Hemeroteca Diagonal
El fiasco naranja

La reciente disolución del parlamento de Ucrania, en manos de la oposición prorrusa, es otra muestra más del fracaso de las llamadas ‘revoluciones de colores’. Más allá de los mitos, Carlos Taibo desgrana la complejidad de la situación política en estos países del Este de Europa, situados entre los intereses estratégicos de Rusia, EE UU y la UE.
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26 abr 2007 13:42

La polémica decisión del presidente ucraniano, Yúshenko, en el sentido de disolver un parlamento en el que las fuerzas afines cada vez están menos presentes ha vuelto a poner sobre la mesa el fracaso de la que pasa por ser la revolución naranja por antonomasia. No sólo eso: ha revelado una vez más que los impulsos autoritarios no faltan en dirigentes idolatrados desde Occidente por su presunto compromiso con la causa de la democracia.

Urge huir de los dos cuentos de hadas que han pretendido retratar lo ocurrido en esos tres países. El primero de ellos apunta que en éstos se revelaron durante años señales alarmantes de crisis económica, corrupción y espasmos autoritarios, lo que habría generado las condiciones para una revuelta espontánea que habría aupado al poder a dirigentes dispuestos a promover cambios saludablemente radicales. Tal descripción olvida los interesados pasos asumidos por potencias externas —en particular EE UU y la UE—, al tiempo que otorga a los nuevos gobernantes capacidades y voluntades difíciles de creer, tanto más cuanto que todos ellos procedían de las viejas estructuras de poder. El segundo de los cuentos no es menos manipulador: atribuye todo el protagonismo de lo ocurrido a la insania de la política norteamericana, orientada a disputar a Rusia su zona de influencia y empecinada en desequilibrar regímenes allí donde, antes, no habría problemas mayores. Si, por un lado, este cuento prefiere ignorar la condición de fondo de las viejas nomenclaturas reconvertidas encabezadas por los Shevardnadze, los Kuchma y los Akáyev, por el otro estima, caricaturizando la realidad, que las revueltas populares fueron, sin más, artificiales movimientos urdidos desde el exterior.

Lo que se impone —parece— es cuestionar por igual dos lógicas imperiales, la estadounidense y la rusa, que operan sobre el terreno y recoger los elementos creíbles que los dos cuentos de hadas incorporan, desprendiéndonos, en paralelo, de las interesadas distorsiones que acarrean. Semejante tarea es tanto más relevante cuanto que en la trastienda lo que despunta es un escenario marcado por el relieve estratégico de los países afectados.

Aunque la discusión sobre las revoluciones naranja ha ido perdiendo enteros al tiempo que se reducía el interés por los procesos en cuestión, entre nosotros se ha instalado una percepción que idealiza visiblemente esos procesos y prefiere ignorar que sobran los motivos para concluir que constituyen un dramático fracaso. Y es que en la Georgia de Saakachvili los problemas económicos han ido a más, la oposición se ha nutrido de antiguos colaboradores del presidente que no dudan en expresar su descontento y ningún progreso visible se ha realizado en materia de restauración de la maltrecha unidad territorial.

En la Ucrania de Yúshenko el deterioro económico está también a la orden del día, la corrupción campa por sus respetos, la confrontación dentro de la elite naranja lo impregna casi todo y, en suma, el país se halla inmerso en agudas divisiones.

Tampoco soplan buenos vientos en el Kirguizistán de Bakíev, donde unos clanes han sustituido a otros, las mafias parecen en ascenso, las desigualdades no han dejado de acrecentarse y la república se halla al borde de la partición. Más allá de lo anterior, el entusiasmo que suscitaron las revoluciones naranja ha desaparecido, anegado en un magma de corrupción, capitalismo mafioso, fracasos económicos, espasmos autoritarios y divergencias dentro de las elites dirigentes.

A todo ello se ha sumado el deterioro de las relaciones con Rusia, que ha tenido consecuencias económicas palpables y ha acelerado acaso los ejercicios de desestabilización asumidos por Moscú.

Elemento principal de cuantos explican el derrotero de las revoluciones naranja es la condición, escasamente rupturista, de las elites que las protagonizan. No hay mejor retrato de las secuelas de esa condición que la disputa ucraniana de los últimos tiempos. Qué curioso ha resultado durante unos meses que el partido del presidente Yúshenko, lejos de buscar el acercamiento a la fuerza liderada por la también anaranjada Timoshenko, coquetease con la perspectiva de forjar pactos con quien, Yanukóvich, a finales de 2004 se había visto desplazado por el propio Yúshenko y su aparente revolución. Para explicar semejantes aproximaciones no hay que ir muy lejos: por detrás se aprecia el aliento de los oligarcas, tanto rusos como ucranianos, y, con él, el de la miseria que transporta el mercado en la Europa central y oriental contemporánea.

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