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Historia
De México a Moscú pasando por Madrid: Mijaíl Borodin y el partido de los cien niños
En diciembre de 1919, partieron desde México con destino España dos agentes bolcheviques llamados a jugar un papel decisivo (aunque bastante desafortunado) en el nacimiento del Partido Comunista Español, del que este mes de abril se cumplen cien años: Mijaíl Borodin y Charles Francis Phillips.
El 1 de diciembre de 1919 el crucero Venezuela partió del puerto mexicano de Veracruz rumbo a La Coruña, adonde llegó dos semanas más tarde. A bordo, iban dos llamativos personajes: el judío bielorruso Mijaíl Markovich Gruzenberg (más conocido como Borodin) y el joven estadounidense Charles Francis Phillips (alias Shipman, Seaman y Jesús Ramírez). Unas semanas más tarde se les unieron en Madrid dos peculiares colaboradores más: el indio Manabendra Nath Bhattacharya (alias Roy) y la estadounidense Evelyn Trent, también llegados de México. Esta extraña compañía no solo destacaba por su exotismo. Eran agentes bolcheviques llamados a jugar un papel decisivo (aunque bastante desafortunado) en el nacimiento del Partido Comunista Español, del que este mes de abril se cumplen cien años.
Todos ellos se habían conocido unos meses atrás en Ciudad de México, a la sazón uno de los principales focos de agitación y de radicalismo del hemisferio occidental. Allí se congregaban rebeldes de muy diversa procedencia, atraídos por los últimos fogonazos de la Revolución mexicana y por la hospitalidad hacia los exiliados que mostraba el gobierno nacionalista de Venustiano Carranza, enfrentado con Washington y deseoso de acentuar su talante progresista para acallar las críticas del ala izquierda de la revolución. Los ademanes antiimperialistas de Carranza captaron la atención de la Rusia soviética, enzarzada en una salvaje guerra civil y totalmente arrinconada en el plano internacional. Anhelando romper el cerco, Lenin envió a Borodin a México a comienzos de 1919 para sondear una posible colaboración con las autoridades del país.
Tras su regreso a Rusia a mediados de 1918, Borodin se postuló como un activo para los comunistas en sus esfuerzos de extender la revolución más allá de las fronteras rusas
Borodin era un viejo bolchevique curtido en la revolución de 1905. Dominando perfectamente el inglés tras años de exilio en Chicago, y conocedor del movimiento obrero norteamericano, tras su regreso a Rusia a mediados de 1918 se postuló como un activo para los comunistas en sus esfuerzos de extender la revolución más allá de las fronteras rusas. Como explica la historiadora Lisa Kirschenbaum, estaba tratando de barrer bajo la alfombra su incómoda desviación reformista del año anterior, cuando desde el exilio se pronunció a favor del gobierno provisional de Kerensky. Aun así, Lenin depositó su confianza en él. Borodin llegaría a alcanzar fama internacional como mano derecha de Stalin en la Revolución china de 1925-1927. Pero cuando zarpó para México era todavía un agente anónimo y un tanto desubicado. A Borodin, que desconocía el castellano, México le pareció “tan remoto como si de otro planeta se tratara”.
Afortunadamente, Borodin pudo acoplarse a los bulliciosos círculos de exiliados extranjeros residentes en la capital mexicana, que a su vez tenían relación con la izquierda autóctona y con el gobierno. Algunos de estos exiliados llegados a México, como Phillips, eran gringos pacifistas contrarios a la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Otros, como el indio Roy y su compañera Trent, buscaban el apoyo de Carranza para sus proyectos anticolonialistas.
Con el apoyo de Phillips, Roy y otros izquierdistas extranjeros, Borodin estableció un canal de comunicación con el gobierno mexicano, aunque fracasó en su propósito de que Carranza reconociera a la República soviética. Paralelamente, Borodin impulsó la precipitada formación del Partido Comunista Mexicano en noviembre de 1919. Despachada su labor en México, recibió la orden de partir para España, donde debía fomentar el desarrollo de la Internacional Comunista. Phillips, Roy y Trent le acompañarían, propulsados de manera un tanto fortuita al estado mayor de la revolución mundial.
El momento escogido por Borodin para viajar a España no podría haber sido más propicio. El país atravesaba una fase de gran efervescencia. La revolución rusa se convirtió en un poderoso acicate para el movimiento obrero español; no por casualidad los años 1917-1920 vinieron a recordarse como el trienio bolchevique. La admiración por el hecho soviético contagió a las dos grandes organizaciones obreras españolas, el PSOE y la CNT. Sin embargo, Borodin y sus acólitos sabían bien poco sobre política española. Phillips se dirigió al Ateneo de Madrid en búsqueda de potenciales comunistas. Allí, casualmente, se topó con el escritor estadounidense John dos Passos, que se encontraba viajando por España. A través de Dos Passos conoció a García Cortés, uno de los caudillos del ala radical del PSOE.
La Revolución rusa sacudió a la socialdemocracia europea, exacerbando las fisuras abiertas por la Primera Guerra Mundial. La Internacional Comunista aceleró la escisión de las corrientes socialdemócratas contrarias a la guerra, que se transformarían en partidos comunistas. Los dirigentes del PSOE y la UGT, hombres como Pablo Iglesias, Julián Besteiro o Largo Caballero, sentían pocas simpatías hacia el bolchevismo. Si, por un lado, las convulsiones que atravesaban España y Europa enardecían el espíritu revolucionario del socialismo, la crisis de la Restauración y el resquebrajamiento del caciquismo abrían oportunidades para la estrategia parlamentaria y gradualista del PSOE. Los prohombres del partido hacían concesiones verbales a la Revolución rusa y apelaban a la unidad de los socialistas en su intento de capear el temporal. El ala izquierda del PSOE se mostraba cada vez más impaciente ante las evasivas de sus dirigentes. La influencia de los llamados terceristas, los partidarios de la Tercera Internacional en el PSOE, no dejaba de crecer.
A través de García Cortés, y con la ayuda inestimable de Phillips, Borodin pudo aglutinar a los terceristas madrileños en enero de 1920 para preparar una ofensiva contra el sector reformista del partido. Sin embargo, este bloque izquierdista era heterogéneo. La principal corriente tercerista rechazaba la escisión, aspirando a disputar la dirección del partido. Al mismo tiempo, un sector minoritario, mucho más radicalizado, y presente sobre todo en las Juventudes Socialistas, propugnaba una lucha sin cuartel con los reformistas.
Durante unas semanas, Borodin pudo conciliar a ambas fracciones y organizar una campaña por el ingreso del PSOE en la Internacional Comunista. En enero y febrero de 1920, la cúpula del PSOE se vio cada vez más acorralada por el empuje coordinado del ala izquierda. Sin embargo, Borodin se empezó a impacientar. Era imperativo que los socialistas españoles enviaran una representación a Moscú ese mismo verano para el congreso de la Internacional. Esta preocupación quizá estuviera motivada por su deseo de impresionar a los dirigentes soviéticos exhibiendo en Moscú sus creaciones, los partidos comunistas mexicano y español, independientemente de su fuerza real. Así, Borodin restauraría su autoridad tras su desafortunado coqueteo con el menchevismo en 1917. Deseoso de abandonar España, encargó a Phillips la creación del partido comunista y partió rumbo a Ámsterdam a mediados de febrero. Roy y Trent, que solo participaron en un par de reuniones en Madrid, le seguirían poco después.
La falta de tiempo para familiarizarse con la realidad española también explica el desinterés de Borodin y sus secuaces por la CNT
La falta de tiempo para familiarizarse con la realidad española también explica el desinterés de Borodin y sus secuaces por la CNT, donde las simpatías hacia el bolchevismo eran en este momento incluso más fuertes que en el PSOE. Asumiendo que nada podría lograrse en medios anarcosindicalistas, decidieron ignorar a esta poderosa organización de masas. Tuvo que ser la propia CNT, ansiosa de entablar relaciones con la Internacional Comunista, quien se acercó a Phillips, que decidió ignorarla, pues “no creo que podamos conseguir nada con los sindicalistas […] sus bases ya se incorporarán gradualmente al Partido Comunista”. Centraría todos sus esfuerzos en escindir el PSOE.
El joven e inexperto Phillips se lanzó así a una escisión apresurada, apoyándose en los sectores más extremistas de las Juventudes Socialistas. Tomando el control de estas a través de lo que él definió como un “golpe de Estado” interno, el 15 de abril la ejecutiva de las Juventudes se rebautizó como Partido Comunista Español.
Esta maniobra indignó a muchos jóvenes socialistas, con el resultado que de sus 7.000 afiliados sólo unos 2.000 se integraron al PCE. Hostil hacia el PSOE y hacia la CNT, esta formación pequeña y arrogante, motejada por sus adversarios como el partido de los cien niños, estaba casi totalmente aislada del movimiento obrero. Haciendo alarde de un comunismo sectario y violento, los jóvenes comunistas se dedicaban a asaltar reuniones del PSOE y a propinar palizas a “la gentuza socialista”.
Este extremismo no era inusual en la primera etapa del movimiento comunista. Numerosas organizaciones y corrientes, soliviantadas por la Revolución rusa, exhibían un dogmatismo exacerbado. El propio PCE primerizo estaba bajo la influencia del buró comunista de Ámsterdam, dominado por izquierdistas holandeses que, sin apenas contacto con Moscú, pudieron escorar el comunismo en Europa Occidental y las Américas hacia el radicalismo antiparlamentario. Estas corrientes extremistas, incluyendo el joven PCE, recibirían un duro correctivo en el segundo congreso de la Internacional Comunista en julio de 1920, donde Lenin recalcó la importancia de ganarse a la mayoría de la clase trabajadora utilizando todas las plataformas posibles, incluyendo los parlamentos y las organizaciones reformistas de masas.
Los estremecimientos que produjo la Revolución rusa en el movimiento obrero español acabaron pariendo un mero ratoncito. El Partido Comunista Español vagaría por el desierto hasta bien entrados los años 30
Sin embargo, los desmanes sectarios del PCE en la primavera de 1920 acarrearon perjuicios irreparables. Por un lado, su escisión ayudó a los dirigentes del PSOE a recuperar la iniciativa en su lucha con los terceristas. Estos quedaron reducidos a una minoría, y un año más tarde acabarían formando el Partido Comunista Obrero Español, de cariz más moderado que el primer PCE. Los dos grupos comunistas solo se reconciliarían bajo la presión de Moscú, fundiéndose en noviembre de 1921 en el Partido Comunista de España. Sin embargo, las suspicacias entre las dos hornadas de comunistas españoles emponzoñarían el ambiente en el partido durante años. Por otro lado, la agresividad de los jóvenes comunistas hacia la CNT contribuyó a enfriar la simpatía anarquista por el bolchevismo. Así las cosas, como en la fábula de Esopo, los estremecimientos que produjo la Revolución rusa en el movimiento obrero español acabaron pariendo un mero ratoncito. El PCE vagaría por el desierto hasta bien entrados los años 30.
Ahora bien, no podemos ser demasiado duros con estos pioneros del comunismo en España. Su fanatismo se debe ubicar en el emocionante contexto que sigue a la Revolución rusa, de fuerte optimismo revolucionario y en el que todo parece posible con un poco de voluntad y energía, y donde la Internacional Comunista toma forma de manera convulsa, a través del mestizaje de movimientos radicales muy diferentes y de la mano de una hueste de variopintos internacionalistas, pletóricos de entusiasmo pero políticamente desnortados.
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Sinceramente, para tener que leer bazofia anticomunista de este nivel, con una terminología que suscribiría un nazi (secuaces...) no sostengo este medio que se ofrece como plural y abierto a todas las tendencias progresistas y de izquierdas.
Y no es la primera vez.