios más trágicos de la Guerra de España, por la matanza indiscriminada que se perpetró contra tantísimos refugiados civiles que huían de la represión franquista con sus pocos enseres y a los que puso calificativo preciso el doctor Norman Bethune (1890-1939) con estas pocas y explícitas palabras: doscientos kilómetros de miseria. Es de resaltar el papel jugado por este médico canadiense, que además de documentar aquella masacre, transportó hasta Almería a muchas de las personas que resultaron heridas, principalmente mujeres y niños, y por cuya acción humanitaria se le recuerda en el llamado Paseo de los Canadienses.
En esta valiosa película de poco menos de una hora de duración podrán ver y escuchar los que la revisen el llanto y las palabras de un anciano de muy modesta condición que llora a sus dos hermanos fusilados y a su madre y hermana vejadas y encarcelada la primera (once años). Se trata de un muy emotivo testimonio, transcurridas siete décadas desde que fueron cometidos los asesinatos y la burla y mofa de su madre y hermana. Las cámaras nos muestran que nada ha podido el paso del tiempo contra el sentimiento de unas lágrimas y el temblor de una voz que rebrotan con todo el abatimiento, la pena y la rabia que esas atrocidades provocaron en un niño de pocos años.
Juan Ochoa se llama, en efecto, el protagonista de esas secuencias, de las más impactantes que hayamos podido ver entre las muchas imágenes de similar carácter que ha venido promoviendo el rescate y reparación de la memoria de los vencidos. Todo el dolor callado y amordazado de las víctimas de la dictadura durante tantos años se derrama en el llanto y las palabras de ese hombre, como prueba fehaciente y perdurable de la hondura que ha tenido la herida de la represión en la historia de este país y lo poco que se ha hecho por restañarla en las personas de los miles de descendientes de quienes fueron asesinados por los vencedores de la guerra, pretendiendo enterrar en el olvido y la impunidad sus crímenes, algo que a lo que se resistió el corazón y la memoria de Juan Ochoa.
Decía nuestro admirado Antonio Machado, fallecido al final de aquella guerra de exterminio en el exilio de Collioure, que la calidad moral de los hombres puede medirse, con relación a su edad, por la mayor o menos cantidad de años que se quitan de encima cuando sonríen. Me atrevería a incluir también el llanto en ese cómputo sobre la calidad moral, en cuyo caso la de Juan Ochoa es digna de admiración porque el suyo es un hondo y vivo llanto de niño con una pena muy vieja, como si su dolor fuera el del primer día que sintió la vejación y muerte de los suyos.
Añado a la cita del gran poeta andaluz el no menos lúcido pensamiento del poeta leonés Juan Carlos Mestre al referirse a quienes se propusieron extirpar la memoria individual y colectiva de los procesos sociales, tal como ha ocurrido en este país durante tanto tiempo como para pretender secar el llanto de Juan Ochoa y de tantos y tantos ancianos hijos o hermanos de los vencidos. “La memoria no es una elección -sostiene Mestre-, sino un imperativo categórico, una facultad de naturaleza inherente a la condición humana, y su amputación como ejercicio primordial de la conciencia constituye la consumación inicial del discurso autoritario: la negación de la identidad del que difiere, el asesinato de la conciencia de individuo, el delito criminal y abominable de suprimir el recuerdo biológico, la recordación emocional y la remembranza de cuanto nos constituye sinápticamente como sujetos de memoria”.
Entiende el autor berciano, muy sensibilizado con quienes fueron pasto del olvido en la intemperie de las múltiples fosas y cunetas, que privarnos de la memoria “constituye una perversidad dialéctica comparable al exterminio de la conciencia y la aniquilación moral de la persona, la pérdida definitiva de todo respeto por la condición humana, la agonía de los seres privados de memoria, de los pueblos desposeídos de su pasado, del duelo negado a los dolientes y de la privación última de su ya única existencia en el recuerdo de los muertos”.
A Juan Ochoa y a tantos otros no han podido negarle el duelo ni cuarenta años de dictadura, ni otros muchos de indiferencia u olvido ante su dolor silente. Su llanto, empañado en el recuerdo de la barbarie, proclama la victoria del ser humano como sujeto de memoria frente a quienes pretendieron o pretendan negar esa identidad y la aniquilación con ello de la conciencia moral de la persona.
Juan Madrid pone fin al documental, dedicado a la memoria de su padre, con una palabras en referencia a la doble herida que soportaron y soportan quienes sufrieron esas penalidades: las propias de aquella masacre y las de guardar silencio tantos años. Por esta segunda herida también corren sobre sus viejas mejillas las lágrimas que Juan Ochoa trata de ocultar con su brazo, como cuando le mataron a los suyos.