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Filosofía
Más allá del derecho al trabajo: ética del trabajo y sociedades tecnológicas
En las sociedades tecnológicas el trabajo no debe seguir siendo entendido como un derecho –y mucho menos como un deber que esencialmente cumple una función de normalización y disciplinamiento de los sujetos productores– sino que el derecho a garantizar debería ser únicamente el acceso a los bienes y tecnologías necesarios para satisfacer las necesidades de la población.
A los pocos años del comienzo de la crisis financiera de 2007 los ciudadanos de Suiza, uno de los países con las mejores condiciones laborales del mundo, propusieron aumentar la jornada laboral si con ello se podían evitar las consecuencias económicas que estaban produciéndose en los países europeos más afectados por la misma. Un ejemplo más de que la ética del trabajo sigue vigente con independencia de la situación económica en la que se encuentre una determinada sociedad.
La ética del trabajo en la Modernidad
Uno de los principales cambios producidos en el paso de la Edad Media a la Edad Moderna fue la reconfiguración que experimentó la ética del trabajo en los siglos XV y XVI. Durante la primera, el trabajo manual únicamente fue valorado como una técnica de control corporal de las pasiones que permitía la posterior contemplación de Dios. Mientras que las clases altas consideraban el trabajo manual como algo poco noble y propio de los siervos, la Regla de San Benito lo consideró uno de los pilares fundamentales de la vida monacal destinado a evitar las tentaciones propias de la vida ociosa. Tal y como afirmaba el capítulo 48 de su regla: “La vida ociosa es enemiga del alma”. Esta consideración ética del trabajo permanecerá inalterable a lo largo de toda la Modernidad. Lo único que cambiará será la sustitución del fin último con el que se lo emplea: de la contemplación de lo divino se pasará al incremento de la productividad y el buen funcionamiento del orden social dados los hábitos y disciplina que el trabajo físico inculca a quien lo practica. Tanto en una época como en la otra la esencia del trabajo no residía en el valor de lo producido, sino ante todo en la disciplina que inculcaba. Su principal producto no eran los objetos fabricados, sino los sujetos productores.
Del siglo XV al XX, poco importa si utópicos, ilustrados o marxistas, la mayor parte de los intelectuales que trataron el tema siempre coincidieron en mantener la obligatoriedad del trabajo para todos los ciudadanos como una cuestión ética de primer orden. Así, en la Utopía de Moro la agricultura era una actividad obligatoria hasta el punto de que los “holgazanes” eran expulsados de la sociedad, si bien la jornada laboral era únicamente de 6 horas. Del mismo modo, ilustrados como D’Holbach consideraron el trabajo como “guardián de la virtud” debido a que este “conserva las costumbres del pueblo y le previene del desorden y el delito”. Desde su punto de vista, “la ley debe obligar a quien rechaza trabajar” estableciendo el “castigo legítimo de todo indigente cuya pereza y vicios le hayan conducido a la disipación o el delito”. Por su parte, revolucionarios como Trotski mantuvieron siempre que “el principio de obligación del trabajo es indiscutible para los comunistas”, hasta el punto de que “los sindicatos pierden su razón de ser, pues el Estado socialista en formación los necesita, no para luchar por el mejoramiento de las condiciones de trabajo, sino con el fin de organizar la clase obrera para la producción, con el fin de educarla, de disciplinarla”. Sintomáticamente, en todos los casos la ociosidad siempre fue considerada fuente de vicios y/o delitos.
La ociosidad como fuente de pecados y/o delitos siempre ha sido el principal argumento en la defensa de la ética del trabajo humano a lo largo de la historia. En modo alguno el valor o la utilidad de las mercancías producidas.Hasta la segunda mitad del siglo XX, el rechazo del trabajo fue algo propio únicamente de las utopías campesinas del siglo XVI, de intelectuales libertinos como La Mettrie o de marxistas poco ortodoxos como Paul Lafargue. Hubo que esperar hasta que el operaismo italiano de Tronti y Negri estableciera el rechazo del trabajo y la lucha por el salario como uno de los ejes claves del antagonismo de clase para poder cortar de raíz toda fundamentación ética del trabajo. A partir de entonces, con el surgimiento del proletariado inmaterial y el mayor peso concedido a la creatividad e innovación laboral –la “i” de las sociedades de I+D+i– lo que se pone en discusión no es simplemente el carácter poco ético de la ociosidad, sino más allá incluso, la posibilidad de separar tiempo de ocio de tiempo de trabajo. De este modo, en las sociedades tecnológicas, una vez que la Primera Revolución Industrial desvalorizó completamente el trabajo humano más mecánico, la producción hegemónica de valor pasó a ocupar labores más intelectuales en las que el valor de lo producido –el conocimiento– no guardaba relación alguna con la ética del trabajo.
La ética del trabajo en las sociedades tecnológicas
Según la OCDE el desarrollo de la Inteligencia Artificial promoverá la desaparición para 2050 de al menos el 20% de los puestos de trabajo a nivel mundial más relacionados con actividades rutinarias, ya sean estas de tipo manual o intelectual. Según el MIT, la cifra podría ascender hasta el 60%. La fábrica automática y la línea de montaje sin agentes humanos previstas por uno de los padres de la cibernética –Norbert Wiener– en 1948, son cada vez más una realidad. En este punto, cuando los puestos de trabajo peligran, la ética del trabajo toma una nueva forma cuyo primer profeta lo podríamos encontrar en Fichte. Notablemente influido por las pérdidas de puestos de trabajo acaecidas en la Alta Lusacia donde trabajó su padre una vez que el principal importador de sus productos –Inglaterra– desarrolló su propia industria textil, Fichte vinculó por primera vez en la historia la obligatoriedad del trabajo defendida en su Estado Comercial Cerrado con la garantía de que un ciudadano siempre podrá encontrar trabajo, hasta el punto de afirmar que “solo esta seguridad lo une al Estado”.
Tanto en la Edad Media como en la Modernidad la esencia del trabajo no residía en el valor de lo producido, sino en la disciplina que inculcaba. Su principal producto no eran los objetos fabricados, sino los sujetos productores.El problema de las pérdidas de trabajo mecánico producidas tras la Primera Revolución Industrial fueron solucionadas mediante el incremento del trabajo inmaterial y el sector servicios. En cambio, la crisis del trabajo intelectual que se avecina con el desarrollo de la Inteligencia Artificial no parece que pueda ser solucionada con un nuevo desplazamiento del tipo de trabajo a realizar. Tal y como supo prever Norbert Wiener, dado que “la moderna revolución industrial se limita a desvalorizar el cerebro humano, al menos en sus dimensiones más simples y rutinarias”, el futuro laboral que se avecina es uno en el que “el ser humano medio de mediocres conocimientos no tendrá nada que vender que merezca la pena comprarse”. Ante esta situación, “la respuesta, por supuesto, es tener una sociedad basada en valores humanos que no sean el comprar o vender”, lo cual requiere una modificación completa de la ética del trabajo.
Para ello es importante darnos cuenta de que en las nuevas sociedades tecnológicas los ámbitos en los que se genera un mayor incremento de valor producido no guardan ya relación proporcional alguna con la ética del trabajo. Ello quiere decir que en dicho tipo de sociedades, desaparecidos ya los fines para los que se empleaba tanto en la Edad Media como en la Modernidad, la ética del trabajo cumple únicamente una función de normalización y disciplinamiento de la población. Antes que exigir el derecho (y el deber) al trabajo que se afirma en el artículo 35 de la Constitución, deberíamos empezar a exigir únicamente lo establecido en la segunda parte de dicho artículo, esto es, el derecho de todos los ciudadanos “a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia”.
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