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En el último momento, durante su agonía, Francisco Granado Gata pensó en su pueblo, Valencia del Ventoso, entre los ríos Bodión y Ardila, al sur de Zafra.
No vio el cortejo de muerte frente a él, la gusanera franquista que le condenaba junto a Joaquín Delgado por un delito que jamás cometió. Vio las bujardas de su niñez, refugios de pastores y cabreros, El Palomar, el camino de las Mayas, el arroyo de las Calles, que lleva desde el pueblo al Ardila, río de fronteras, que se adentra hacia el oeste bajo en Portugal, tierra hermana.
Su pueblo anduvo sordo tras su muerte, tras su asesinato. Fue necesario que su primo, Tomás Granado, dos años mayor, nacido en el mismo pueblo, regresara también desde el exilio para nombrar a Francisco como lo que fue, un combatiente antifranquista, agarrotado en la prisión de Carabanchel el 17 de agosto de 1963, poco antes de que su compañero, Joaquín Delgado, corriera igual suerte y en el mismo lugar. Los tres -Joaquín, Francisco, Tomás- militaban en las Juventudes Libertarias. Las del exilio francés.
La vesania criminal quiso que quien ajustara el corbatín de acero y apretara la tuerca fuera un verdugo de Badajoz, asesino profesional en la nómina del Estado. Posiblemente, Francisco y él se reconocieron en aquella madrugada de Carabanchel como paisanos extremeños. Posiblemente, el verdugo, borracho habitual, bromeó con su víctima antes de hacer su trabajo.
La muerte, cuando es industrial y corre a cargo del Gobierno, no sabe de parentescos. Ni de vecindades.
Amech Zeravla.