Filosofía
La revolución de las pantallas cálidas: por un ciberfeminismo desde los cuidados

Un activismo LGTBQ+ reinventado se hace urgente. Un activismo que asuma el cuidado como el punto de partida.

AIDS at Home - Sida
Foto de una de las obras que formaron parte de la exposición "AIDS at Home". Museo de la Ciudad de Nueva York, 2017.
Periodista. Máster en Estudios de Género.
18 oct 2019 09:30

¿No tienes frío?
— Supongo que lo he olvidado
Déjame entrar (Tomas Alfredson, 2009)

Cómo es posible olvidar el frío, cómo es posible olvidar el tacto, el oído, el olfato. Cómo es posible haber caído en la trampa de esa mirada voraz que solo se sacia contemplando cuerpos expuestos, ya ni siquiera representados.

Acaba de publicarse el libro Ciberfeminismo. De Vns Matrix a Laboria Cuboniks (Holobonte Ediciones, 2019) editado por Remedios Zafra y Teresa López-Pellisa, en el que se recogen artículos, manifiestos, textos y debates en torno al género, el cuerpo, el/los ciberfeminismo(s), la(s) identidad(es), la estética, la política y un largo hilo del que ir tirando.

Leyéndolo, siento nostalgia del año 2001, de los años noventa y de aquel Internet; de quiénes éramos, de la inocencia con la que nos sentábamos frente a la pantalla, conectábamos nuestros módems y sentíamos que podíamos jugar con las identidades, hacerlas líquidas: los sujetos y los cuerpos ya no estarían nunca más dicotómicamente separados, existía la potencia de una “reconfiguración radical, mediada por la tecnología” como escribió Allucquére Rosanne Stone en ¿Puede levantarse el cuerpo real, por favor?

Para apaciguar ese dolor por el anhelo, por esa nostalgia que inhabilita e imposibilita, he recurrido a la lectura del libro Sobre la Nostalgia (Alianza Editorial, 2019) de Diego S. Garrocho y he aprendido que —tal y como escribe— “en puridad, la nostalgia podría ser un dolor que regresa, un dolor por el regreso, el regreso del dolor, o el regreso que genera aquello que no regresa”. Garrocho concluye uno de los capítulos del libro citando a Ortega y sus ideas: “sentir nostalgia y utopizar son dos cosas perfectamente lícitas en que se manifiesta una vitalidad poderosa”.

Vivir en la asimetría, en ese metafórico no-lugar, en un exceso de cuerpo que no lo es del todo, en la prisión de una orientación, de una identidad sexual; vivir en la mirada de extrañamiento a la que hemos sido sometidos, una mirada que punza, que te expulsa.

El punto desde el que seguiré escribiendo a partir de aquí será el de esa “vitalidad poderosa” que hay contenida en el “ahora”. Sin embargo, no quiero que haya un centro, deseo que haya refugios, puntos de fuga, lugares en los que resguardarse, identidades posibles, paradojas, ironías, márgenes, fronteras, multitudes, disidencias.

Estamos viviendo unos meses difíciles en el seno de lo(s) movimiento(s) feminista(s) y LGTBQ+, un conflicto intenso nos está atravesando, reacciones furiosas frente a opiniones divergentes de las que ya se han convertido en hegemónicas. Estamos cayendo en la paradoja de la identidad. Una identidad que, como explica Esperança Bielsa, consiste en que “cualquier acto de afirmación identitaria requiere y comporta un cierto grado de esencialización”, algo que colisiona frontalmente con la identidad como “proyecto reflexivo de autoconstrucción”, de autonomía, de decirse, de saberse como texto y como cuerpo.

Las categorías desde las que escribo —su taxonomía básica— podrían ser las siguientes: varón, blanco, homosexual, feminista, raro, femenino, obrero. El esquema podría ser cualquier otro. Como escribe Rosi Braidotti en Ciberfeminismo con una diferencia: “como bien observó Simone de Beauvoir, el precio que pagan los hombres por representar lo universal es la pérdida del cuerpo, o la especificidad sexual, al integrarse en la abstracción de la masculinidad fálica. En cambio, el precio que pagan las mujeres es la pérdida de la subjetividad por un exceso de corporeidad y la prisión de su propia identidad sexual. Así surgen dos posiciones asimétricas”.

Vivir en la asimetría, en ese metafórico no-lugar, en un exceso de cuerpo que no lo es del todo, en la prisión de una orientación, de una identidad sexual; vivir en la mirada de extrañamiento a la que hemos sido sometidos, una mirada que punza, que te expulsa.

A muchos nos interrogaron con la pregunta más grande de todas: ¿qué eres? No pudimos responder. Las palabras huyeron, éramos demasiado jóvenes para la magnitud de la cuestión. Éramos chicas masculinas, éramos chicos femeninos. Éramos niños.

El contexto tiene la misma importancia que el texto. Años después siguen sonando en mi memoria con inusitada fuerza las palabras de una persona que afirmó que la(s) teorías(s) y debates en torno al movimiento queer se reducían a una teoría sobre el deseo y a las identidades afectivas. Aún sigo pensando en nuestro eslabón más débil, en nuestros cuerpos maltratados, en los insultos recibidos, en nuestra sangre “contaminada”, en nuestras mutilaciones quirúrgicas, en nuestro silencio, en nuestra falta de referentes, en nuestras adolescencias sin romances, en nuestra vida de supervivencia y precariedad, en las cárceles y sótanos en las que fuimos amordazadas, en nuestra voz silenciada, en nuestras muertas, en nuestra memoria. Los miembros de la comunidad (si algo así existe) LGTBQ+ necesitamos conversar, necesitamos realizar un duelo personal y colectivo que intuyo aún no hemos completado. No sé ni siquiera si lo hemos iniciado.

Pensamiento
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Vivo en fotos, he de confesarlo. La foto que encabeza este artículo la tomé en el Museo de la Ciudad de Nueva York en septiembre de 2017 y formaba parte de la exposición AIDS at Home, que exploraba la historia de cómo activistas y artistas expandieron en los años ochenta la idea de cuidado, familia, comunidad, apoyo mutuo, refugio, cuando se diagnosticaron los primeros casos de SIDA y la epidemia posterior estaba por venir. Las políticas públicas y sociales no existieron, se encontraron a la deriva, navegando en un mar de miedo, desconocimiento y dolor. Lo trascendente de este archivo, lo importante de su legado, es el inmenso amor que circulaba, la profunda empatía, la incondicionalidad del compromiso personal y político. Afecto y afecto expandiéndose cuando más se necesitaba. La fotografía que ilustra este texto es un latido, un inmenso latido de vida. Condensa en un instante un todo absoluto.

La idea inicial con la que comencé a escribir este artículo era explorar esos refugios que las lesbianas, transexuales, bisexuales, queers hemos ido creando, hemos ido construyendo y autogestionado durante las últimas décadas.

Meses dándole vueltas a la idea —aparece de manera recurrente— de la magnitud política de liberación que tuvo para nosotras como comunidad la llegada de Internet a nuestras vidas. La guarida y umbría se desplazaron.

Las posibilidades y potencialidades que se desplegaron en los refugios digitales fueron de una magnitud que debemos pararnos a analizar con detenimiento. Las personas de mi generación pudimos hacer un viaje completamente revolucionario desde el mundo analógico al digital con una inocencia que, insisto, resulta conmovedora. Nos pudimos crear identidades a nuestro antojo, nicks insólitos, lugares de residencia, personalidades. El anonimato existía tras la pantalla. Jugábamos a ser otros posibles. Y escribiendo he sido consciente de que escribir el verbo en pasado es caer en una melancolía irreal. Porque aunque vivamos tiempos de pantallas frías, de aplicaciones con cuadrados en las que aparecen siempre las mismas fotos repetidas, con distintos rostros, en un feroz mercadeo —en ese capitalismo gore como lo definió Sayak Valencia— en el que parece que ya dejamos de lado lo que nos hacía humanos y nos convertimos en datos, en una copia, aunque nunca logremos adivinar cuál o dónde está el original... En realidad ese original no existe.

Para poder iniciar, seguir, completar el duelo, necesitamos hablar y hablar, aliarnos en una utopía digital en la que podamos sentir a cada instante que contamos con lugares cálidos en los que poder dar cierta estabilidad a la asimetría.

Tenemos la responsabilidad de crear nuestra propia agenda, de no dejarnos llevar por la corriente de datos masivos que nos ha colonizado estos años. Propongo, aunque sea bastante osado por mi parte, dar comienzo a La Revolución de las pantallas cálidas. Esas pantallas cálidas nos permitirán conversar en un diálogo incesante, cargado de esperanza, sin imposturas. Un hablar sobre nuestros afectos, nuestros romances adolescentes que no fueron, nuestros cuerpos y sus cientos de posibilidades; deshacernos de la máscara, aprovechar todo eso que las artistas y activistas ciberfeministas vienen haciendo desde hace ya casi tres décadas y de las que tenemos tanto que aprender; compartir archivos, hacer de la impostura o de la furia sin sentido otro espacio para la alianza del colectivo LGTBQ+.

Para poder iniciar, seguir, completar el duelo, necesitamos hablar y hablar, aliarnos en una utopía digital en la que podamos sentir a cada instante que contamos con lugares cálidos en los que poder dar cierta estabilidad a la asimetría, aceptando que vivir en ella nos impulsa al movimiento. Apostar por la imaginación, por un activismo reinventado en el que cuidado sea el principio.

Nunca olvidar el calor que nos proporcionan los que viven del otro lado de la pantalla. Y tampoco nunca olvidar a Paco Vidarte y su Ética Marica que siempre nos dará soporte, será un pilar de nuestra Revolución de las pantallas cálidas: nos tatuamos la idea de que nuestra revolución “debería recuperar la solidaridad entre sí de los oprimidos, discriminados y perseguidos, evitando ponerse al servicio de éticas neoliberales”.

Sobre este blog
La filosofía se sitúa en un contexto en el que el poder ha buscado imponerse incluso en los elementos más básicos de nuestro pensamiento, de nuestras subjetividades, expulsando así de nuestro campo de visión propuestas teóricas y prácticas diversas que no son peores ni menos interesantes sino ajenas o directamente contrarias a los intereses del sistema dominante.

En este blog trataremos de entender los acontecimientos del presente surcando –en ocasiones a contracorriente– la historia de la filosofía, con el objetivo de poner al descubierto los mecanismos que utiliza el poder para evitar cualquier tipo de cambio o de alternativa en la sociedad. Pero también de producir lo que Deleuze llamó líneas de fuga, movimientos concretos tanto del presente como del pasado que, escapando del espacio de influencia del poder, trazan caminos hacia otros mundos posibles.
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