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“Me rio yo de los liberales de ahora…”. Así repetía el veterano de guerra Don Eustaquio, personaje de Miguel de Unamuno en Paz en la guerra (1897). Una novela exquisita que nos dibuja el gran contexto histórico previo y contemporáneo a los hechos de la Tercera Guerra Carlista y el sitio de Bilbao (1874), al final del “Sexenio Democrático” (1868-1874). ¿Os acordáis de los acontecimientos, no? Una Revolución Gloriosa, una tal Primera República, un tal Amadeo… hasta la Restauración. “Alfonsito II”, rey coronado proclamando el “liberalismo católico”. La novela de Unamuno es importante ya que coloca en el plano de la historia y la contingencia unos hechos y bloques sociales que normalmente estudiamos, valoramos y reconocemos de formas muy rudimentarias y naturalizadas. En definitiva, Unamuno consigue colocar al lector en el plano de la duda y la reflexión; en la dimensión de la comprensión y el posible compromiso.
Loas aparte. El tradicionalismo es un movimiento político y cultural digno de estudio. La imagen reducida y popularizada del “carlismo” lleva asociada una suerte de etiquetas, en gran medida originadas por el descrédito de las derrotas militares. Esa vaga idea de unos cuantos fundamentalistas “echados al monte”; reaccionarios que buscan suplantar un reinado por otro, en base a no sé cuáles disputas sobre “leyes viejas”. Pero solamente esta cuestión referente a la modificación de la línea sucesoria llevada a cabo por Fernando VII –causa principal del inicio Primera Guerra Carlista– necesitaría un artículo aparte.
Suele reconocerse que esta “guerra civil” fue la primera, después del rechazo a la invasión napoleónica. Es decir, que debería llamarse a tenor de nuestros precedentes, Primera Guerra Civil Carlista. En cualquier caso, duró siete años (1833-1840). Terminó con la firma del Convenio de Vergara, también conocido como el “Abrazo de Vergara”, una expresión que buscaba simbolizar el acuerdo entre los generales Maroto y Espartero. Sin embargo, para un importante sector carlista se le comenzó a llamar la “Traición de Vergara”. Aunque en 1839-1840 sus previsiones militares no eran más halagüeñas que al inicio de la guerra, para significativos grupos de campesinos pobres, del cuerpo de las guerrillas y el bajo clero, las condiciones del acuerdo de paz les parecieron una claudicación. ¡Hasta Espartero recibió el título de “Príncipe de Vergara”! Esto motivó las primeras rupturas internas en el seno del carlismo, entre “convenidos” y renegados. A este respecto, no puede desmerecerse el hecho de que el carlismo basó su fuerza en la hermandad masculina de las guerrillas, las reuniones y festejos de las costumbres populares. Durante la Tercera Guerra, en la tropa se sintió anticipadamente el choque antropológico que producen los avances tecnológicos en los conflictos bélicos, que suele estudiarse para la Gran Guerra europea. La insignificancia del heroísmo frente a los cañonazos.
El tradicionalismo, en contra del estereotipo, centra su oposición en la resistencia a la destrucción de las formas de vida tradicionales llevada a cabo por el liberalismo.
Ignacio Iturriondo, protagonista de la novela, es hijo de otro veterano de la Primera Guerra Carlista, y su marcha al monte suena en su familia con tensión, pero realmente con honor e ilusión. Ignacio se había criado escuchando en la sombra las tertulias de su padre y sus amistades, formada por excombatientes y curas. Los hechos se habían convertido en recuerdos, y los recuerdos embellecidos hasta la leyenda. Esos cuentos no reflejaban una realidad que era bien distinta: periodos de marchas largas y tediosas, insalubridad, hambre, desmanes, corrupción, muerte anónima… nada parecido a las historias legendarias de Zumalcárregui. La decepción en la batalla y en la hermandad. Además, la figura de Ignacio nos muestra el clásico problema de las fuerzas regulares e irregulares en la guerra moderna. Ignacio detestaba el encuadramiento y la profesionalización en batallones, creía en el campesinado auto-organizado solamente regido por las leyes respetables y sólidas de la costumbre y la dignidad. De hecho, el ejército regular le parecía una contaminación “liberal”, puesto que extirpaba toda energía a los combatientes, reducidos a meras piezas en un engranaje ciego. Obreros industriales –de esos, socialistas– en la máquina de la muerte. Ignacio buscaba, como mucha gente ensoñada con cosas parecidas y en batallas sucesivas, el sentido de la vida en la proximidad de la muerte, pero encontró la muerte sin significado. Unamuno supo adelantarse a autores tan entronizados en nuestras universidades como Jünger y Schmitt. Dudo mucho que su fama esté tan extendida y esa deuda siempre estará pendiente.
¿Derecha anticapitalista?
El tradicionalismo reconoció en el liberalismo al enemigo por antonomasia. De alguna manera, el tradicionalismo consiguió perdurar cierto tiempo con unas prácticas y una cosmovisión “anti-liberal”; en pocas palabras, como una “derecha anticapitalista”. Esto no podemos olvidarlo: fueren republicanos, progresistas, o conservadores monárquicos, incluso socialistas, eran diferentes grados de liberalismo. Herencia de Francia, elemento extranjero. ¿Era su rechazo una aversión de tipo identitaria, cultural? No como habitualmente lo observaríamos. El tradicionalismo, en contra del estereotipo, centra su oposición en la resistencia a la destrucción de las formas de vida tradicionales llevada a cabo por el liberalismo. Es verdad que en su cosmovisión política y moral eran profundamente católicos y apegados a las normas y leyes de la vida cotidiana, formadas en base a las reglas religiosas y familiares. No obstante, los lazos personales y sociales, las redes de vecindad y los vínculos comunitarios adquirían una realidad mucho más intensa y viva de lo que quizá podamos entender en la actualidad. Podemos desgastarnos en criticarlos por ser unos “golpistas reaccionarios”, pero eso no modificaría ni un ápice el hecho histórico. Si lo fueran o no, hacia 1874, podríamos decir con cierta seguridad que su primer enemigo histórico fue, aunque resulta paradójico, el conservadurismo español.
Porque hay una diferencia fundamental cuando nos adentramos un poco en el entramado de estas dos tradiciones políticas. Hoy día mezclamos churras con merinas, en gran medida gracias a ese primigenio experimento del populismo español que fue el franquismo. El franquismo pretendió aunar y yuxtaponer a todo los sectores de la derecha desarrollados hasta el s.XX mediante el mando militar. Sinceramente, no se me ocurre mejor forma de llevar a éxito las teorías de Lacan y Gramsci, autores que por cierto está leyendo la ultraderecha europea a pasos agigantados. Si la izquierda pudo tragar con Schmitt, ¿qué no podría ocurrir ya? Sin embargo, el conservadurismo y el tradicionalismo no son lo mismo y estuvieron enfrentados largo tiempo. El tradicionalismo carlista representaba un entramado de sectores populares, principalmente del campesinado, el bajo clero y pequeñas familias comerciantes de aspiraciones modestas, que estaban siendo desplazados por el auge de las villas, las ciudades y los monopolios; esto es, por la sucesiva liberalización de las estructuras económicas de producción de riqueza. El conservadurismo, a pesar de que su matriz siempre fue la teología de Donoso Cortés y Jaime Balmes, la política del Partido Moderado y una devoción católica, fue paulatinamente asumiendo el capitalismo económico sin asumir el elemento democrático. Volviendo a nuestra novela, la familia Arana forma parte de los nuevos “grandes hombres de negocios”, que tras algún que otro éxito o azar, ilegalidad comercial o habilidad aduanera, logra conformar lo que hoy llamamos “empresa familiar”. Juan Arana e Ignacio Iturriondo corretean juntos en la infancia y pelearán en bandos distintos en la guerra. (¿Os suena?) Ignacio en la guerrilla carlista, Juan en la milicia gubernamental (ya fuerza republicana o monárquica).
El liberalismo necesitó del ajuste de cuentas en el interior del mundo católico, para poder emerger con total hegemonía. El carlismo representa el intento fallido de una derecha antiliberal que tiene su reflejo en todo el continente europeo.
La familia Arana no puede soportar ver cómo las inflamadas patrullas y huestes carlistas amenazan el futuro de los negocios de la villa de Bilbao, echada hacia la ría, el comercio y la industria incipiente a velocidades de vértigo, por un puñado de costumbristas que bien harían en actualizarse para lograr asegurar el futuro familiar.. Esta familia simbolizada en el relato de Unamuno el nuevo paradigma social del “liberalismo católico”, una amalgama que ha resultado especialmente fecunda en la tradición española. El conservadurismo logró establecer un modelo capitalista nacional, sin que el factor democrático o religioso pudiera desbancarle. La “reacción anticapitalista” del carlismo fue acorde a la dureza de las condiciones del campesinado y la pobreza cada vez más extrema del campo, todavía regido por normas fruto de la tradición, lejos de los debates y partidos políticos. La política era para ellos aún una dimensión ajena; es más, la única política que reconocían era la guerra contra el hereje y el invasor. No concebían la democracia liberal más que como una injerencia cultural extranjera, ajena a la historia del pueblo. La verdadera democracia, la “democracia española” como la llamaban, era contraria a la progresiva corrupción del orden tradicional. Se basaba en la familia, el catolicismo y la representación foral. Pero no debería afirmarse con ligereza que el carlismo fuera, a priori, un movimiento antidemocrático. En todo caso, no más antidemocrático que el régimen alfonsino, o los grandes empresarios que acompañaban a Serrano y Espartero. Terratenientes y comerciantes pretendían aprovechar la apertura de los mercados para enriquecerse y faltar a sus compromisos comunitarios. Para Cánovas del Castillo, el carlismo siempre fue tan peligroso como el anarquismo que ya retumbaba en los campos de la Península. ¡Fueros! acabarán gritando desbandados algunos sectores tras la derrota de 1874 en Somorrostro y Bilbao.
El liberalismo necesitó del ajuste de cuentas en el interior del mundo católico para poder emerger con total hegemonía. El carlismo representa el intento fallido de una derecha antiliberal que tiene su reflejo en todo el continente europeo, con referentes muy interesantes, como Charles Maurras, o carlistas posteriores como el integrista Vázquez de Mella. No supuso su decreto de defunción el final la Tercera Guerra Civil Carlista, pero sí una derrota histórica de la cual le costó revitalizarse en años posteriores, para acabar desintegrándose en la dictadura franquista. Quizá el capitalismo estaba ya demasiado arraigado en la sociedad española como para elegir el bando del “capitalismo franquista”. Suele decirse que la revolución devora a sus vástagos, y añadiría: la contrarrevolución también.
Para terminar me gustaría recordar a Don Eustaquio. Desolado tras la última derrota, había escuchado a los liberales del Trienio (1820-1823) y doceañistas gritar “¡abajo los frailes!”, y su vida se apagaba con un “¡viva Alfonsín!”. Por eso dice lo que dice Don Eustaquio. Había sido testigo del cambio de un mundo, no simplemente el final de una etapa. Fue testigo de cómo el liberalismo fue copando sectores populares y católicos de las incipientes clases medias y adineradas, como la familia Arana. Y cómo la “gran familia católica” había sucumbido a los encantos de la serpiente, a la tentación del pecado original.
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Me queda la duda de la herencia carlista que, despojada de religión, ha podido desenvocar en muchas posiciones (anticapitalismo, añoranza de una tradición idealizada) de la izquierda vasca nacionalista.
Precisamente, en la novela de Unamuno también tienes al final el proceso de dispersión post-Tercera Guerra Carlista. Te lo recomiendo.