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Filosofía
Discusión sobre la verdad en eslóganes
Según cuenta el evangelista Juan, cuando Jesús le dijo a Pilatos que había venido al mundo a dar testimonio de la verdad, este le preguntó: “¿La verdad? ¿Y qué es la verdad?”. La duda del prefecto romano recogía el testigo de otra muy anterior. Cuatro o cinco siglos antes, en Atenas, los llamados despectivamente sofistas ya decían que, verdad, cada quien tiene la suya; que llamamos verdad a lo que nos conviene en cada momento. En la vieja Facultad de Zorroaga una pintada trasmitía un recelo similar: “¡Oh, muéstrame la verdad!”, decía sarcástica. Podría pensarse que por allí pululaba un buen número de seguidores del lema in vino veritas, visto lo animado que estaba el bar a todas horas. Bueno, era un bar bastante pequeño. Además, tal vez allí no buscaba nadie verdad ninguna. El escepticismo de Pilatos había empezado a colarse por las ranuras del caserón de la colina (edificio con muchas grietas) de la mano de la buena nueva posmoderna, reflejada en la pintada. Ya entonces, un conocido filósofo y profesor de aquella facultad V. Gómez Pin, solía repetir, citando a Proust: “Afortunados aquellos para quienes la hora de la verdad sonó antes que la hora de la muerte”.
Violeta Parra no cogía la guitarra para conseguir un aplauso: decía que ella cantaba la diferencia que hay de lo cierto a lo falso. “De lo contrario, no canto”, zanjaba.
Sobre la verdad se han dicho de todo y desde todos los campos: la mística, la poesía, la filosofía, la música, el saber popular del refranero. Han convivido el cuestionamiento radical de su mera posibilidad con su defensa apasionada. Para defender que la verdad es buena nos cuenta el mismo Juan que Jesús dijo a sus seguidores: “La verdad os hará libres”; también que dijo aquello que de “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Ahí es nada. Según Lenin, la verdad siempre es revolucionaria. Violeta Parra no cogía la guitarra para conseguir un aplauso: decía que ella cantaba la diferencia que hay de lo cierto a lo falso. “De lo contrario, no canto”, zanjaba. Julen Madariaga tituló su autobiografía En honor de la verdad. Y un largo etcétera.
Sin embargo, son de otro tenor los eslóganes más exitosos, en la línea de aquellos versos de Campoamor: “En este mundo traidor / nada es verdad ni es mentira, / todo es según el color / del cristal con el que se mira”. Abundando en esa idea, mucha gente ha cuestionado la pretensión de la ciencia de ser morada predilecta de la verdad. Los actuales seguidores de Pilatos han denunciado como totalitaria, colonialista, patriarcal y logocéntrica la vanidad de la ciencia por querer erigirse en lugar privilegiado de la verdad. Se ha añadido que el mito y la poesía, por medio de metáforas más que de conceptos, se acercan también a la verdad (cosa que creo por mi parte que es verdad verdadera).
Opinión
Jesucristo y Nietzsche, dos mandatos imposibles
Hace casi 30 años, cuando ya la posmodernidad se había infiltrado por todos los lugares, la filósofa Susan Haack (no solo ella, pero ella de manera muy contundente) apareció en el escenario filosófico defendiendo la verdad con un artículo titulado “El interés por la verdad: qué significa, por qué importa”. Durante muchos años Haack se dedicó a la lógica y la filosofía de la ciencia; posteriormente su interés se centró en el campo jurídico, en el que sigue. Tanto o más que a la ciencia, al derecho le interesa desentrañar la verdad de los hechos, hasta donde sea humanamente posible; siempre habrá casos que queden sin resolver de los que no llegaremos a conocer toda la verdad, pero eso no nos exime de intentarlo. Cabe recordar que el mencionado Pilatos fue el mismo que se lavó las manos cuando le presionaron para que condenara a muerte a un hombre que sabía inocente (o, como mucho, culpable de una falta menor).
Más allá de la lucha de cada cual por el propio relato, siempre se ha dicho que la historia consolida la versión de los ganadores.
En algunas disciplinas es más difícil que en otras aclarar la verdad. Pensemos en la historia, sobre la tesis de la euskaldunización tardía, por ejemplo. Más allá de la lucha de cada cual por el propio relato, siempre se ha dicho que la historia consolida la versión de los ganadores. Pero eso no puede querer decir que todo valga. Quedan ya lejos las comisiones de la verdad que se pusieron en marcha allá por los años 90 en lugares en los que habían sucedido cosas espantosas, como El Salvador o Sudáfrica. Más recientemente, en Colombia se ha presentado el informe final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, Hay futuro si hay verdad. Entre tanto, las palabras verdad, justicia y reparación se han asociado en muchos lugares del mundo en un solo lema.
Hoy parece ser que vivimos en tiempos de posverdad. Hay quien ha afirmado que la supuesta posverdad es sencillamente la mentira de toda la vida: nada nuevo bajo el sol. El tiempo juzgará si es así, pero yo estoy con quienes sostienen que la posverdad es algo distinto de la simple mentira.
Tal vez convenga distinguir dos cosas: de un lado, el sustantivo Verdad con mayúscula (absoluto, denso, como un tesoro que puede sostenerse en las manos y del cual brota la luz), del otro, el adjetivo verdadero, más humilde, menos pretencioso, como cuestión de grado aplicable a teorías, afirmaciones o relatos.
Hay quien ha afirmado que la supuesta posverdad es sencillamente la mentira de toda la vida: nada nuevo bajo el sol
El primero no tiene fundamento ni interés, podemos renunciar a él sin remordimientos. El segundo, nos sirve para distinguir las afirmaciones verdaderas de las falsas, para situarlas en un punto de un segmento: hay afirmaciones y teorías más verdaderas que otras. Si no fuera así, ¿cómo discutir de nada?, ¿Cómo denunciar la falsedad y la mentira? Simplificando, eso viene a plantear el realismo científico, si no me equivoco; ya no es un realismo ingenuo, no ha pasado en vano la filosofía del conocimiento del siglo XX. Podemos tener a las teorías científicas, al menos aquellas que recaban consenso, por descripciones medianamente veraces de la realidad, con toda la provisionalidad necesaria, claro.
Pero si alguien quiere introducirse en serio por los vericuetos del laberinto de la verdad, tiene que leer a nuestro filósofo de Rentería, Agustín Arrieta. Alguna vez se le vio por el bar de la facultad mencionada arriba, pero no parece que le afectaron ni el aire frío que se filtraba por las rendijas ni el vino peleón. Volviendo a los estribillos, faltaba el de Serrat: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.