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En un contexto internacional marcado por la guerra en Sudán, los terremotos en Siria y Turquía y el ascenso al poder de los talibanes en Afganistán, la Unión Europea mantiene su lógica de fortificación de fronteras. Las personas desplazadas en busca de seguridad y protección, se encuentran de frente con una Europa de vallas de acero, concertinas, tecnología bélica, devoluciones en caliente y campos cerrados.
Entre las últimas medidas, el gobierno griego acaba de solicitar fondos europeos para extender la valla en la frontera terrestre con Turquía, que ya cuenta con 40 kilómetros de largo y 5 metros de alto, a orillas del río Evros. Grecia también ha aumentado en 50 barcos la flota de la Guardia Costera Helénica, a pesar de que el Oficial de Derechos Fundamentales de Frontex (FDO), Jonas Grimheden, admitiera en documentos internos “abusos por parte de los guardias fronterizos griegos, incluido el hecho de empujar violentamente a los solicitantes de asilo de vuelta a Turquía y separar a los niños inmigrantes de sus padres”.
La Comisión Europea ha financiado con 276 millones de euros la construcción de cinco centros de acceso cerrado en las islas griegas a las que llegan las personas para solicitar asilo
En esta línea agresiva de políticas migratorias, la Comisión Europea ha financiado con 276 millones de euros la construcción de cinco centros de acceso cerrado en las islas griegas a las que llegan las personas para solicitar asilo. En la actualidad, dos campamentos están ya operativos en Leros y Kos, mientras que otros dos están en construcción y serán inaugurados este año en Chios y Lesbos. El quinto, el campo de Samos, lleva más de dos años en funcionamiento y aloja actualmente a más de 900 residentes.
Desde 2015, Grecia se ha convertido en el terreno de ensayo para otros estados de la UE en gestión migratoria y fronteras. El ministro francés del Interior, Gerald Darmanin, definió el campo cerrado de Samos como “el modelo europeo” para la acogida de las personas solicitantes de protección internacional.
Más de dos años entre concertinas y videovigilancia 24 horas
La isla de Samos, a tan solo dos kilómetros de la costa turca, inauguraba en 2021 el primer Centro Cerrado de Acceso Controlado para personas solicitantes de asilo. Un complejo aislado entre montañas, a 8 kilómetros en pendiente de la ciudad más cercana.
En este campo, más parecido a unas instalaciones carcelarias que a un espacio de acogida, residen desde hace más de cinco meses Samah y Hasan.
Samah, de 33 años, huyó de la guerra y el hambre en Gaza, y así recuerda su llegada: “Sabíamos que había un campo, pero no que fuera una prisión. Cuando vi cómo era realmente fue muy impactante: las cámaras, las verjas, el alambre de espino, tanta policía…, pero la primera cosa que me impresionó fue que al llegar ni siquiera nos permitieran hablar”.
Las medidas de vigilancia y control, centradas en la contención y el aislamiento, resultan desproporcionadas para sus habitantes. El perímetro del campo está acotado con una doble valla de grado militar. Para salir o ingresar es necesario atravesar una entrada de puertas metálicas, rayos x y registro biométrico, custodiada por policía y seguridad privada. También hay que estar identificado con una acreditación que se renueva semanalmente: “Cada día registras la huella dactilar al menos cuatro veces, si no lo haces, te llaman por microfonía o te la toman en la habitación para asegurarse de que estás dentro [...] Cuando llegué al campo tardaron 25 días en facilitarme la tarjeta de identificación y no podía salir, es decir, estuve 25 días detenida sin haber cometido ningún delito”.
“Cuando llegué al campo tardaron 25 días en facilitarme la tarjeta de identificación y no podía salir, es decir, estuve 25 días detenida sin haber cometido ningún delito”
Hasan tiene 20 años y lleva en movimiento desde que un bombardeo destrozó su casa y forzó a su familia a abandonar Siria. “Hay toque de queda a las 9 de la noche, si llegas un minuto tarde, porque por ejemplo se ha alargado tu cita con el abogado, te dejan durmiendo en la puerta, aunque sea invierno. Además, si no duermes dentro del campo te amenazan con dificultarte el proceso de asilo” y continúa, “si no tienes la identificación correspondiente, no puedes dejar el campo y en ese momento se convierte en una verdadera prisión, mi compañero de habitación estuvo en esta situación por ocho meses”.
El campo cuenta con un sistema de videovigilancia 24 horas en todo el área. Algunas de estas cámaras están posicionadas para filmar dentro de los contenedores donde residen los habitantes del campo. “Hay cámaras por todos lados, sentir que hay alguien mirándote en todo momento es aterrador, nunca descansas de la mirada ajena”, dice Samah y añade “la privacidad en el campo es un gran problema, comparto contenedor con un hombre que no conozco. No hay llaves ni forma alguna de cerrar la puerta. A la hora de cambiarme de ropa o de dormir paso mucho miedo, cualquier persona, incluso la policía, puede entrar en todo momento”.
El gobierno presume de que estos nuevos campos están mejor equipados que los anteriores, pero Samah lo desmiente: “no tenemos productos de limpieza o higiene, ni siquiera los productos que necesitamos las mujeres, y esto es humillante, me produce mucho sufrimiento” y sigue: “es verdad que tenemos cocinas, pero no útiles para poder cocinar [...] no nos dejan introducir nada que pueda pinchar o cortar. Para poder guisar, las mujeres cortamos la cebolla con los dientes”.
También se relatan frecuentes cortes o escasez de electricidad, agua e internet. Hasan se angustia cuando expresa: “la comunicación con nuestras familias depende de la conexión que nos ofrece el campo, es la única forma que tengo de decirle a mi madre que su hijo sigue vivo”. La conexión entre el campo y la ciudad depende de un autobús, de apenas 40 plazas, que pasa por última vez a las 6 de la tarde, “si pierdes el último autobús, tienes que andar montaña arriba durante 8 kilómetros por una carretera muy estrecha, sin arcén, a oscuras. Esto es muy peligroso, especialmente para las mujeres” dice Samah.
“No quieren que nadie vea lo que nos hacen, cómo nos obligan a vivir, la comida que nos dan o cómo nos pegan. Si estuviéramos cerca la gente no dejaría que esto sucediera”
La posibilidad de integración o el acceso a servicios básicos como conseguir un tratamiento para enfermedades crónicas o una asesoría jurídica previa a la entrevista de asilo, se convierten en verdaderos desafíos. Hasan explica este aislamiento y distancia: “No quieren que nadie vea lo que nos hacen, cómo nos obligan a vivir, la comida que nos dan o cómo nos pegan. Si estuviéramos cerca estoy seguro de que esto no ocurriría, la gente no dejaría que esto sucediera”.
“No quieren que la gente pobre vengamos a Europa, para llegar aquí ponemos nuestra vida y la de nuestros hijos en peligro, nos intentan matar en el agua, solo algunos sobreviven. Los que lo hacemos hemos visto a muchos morir en el camino” termina Samah. Muchas de las personas que residen en el campo de Samos son personas que han sobrevivido a la guerra, a la tortura, a la trata o a situaciones extremas de violencia, en sus países de origen o durante la ruta migratoria, y ahora son obligados a permanecer en unas instalaciones en las que reviven experiencias traumáticas.
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Vulneración de derechos en los campos cerrados
La organización Kairos, centrada en el estudio de la arquitectura de estos campos como dispositivo de criminalización, castigo y disuasión de la población migrante, advierte: “la estancia prolongada en estos centros tiene impactos directos en la salud mental, genera altos niveles de estrés y afecta en la forma en la que las personas se perciben a sí mismas o en la idea que la sociedad de acogida tiene de ellas”. Además, añaden “la falta de mecanismos de monitoreo o denuncia, la insuficiente transparencia y la restricción en el acceso a las organizaciones externas, hace de estos centros un espacio completamente opaco en el que se suceden situaciones graves de violencia y vulneración de los Derechos Humanos”.
Varias entidades, como el Comité Internacional de Rescate (IRC) y la ONG I Have Rights (IHR), han declarado que las condiciones en los centros cerrados “son incompatibles con los estándares de la UE sobre acogida e integración, así como con los doce principios rectores de la Agencia de Derechos Fundamentales”. El informe firmado por IHR determina que la comparación de las restricciones de la libertad de los habitantes del campo cerrado de Samos, convertido en un lugar de detención de facto, no cumplen con los estándares legales griegos o europeos y que por tanto dichas restricciones serían ilegales.
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"(...) la gente no dejaría que esto sucediera.", dice Hasan. Siento en el alma decir que yo no estoy tan segura.