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En ocasiones hay textos que se adelantan a su tiempo y que son capaces de perfilar los trazos del futuro. Textos anticipatorios en los que el autor coloca ante nosotros lo que va a ser con un grado tal de verosimilitud que, al cabo de los años, somos capaces de reconocernos en lo que allí se escribió. Es lo que sucede con la novela de Aldous Huxley Un mundo feliz, publicada en 1932 y que junto con 1984, de George Orwell, obra de 1948, pueden entenderse como metáforas ajustadas de las dos formas de poder que fueron dominantes a lo largo del siglo XX: capitalismo y estalinismo.
Orwell y la denuncia del estalinismo
Una primera precisión. La utilización del concepto estalinismo de manera sistemática no debe ser entendida, en ningún modo, como sinónimo de comunismo. El estalinismo, lo hemos expresado ya en algún texto, supone la muerte de la Revolución y nada tiene que ver con una sociedad comunista. Es algo que muchos intelectuales de perfiles comunistas, especialmente del ámbito de la literatura, como el propio Orwell, Victor Serge, Arthur Koestler, advirtieron en fechas muy tempranas, en paralelo a los terribles juicios de Moscú, donde, por cierto, se ambienta la magistral El cero y el infinito, del último de los autores mencionados. Mientras otros intelectuales se obstinaban todavía, en los años 40 —Merleau-Ponty— y 50 —Jean Paul Sartre— en la defensa de la URSS como patria del socialismo marxista, Orwell trazaba con nitidez los rasgos de una sociedad distópica que ya pudiera ser entendida como la autoritaria realidad social soviética. Un rasgo caracteriza a ambas: la persistente, evidente y avasalladora presencia de un poder que priva de libertad a los individuos.
Huxley [...] cifra la construcción de subjetividad a través de mecanismos psicológicos y de drogas, estrategias que consiguen ajustar a los sujetos a las prácticas sociales sistémicas con una enorme eficacia.
Cualquiera que recorriera las calles de la URSS a lo largo de su historia se vería abrumado con las innumerables marcas ideológicas y políticas que jalonaban la vida cotidiana del país. Las referencias al Partido en cualquier rincón y calle, los nombres vinculados a la Revolución en bibliotecas, metro y todo lugar público, otorgaban visibilidad a un poder que buscaba hacerse presente. El «Gran Hermano» del que habla Orwell, con su doble dimensión paternal y represora, no se distancia en exceso de los perfiles políticos de un estalinismo que, no en vano, Orwell, militante trostkista, tiene en su cabeza cuando escribe la obra. Aunque esto no fuera señalado por el autor de 1984, el riesgo de una tal concepción del poder es que señala de modo muy evidente dónde se encuentran las responsabilidades cuando algo no funciona bien o cuando la represión es vivida como un exceso. El Partido aparece inmediatamente como responsable de lo que acontece y, por lo tanto, como problema que es preciso superar cuando las cosas no funcionan. De ahí las lógicas de las revueltas que acabaron con las sociedades del «socialismo real» hace más de tres décadas, una lógica que hacía del Partido, y por extensión del comunismo que se le asociaba, el blanco de la indignación popular. Frente a la represión del estalinismo, el capitalismo se mostraba, a esos ojos, como una promesa de libertad.
Un mundo feliz
En un fragmento de otra magnífica novela de la época, La uvas de la ira (1939), de John Steinbeck, y ante el desahucio de sus tierras, uno de los miembros de la familia Joad, escopeta en mano y en diálogo con el conductor del tractor que ha venido a derruir su casa, un vecino de toda la vida, quien le informa de que aunque le mate a él vendrán otros y que la responsabilidad última no la ejerce una persona en concreto sino un lejano banco sin rostro reconocible, se pregunta en voz alta: “¿A quién le podemos disparar? A este paso me muero antes de poder matar al que me está matando a mí de hambre”. Por otro lado, años más tarde, cuando la lógica del nuevo capitalismo ya se había asentado con solidez, M. Foucault nos advertía que “la eficacia de la ley radica en su disimulación”. Ahí tenemos dos características de la forma de poder que es descrita en la novela de Huxley y que coinciden, en realidad, con las prácticas del capitalismo del siglo XX: el poder se difumina, pierde sus rasgos personales y su dimensión represora en la medida en que el sujeto actúa sin aparente constricción externa, dado que el funcionamiento subjetivo ha sido interiorizado mediante diferentes estrategias.
El capitalismo ha conseguido construir un mundo feliz en el que los sujetos, convencidos de que actúan de propia iniciativa, sin embargo no hacen sino responder a los estímulos con los que la sociedad, por diferentes estrategias, los moldea.
Frédéric Lordon, en su libro Los afectos de la política, subraya que el capitalismo es el primer sistema en la historia de la humanidad que consigue el control social a partir de afectos alegres. Ello no quiere decir que el capitalismo no haya utilizado, y utilice, estrategias de extrema represión cuando llega el caso, pero sí pone de manifiesto que en nuestras sociedades se apuesta por métodos mucho más eficaces de control, que evitan esa visibilidad del poder que lo torna tan vulnerable. Si en algo se ha especializado el capitalismo, especialmente en sus fases fordista y posfordista, es en las dinámicas de construcción de subjetividad. Que, por cierto, son descritas, de una manera un tanto ingenua, en la novela de Huxley y en las que, significativamente, dios es nombrado como Ford. Huxley, en una época en la que los medios de comunicación y la tecnología no habían alcanzado todavía un grado de desarrollo como el que se produce solo treinta años más tarde, cifra la construcción de subjetividad a través de mecanismos psicológicos y de drogas, estrategias que consiguen ajustar a los sujetos a las prácticas sociales sistémicas con una enorme eficacia. En la realidad, de ahí su diferencia con la novela, el capitalismo, en lugar de procedimientos psicológicos, al menos en la manera en que los describe Huxley, ha empleado de modo masivo los medios de comunicación como instrumento para producir esas subjetividades que, como decía Jesús Ibáñez, “son el objeto mejor producido por el sistema”.
Como apunta Lordon, en la etapa fordista el consumo se convierte en el instrumento de construcción del deseo subjetivo, un deseo transitivo, que se dirige hacia objetos externos que deben colmar nuestra dicha. Y, como decía José Luis Pardo, si el coche publicitado no colma tus sueños, el problema no es del coche, sino de tus sueños. En la etapa posfordista, sin abandonar la estrategia del consumo, el capital implementa la construcción de sí, en la que el deseo se vuelve intransitivo y se vuelca en el modelado de nuestra propia subjetividad para ajustarla a las demandas del sistema. Conceptos como competencias, empleabilidad, coaching, colocan la carga de la prueba sobre el sujeto, al que se responsabiliza por completo de sus éxitos y fracasos. De ese modo, la falta de expectativas laborales, por ejemplo, es consecuencia de la baja empleabilidad del sujeto, no de las características de un sistema económico construido a mayor beneficio de unos pocos, del mismo modo que la falta de salud puede ser imputable a los inconvenientes hábitos alimentarios de los sujetos o al insuficiente cuidado de su cuerpo. Laval y Dardot han subrayado la tendencia del neoliberalismo a convertir a los sujetos en «empresarios de sí», en esforzados escultores de su propia subjetividad en busca del éxito social.
Conclusión
Seducción. Esa es la palabra clave para entender el capitalismo contemporáneo. El capitalismo ha conseguido construir un mundo feliz en el que los sujetos, convencidos de que actúan de propia iniciativa, sin embargo no hacen sino responder a los estímulos con los que la sociedad, por diferentes estrategias, los moldea. Spinoza nos recordaba que nos creemos libres porque, en realidad, desconocemos las fuerzas que nos impulsan a obrar. El capitalismo ha sublimado esta estrategia, enmascarando de tal modo la seducción que el sujeto ni siquiera posee conciencia de ser seducido: la suya es siempre una actuación libre y racional, fruto de su propia decisión.
Es cierto que el neoliberalismo, con la pulsión suicida que le acompaña y que le lleva a recuperar ciertas dinámicas represivas que pensábamos superadas por la inteligencia del capital, está mostrando ciertas grietas por las que se cuela la conciencia crítica frente a un sistema que está poniendo en riesgo la supervivencia misma del planeta. Sin embargo, la novela de Huxley continúa siendo una magnífica metáfora de los momentos de mayor apogeo del Estado del Bienestar. Y quizá apunte, en unos momentos en que la ingeniería genética comienza a tomar vuelo como instrumento de moldeado de los sujetos, hacia futuras estrategias de dominio. Un mundo feliz es, sin duda, un clásico del fordismo. Esperemos que no lo sea, por otros motivos, del neoliberalismo.
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Soy la misma persona que le puso en duda su artículo sobre Sócrates.
Orwell se unió al P.O.U.M de Andreu Nin, los cuales eran marxistas (que no implica ser trotskista) y curiosamente se llevaban muy bien con los anarquistas de la CNT, los mismos que también fueron tiroteados por la espalda por los comunistas/estalinistas del P.S.U.C. Lucharon juntos en las trincheras la CNT y el P.O.U.M, como bien se refleja en "Homenaje a Cataluña" de Orwell, el cual homenajea también a los anarquistas.
Si tildáramos a Orwell y al P.O.U.M de trotskistas simplemente por no acatar las órdenes de la U.R.S.S de Stalin, la cual exigía el fin de la revolución a cambio de continuar la venta de armas a la II República, estaríamos cayendo en la paradoja de decir que Trotsky (y sus seguidores), el cual también se dedicó a matar anarquistas de los soviets libres (ej. marineros de Kronsdat) con el ejército rojo, luego simpatizaría/n con los mismos anarquistas que no dudó en matar pero durante la guerra civil española, ya que era represaliado de Stalin...
Por favor, "conócete a ti mismo" y lea más historia. Salud
Excelente, gracias. Acabo de terminar de leer el libro y este artículo lo ha vuelto más claro. Lo pone en un contexto histórico. Además explica muy bien la metáfora del Fordismo, del que no conocía, y se menciona mucho en el libro.