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Insólita Península
Tiempo y tragedia en Granada
Nadie tiene dudas de que el cadáver de Federico García Lorca se encuentra en una zona abarrancada entre las localidades de Alfacar y Víznar, a pocos kilómetros al norte de la capital granadina. Allí fue asesinado.
La muerte de Federico García Lorca, asesinado en las inmediaciones de Granada al comienzo de la guerra civil, es la tragedia siempre evocada, la del cuerpo ausente. Los intentos de hallar su cadáver han resultado infructuosos hasta la fecha. Los debates sobre la conveniencia de buscar o no su cadáver permanecen en el tiempo, no se apagan. De lo que casi nadie tiene dudas es de que el cadáver de Federico García Lorca se encuentra en una zona abarrancada entre las localidades de Alfacar y Víznar, a pocos kilómetros al norte de la capital granadina. Allí fue asesinado, allí permanece su recuerdo como símbolo de las víctimas de la guerra civil y el franquismo, y allí reposan sus restos en algún lugar indeterminado.
El lugar donde mataron a Federico García Lorca no se oculta hoy en un pliegue recóndito del monte ni es un templo de silencio. Si alguien imagina un espacio apartado y poco frecuentado, le sorprenderá encontrarse ante un parque bien delimitado, con una plaza empedrada a modo de monumento, caminos cuidados y un monolito con la siguiente leyenda: “A la memoria de Federico García Lorca y de todas las víctimas de la guerra civil, 1936-1939”. El parque dedicado al poeta se alza junto a la carretera que une las localidades de Alfacar y Víznar, y sobrevive rodeado de casas de construcción reciente. El lugar que hoy vemos no debe de parecerse en nada al que vio morir a Lorca en agosto de 1936. Entonces sí debió de ser un terreno lejano, de silencio y noches secas.
10 de agosto de 2019. Paseo por ese espacio de muerte. El Lorca que evoco está dibujado con los libros de poetas para niños de los años 80, los colores saturados de la serie Lorca, muerte de un poeta, los olores de una visita a la Huerta de San Vicente, la luz limpia de la Residencia de Estudiantes con sus exposiciones de dibujos putrefactos, los versos de “arroyo claro, fuente serena”, las líneas aprendidas de memoria de Poeta en Nueva York, los artículos de Ian Gibson, el huracán de negras palomas que chapotean las aguas podridas, la fotografía de Lorca y Buñuel en un avión de feria, los yunques ahumados y las canciones redondas. Tengo en mente, de forma inevitable, el cabello húmedo del poeta, su frente amplia y los ojos inmensos abiertos a una noche de altura y estrellas.
El monolito está coronado por un jarrón roto de cristal con unas flores dignas y muy secas. Junto al monumento de piedra, se yergue un olivo de paz. Alrededor, acompañan la escena pinos y cipreses.
Cada pisada en este espacio suena a hojas que se quiebran y a pequeñas piedras y piñas que crujen suaves cargadas de polvo. Tiemblan las piernas de cualquier caminante y entonces solo cabe acercarse a los otros visitantes para compartir un poco la soledad del momento. Coincido con un lugareño que está mostrando el parque a unos familiares. Recuerda en voz alta que antes no había nada construido por los alrededores y esboza una conjetura sobre el posible lugar donde yace el poeta. Todavía no han excavado en el punto que él señala. Le agradezco el tiempo que me dedica y se despide diciéndome “que vaya bien el artículo”.
Para terminar la visita me detengo en la plaza empedrada. Una fuente lamida por el agua vertebra este rincón. Azulejos a modo de cuadros recogen textos del poeta. Los últimos versos de uno de ellos dicen así: “¡Corazones de los niños! / ¡Almas rudas de las piedras! / Hoy siento en el corazón / un vago temblor de estrellas / y todas las rosas son / tan blancas como mi pena” (Canción otoñal, 1918).
Han pasado más de cien años desde que Lorca compuso los versos de Canción otoñal. Han transcurrido 83 años desde que fue asesinado. La sombra del escritor crece cada día y estremece caminar por el lugar en que el yacen sus restos. Tragedia y tiempo.
Suenan de fondo las chicharras. Asoman charlas de ciclistas que avanzan lentos sobre sus bicicletas junto al parque García Lorca. En el horizonte, se intuye una visión espectral de Granada, abrasada por un sol de verano que borra los contornos.
No dejo de pensar en lo lejos que queda este lugar del que había imaginado. Y no dejo de extrañarme al constatar cómo emerge el rostro de este extraño país al pisar un barranco agreste convertido en un parque, una ladera donde habitan la calima y la dureza. Como el Collioure de Machado o el Montauban de Azaña, el barranco granadino de Lorca es un libro de historia que merece la pena leer caminando con lentitud.