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De forma cada vez más evidente, todo lo «moral» se relaciona con cierta articulación de una «coartada». Así, el significado que damos como individuos a una determinada acción será aquél que más beneficie a nuestra comodidad o a nuestros intereses y, en definitiva, a todas las posibles encarnaciones de nuestra autocomplacencia.
Si la acción es demasiado intolerable solemos optar por la apatía o por la indiferencia, previa denuncia testimonial. Éste es un mecanismo habitual. Pensemos en las matanzas de El Congo por el coltán, mineral tan necesario para que puedan construirse nuestros teléfonos móviles. Desde un punto de vista «moral-teórico» todos condenamos lo que allí sucede –de esto no cabe duda–; sin embargo, desde el punto de vista de la «moral-coartada» preferimos mirar hacia otro lado –desinformándonos a conciencia y evitándonos así el sufrimiento de pensar en el asunto– tal y como ocurre con muchas otras tragedias de las que somos beneficiarios, directa o indirectamente.
La «moral-coartada» opera en muchos otros niveles. Es una suerte de «relativismo voluntarioso» donde no hay más asideros para explicar la realidad que aquellos que nos permitan conciliar el sueño. Los aplicamos en nuestra vida cotidiana, dando legitimidad a comportamientos moralmente dudosos, pero que van encaminados, presumiblemente, a conseguir unos fines más elevados.
Sin embargo, aunque un teléfono móvil no sea algo reprobable en sí mismo, y aunque exista una distancia evidente entre marcar un número de teléfono y apretar un gatillo –piensen ahora en uno de los niños que trabajan en aquellas minas–, lo verdaderamente intolerable es que no hagamos «algo más» para impedir que este mundo sea «tal y como es».
Deja de ser admisible, por tanto, la afirmación de aquellos que se dicen portadores de unos «principios», ya que la «moral-coartada» sólo evidencia la existencia de unos «fines».
Zygmunt Bauman utiliza el término «adiaforización» para referirse a la acción y el efecto de hacer que el acto y el propósito de dicho acto se vuelvan moralmente neutros o irrelevantes
Un libro perturbador, Modernidad y Holocausto de Zygmunt Bauman, mantiene que el genocidio judío no fue una anomalía de la Modernidad sino que fue un producto de la misma. Todo el sistema burocrático se coordinó, mediante una estudiada división del trabajo, para que se llevara a cabo un fin –la aniquilación del pueblo judío dentro del territorio del Reich– de forma metódica, científica y en términos de eficiencia. Quienes se ocupaban de ordenar los registros y de rellenar las fichas de los judíos, redactar memorandos, elaborar anteproyectos o participar en conferencias no eran tal vez conscientes del verdadero efecto final –asesinatos en masa– de sus actividades cotidianas. «Nos limitábamos a cumplir órdenes», es la frase con la que muchos trataron de justificarse cuando la barbarie fue conocida.
El filósofo polaco Zygmunt Bauman utiliza el término «adiaforización» para referirse a la acción y el efecto de hacer que el acto y el propósito de dicho acto se vuelvan moralmente neutros o irrelevantes:
“Las inhibiciones morales contra las atrocidades violentas disminuyen cuando se cumplen tres condiciones, por separado o juntas: la violencia está autorizada (por unas órdenes oficiales emitidas por los departamentos legalmente competentes); las acciones están dentro de una rutina (creadas por las normas del gobierno y por la exacta delimitación de las funciones); y las víctimas de la violencia están deshumanizadas (como consecuencia de las definiciones ideológicas y del adoctrinamiento)”.
Respecto a las dos primeras condiciones –que podemos extrapolar a realidades distintas al ejemplo que nos plantea Bauman– responden a que el ideal de la disciplina apunta a la identificación total con la organización, donde se deben eliminar las opiniones y las preferencias personales, lo cual quiere decir que hay que estar dispuesto a destruir la identidad individual y sacrificar todos los intereses personales que no coincidan con las tareas de la organización. “En la ideología de la organización, esta disponibilidad para un sacrificio personal tan extremado se considera una virtud moral”. Por tanto, la disciplina sustituye a la responsabilidad moral.
Dicho de otro modo: la Kristallnacht (noche de los cristales rotos), como punto álgido del antisemitismo en las calles, supuso el asesinato de unos 100 judíos. Para alcanzar la cifra de 6 millones habrían hecho falta 20 años de Kristallnacht. Es, sin embargo, el proceso burocrático, en términos de eficiencia, orden y extrañamiento hacia la víctima, que es cosificada como mercancía (en los trenes se hablaba de “carga” y no de “personas”) lo que consigue alcanzar la terrible cifra que ahora conocemos. La «violencia estructural» es mucho más terrible y definitoria, por tanto, que la aparición de determinados episodios violentos.
Lo más peligroso de las estructuras es que son invisiblesRespecto a la cuestión de las estructuras es conocida la afirmación de Lévi-Strauss: “un sistema o configuración es siempre algo más que la suma de sus partes”. Un buen ejemplo para explicar este razonamiento, en apariencia tan complejo, es el caso de el señor Peel narrado por Wakefield y que Marx recoge en El Capital. El señor Peel llevó consigo de Inglaterra a la Nueva Holanda medios de subsistencia y de producción por un importe de 50.000 libras. El señor Peel trasladó además a 3000 personas pertenecientes a la clase obrera: hombres, mujeres y niños. Una vez que hubieron arribado al lugar de destino, sin embargo, el señor Peel se quedó sin un sirviente que le tendiera la cama o que le trajera agua del río. “Todo lo había previsto, menos la exportación de las relaciones de producción inglesas al río Swan en Nueva Holanda”.
Esas «relaciones de producción» son la «estructura», lo «estructural», eso que define que «el todo sea mayor que la suma de sus partes». En ausencia de dicha estructura (entendida por Wakefield como «relaciones de producción») los 3000 obreros se liberaron de todo compromiso con el señor Peel y se buscaron una hamaca.
Por tanto, la «moral-coartada» mediante la cual nos despreocupamos de todos aquellos problemas que entendemos que no nos son cercanos y urgentes, o incluso de aquellos que sí lo son, pero que preferimos no mirar de frente, es una cuestión estructural. Lo más peligroso de las estructuras es que son invisibles. La tarea más importante que tenemos en el horizonte es desactivar dichas estructuras en todo lo relativo a la violencia, a la precariedad, al machismo o a los refugiados, por citar sólo algunos ejemplos. Por encima de todo ello se erige una «superestructura ideológica» que yo denomino «moral-coartada» y que es trasversal a todas estas cuestiones anteriormente expuestas. «Coartada» como subterfugio, estratagema o disculpa, pero también «coartada» en su sentido de coerción por la vía de sistemas disciplinarios.
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Absolutamente de acuerdo en el diagnóstico. ¿Cómo sacar/nos de la obediencia automática?, ¿cómo activar el pensamiento autonomo?, al fin, ¿cómo liberar/construir al «sujeto»? Me pregunto si el sentimiento de culpabilidad es iatrogenico, nos hemos adaptado a él, nos disociamos/desactivamos cuando aparece. Creo que la rebelión es posible desde la vitalidad, la lucha por la vida y/o el entusiasmo.