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La Colmena
Mientras ellas se amotinan, ellos hacen la revolución
La historia, ya es sabido y constatado, no trata por igual a hombres y a mujeres. Incluso hoy, todavía y a veces gracias a las políticas de igualdad, hay unos que son MÁS iguales que otras. El relato de la historia no solo las oculta, sino que cuando las nombra las califica en un segundo orden. No importa el hecho ni la clase ni el momento.
El primero de mayo de 1898 se celebró en el Centro Obrero de Badajoz un mitin. No habló ninguna mujer, pero apenas unos días después, el sábado 7, cientos de mujeres de la parte más pobre de la ciudad acudieron al Gobernador Civil a solicitarle que rebajase el precio del pan, el único alimento de sus familias, gravado con la carestía de los “consumos”, unos impuestos que aumentaban el precio.
Anarquismo
El Badajoz anarquista de 1900 (I): La Unión Femenina
La historiografía del movimiento obrero, hecha (y prestigiada) en su mayoría por hombres, ha ocultado o no ha prestado la suficiente atención al papel de la mujer en los avatares y desarrollo de la cuestión social, remitiéndola a un segundo plano en lo referente a las luchas y revoluciones acaecidas. Primera entrega de la serie del autor montijano sobre el anarquismo pacense de principios del siglo XX.
Como el Gobernador les diera largas, fueron a las oficinas de administración de consumos, cuyas puertas, al encontrarlas cerradas, apedrearon.
En el recorrido se sumaron más mujeres. Una manifestación feminista recorrió las calles de Badajoz gritando “¡Abajo los consumos!”, “¡El pan a real!”, hasta llegar al fielato de la puerta de Palmas. Los fielatos eran las oficinas donde se pagaban los consumos por las mercancías a la entrada de las ciudades.
Un encargado, celoso de su administración, las recibió con disparos de carabina, pero las mujeres no se arredraron y, tras desarmarlo, asaltaron el fielato, destruyendo la documentación que en él se custodiaba. También tiraron al cercano río Guadiana una de las básculas pequeñas, y dado que la mayor era difícil de mover, la quemaron. Por último, destruyeron las damajuanas que contenían aguardiente y vino, el vicio que acababa con los hombres a las puertas de las tabernas, donde gastaban el escaso jornal que ganaban.
Organizadas, con un propósito claro, fueron después en manifestación a los fielatos de las puertas de Pilar y Trinidad. Allí actuaron del mismo modo. A la voz de que acudía la Guardia Civil, defensora de los privilegios de políticos y la rica burguesía, salieron de naja.
La cosa no acabó ahí. Por la tarde las mujeres de Badajoz se reorganizaron. Ahora llevaban con ellas a su chiquillería. No eran cientos, sino “cientas”. Acudieron a los edificios donde se realizaba la Suscripción Nacional, la campaña de donaciones puesta en marcha por el Gobierno para sufragar la Guerra de Cuba, cuyo gasto era también cómplice en la subida del precio de los alimentos. Pan, patatas y bacalao seco era el sustento diario de las familias pobres.
Las mujeres [...] se apoderaron de las banderas que señalaban en las fachadas los edificios donde se recogía la Suscripción Nacional. Con ellas recorrieron de nuevo las calles de Badajoz, dando voces con la consigna de pan a real y abolición de los consumos
Las mujeres, junto a sus hijos e hijas, se apoderaron de las banderas que señalaban en las fachadas los edificios donde se recogía la Suscripción Nacional. Con ellas recorrieron de nuevo las calles de Badajoz, dando voces con la consigna de pan a real y abolición de los consumos. Recriminaban a los hombres que encontraban por el camino su cobardía y pusilánime fuerza de voluntad.
Dos grupos de mujeres se separaron entonces. Uno se dirigió al molino de Fuente Nueva, que había sido primero de los Lagarza y luego sería de los Ayala, con intención de asaltarlo y hacerse con las harinas; el otro se dirigió a la estación de ferrocarril, con el fin de impedir que salieran los vagones cargados de trigo.
Ambas acciones fueron imposibles. Un chivatazo dio el aviso y la caballería militar ocupó los lugares. Las mujeres, conscientes de la desigualdad de fuerzas, desistieron de su afán.
En lo que parece una acción coordinada, a pesar de lo que digan ciertos historiadores, ese mismo día y el anterior las mujeres de Mérida también se habían echado a la calle.
A las diez de la mañana del viernes 6 de mayo un grupo reducido de mujeres se agrupó en la calle Calvario. En poco tiempo consiguieron con sus voces que se arrimaran algunas más, aumentando hasta convertirse en una multitud feminista. Cuando se vieron suficientes, se dirigieron a la estación de tren, donde impidieron la salida de tres vagones de trigo, tirando al suelo los sacos. Protestaban así contra la especulación que los acaparadores, con ayuda de las autoridades, hacían del único alimento de sus días.
Mientras unas custodiaban los vagones, otras recorrieron las calles bajo el grito de “¡Abajo los consumos!”, hasta llegar al puente sobre el río Albarregas. Allí detuvieron siete carros cargados de trigo. Tras quemar las casetas de resguardo, donde se custodiaba documentación, expropiaron las carretas de trigo, junto a otras que encontraron por el camino, y las condujeron hasta el Ayuntamiento.
Obligaron a la corporación municipal y a los acaparadores a reunirse, quienes prometieron vender las mercancías a un precio justo, así como repartirlas equitativamente entre las familias de la localidad. El alcalde lo anunció y las mujeres, confiadas de su éxito, aplaudieron entre abrazos de sororidad y esperanza.
Sin embargo, a la mañana siguiente, sabían que los acuerdos no se llevarían a cabo. Sintiéndose traicionadas se agruparon de nuevo en la plaza de la Constitución, frente al ayuntamiento, con intención de repetir la acción del día anterior. Lejos de encontrar la comprensión de munícipes y burguesía, les esperaba un destacamento de la Guardia Civil a caballo, que disolvió la manifestación de mujeres a la bayoneta calada y sable en mano.
Tras lo ocurrido, la misma noche del sábado 7 de mayo, el Gobernador Civil de Badajoz decretó el estado de guerra en toda la provincia
Mérida y Badajoz no fueron los únicos lugares donde se dieron sucesos protagonizados por mujeres. También se echaron a la calle en otros lugares. Tras lo ocurrido, la misma noche del sábado 7 de mayo, el Gobernador Civil de Badajoz decretó el estado de guerra en toda la provincia. El pasquín, fijado en las esquinas de pueblos y ciudades a redoble de tambor, delegaba el mando y actuación en el General Gobernador Militar, prohibiéndose cualquier tipo de reunión o manifestación en la vía pública, so pena de disolverla por la fuerza.
Su protesta, no obstante, no fue en vano. El lunes siguiente, 9 de mayo, la corporación municipal del Ayuntamiento de Badajoz adoptó el acuerdo para que “diariamente se expidan al público en la plaza del mercado y proporcionalmente por todos los fabricantes de la capital, dos mil panes, en que se calcula el consumo de la clase proletaria, al precio de treinta céntimos de pesetas cada uno”.
El pan se vendería a cinco céntimos menos de lo que costaba, abonando la diferencia el Ayuntamiento a los fabricantes. Se les obligaba, además, a realizar panes de 800 gramos como mínimo, bien cocidos, y a poner cada tahona un sello propio al pan, con el fin de que se pudiera saber quién sisaba en la cantidad. La venta solo se podía hacer a las familias obreras pobres, lo que no impidió que muchos burgueses se acercaran también al mercado a comprar un pan que no les correspondía.
La historia, como dijimos, llamó a estas acciones los motines del hambre o los motines del pan, porque eran protagonizados por mujeres y se entiende que lo suyo, por cuestión de género, era la turbamulta, la horda desorganizada y anónima, que no merecía identificar ni el nombre de las protagonistas en la prensa del momento. Cuando los protagonistas eran ellos, los hombres, la historia no habla de motín, sino de revolución.
La igualdad sigue siendo una historia de desigualdades.
Amech Zeravla.