Feminismos
Giaganti: “Siempre tuve la sensación de estar partida entre identidades y clases”

Silvina Giaganti, escritora y filósofa, hincha de Independiente, nacida en Avellaneda (Argentina), hace estallar una intersección potente: sexo, clase, deporte y escritura.
Silvina Giaganti 1
Silvina Giaganti. Fotografía: Lucía P. Noel.
Doctora en Historia. Profesora.
21 abr 2023 08:30

-Quería comenzar esta especie de conversación diferida evocando la escritura de Dorothy Allison. Allison, en su libro Skin: Talking about sex, class & literature, tiene un capítulo que se llama “Una cuestión de clase”. Cuando leo tu último libro, Donde brilla el tibio sol, o repaso algunos poemas de Tarda en Apagarse, no dejo de pensar en una frase: “Estos puños huesudos de trabajadora blanca empobrecida se empotran en mi boca terca de lesbiana / I pressed my bony White trash fists to my stubborn lesbian mouth". Tu voz se acopla a la complejidad poética de esta frase. La identidad o, mejor dicho, el habitus y hexis de clase trabajadora empobrecida empotra la boca lesbiana. Pero a la vez esa imagen, violenta en apariencia, tiene la potencia poética y política de una interseccionalidad que, creo, tiene mucho recorrido para pensar nuestro repertorio de lenguas tortilleras. Avellaneda sos vos. Y vos también sos la lengua de una disidencia que no sólo es sexo-afectiva. Es la lengua de una época fracturada por la desindustrialización y el neoliberalismo. Es la lengua de los barrios entumecida por la desestructuración social.
A Avellaneda la pienso mucho, porque tuve que perfilar cómo hacer el éxodo de ese loquero que fue la cuna industrial del país y tuvo el primer shopping de Argentina en 1986, el Shopping Sur, en donde antes había estado el frigorífico La Negra, definiendo el cambio de identidad de la patria, de una fabril a una de servicios.

-¿Cómo funciona en tu escritura esta intersección, esta presencia que es ausencia? O parafraseando a Santiago Llach en el prólogo a Tarda en apagarse, ¿cómo batallas con los fantasmas que impiden sumergirte en el presente?
Creo que lo que más me atrae de los escritores y escritoras que me gustan son los pactos que hacen con sus obsesiones, con su puñado de asuntos que segregan —que elaboran y liberan— cuando escriben. Por distinto que sea un libro de otro libro, de un autor que me gusta, lo que me atrapa es leer la telaraña que construye para desplegar de distintas formas su misma obsesión. Este rodeo es para decir que la sustancia con la que cocino prácticamente casi todo lo que escribo está hecha, además de con muchísimo de lo que leí, de sexo y de clase, de eso que vos llamás interseccionalidad. Estos dos agentes, sexo y clase, están siempre presentes en mi escritura, a veces lo están en simultáneo, a veces se alternan. A veces los hago discutir, a veces los hago acompañarse, a veces hago que apenas se toleren. Así lo están en mi escritura como así lo están en mi vida. Durante muchos años fue inevitable e ineludible subirle el volumen a mi sexualidad, desarmar mi vergüenza sexual para que dejara de ser vergüenza justamente. Y durante otros momentos lo que se llama clase copó toda mi vida. Pero si yo fuera una casa embrujada (y probablemente a veces lo sea) diría que esas dos presencias no se van nunca, no hay forma de que se vayan. Esa es mi manera de batallar con los fantasmas: admitir que están sentados en la mesa de mi vida. Y mi otra manera de batallar es sentarlos en la mesa de la escritura para darme una tregua a mí misma, un refugio temporario que no es más que sentir que los puedo calmar un rato. Son presencias contundentes que me acompañan desde que yo pude decir yo, y que a veces me abruman, y que además no siempre se acoplan, no están exentas de peleas y de contradicciones como te decía. No puedo evitar citar acá a Didier Eribon, quien lo dijo de un modo tan verdadero, de un modo que se siente en el cuerpo, la cabeza y la emoción; y es que para salir de su closet sexual y vivir plenamente su sexualidad, eso mismo lo metió en el closet de la clase. Dejó de tener que disimular su sexualidad pero eso le implicó empezar a disimular su clase. Creo que es bastante claro esto pero te voy a dar un ejemplo personal, un recuerdo de mi vida. A los 16 años, era 1992, me enamoré muchísimo de una chica de 18 años de otra clase social a la que conocí en un taller literario. Ella me hizo conocer otra música, otro cine, otra literatura y otras comidas. Su padre era gerente de una empresa. Y yo andaba con un llavero de Independiente, el club del que soy hincha. Y un día me lo vio, y puso cara como de “dale, qué haces con esto” —o yo, en mi sensación de ser menos interpreté todo eso, no lo sé—, y al otro día lo tiré o lo guardé y empecé a usar otro llavero, para seguir teniendo chances de que alguna vez gustara de mí. Y efectivamente, terminó gustando de mí, no creo que porque tiré el llavero. Esto ahora puede sonar viejo, incluso suena viejo para mí, pero me resultó muy fuerte, tan fuerte que lo sigo recordando treinta años después. Hoy me sonrío al recordarlo, pero detrás de esa sonrisa hay algo serio como la escritura que me permitió, entre otras cosas, recablear esa interseccionalidad. Pero lo que quiero decir es que ni la interseccionalidad ni cada factor que la compone es paz y armonía todo el tiempo. Y para quienes escribimos está bien, porque la escritura se alimenta del conflicto, de volver una y otra vez a los fantasmas y revolver.

Giaganti 2
Cubierta del libro de Silvina Giaganti.

-Tu obra hunde los dedos en el lodo de la movilidad social ascendente. Compone figuras que evocan un pasado colectivo pero volviéndolo carne, sudor y prosa. Me interesa preguntarte acerca de la figura Madre en tanto rebote identitario, en tanto potencia para la huida; ya que en Donde Brilla el tibio sol ahondas en la figura del Padre de manera más profusa. ¿En qué lugar de la imaginación poética sitúas a la madre en tu escritura?
Las mujeres que más amé/las que me volvieron loca de verdad/las chicas con las que quise todo, escribían.

Mi mamá hizo hasta segundo grado y no/me miró los cuadernos ni pudo/colorear un mapa conmigo o ayudarme/en un ejercicio de contabilidad.

El asunto de la movilidad social ascendente, esa insignia que todas las sociedades se quieren colgar, aunque más no sea como aspiración, es algo que implica mucho dolor para quienes somos, como dice Eribon, “tránsfugas de clase”. Es inevitable la sensación de traición al origen cuando para vivir tu sexualidad —que en un barrio y en la adolescencia no es nada fácil— y tu incipiente despertar intelectual inexistente en tu casa, tenés no solo que alejarte con el cuerpo sino con la cabeza y la emoción para empezar a sumergirte en otros circuitos que no tienen nada que ver con tu origen —ni el lenguaje, ni las costumbres, ni los antecedentes profesionales, ni la guita—. Quiero decir, ser una tránsfuga de clase es tener que vincularte con otros que no son los tuyos pero también considerar como otros a los tuyos. Con el dolor dulce de saber que, además, en algunos aspectos, tus padres, tu tío, tu tía, hicieron el esfuerzo que hicieron para que vos puedas tener una vida un poco mejor a la de ellos. Es como ese fragmento de Annie Ernaux sobre su padre en El lugar, que me hizo llorar tanto pero tanto mientras lo leía arriba de un micro que iba a Rosario: “Quizá su mayor orgullo, o puede que hasta la justificación de su existencia: que yo pertenezca a un mundo que lo había despreciado a él”.

Sí, entiendo que debería pasarla bien siendo primera generación universitaria en mi familia; sí, entiendo que debería hacerme bien que, a pesar de haber trabajado de cualquier cosa desde los 17, ahora tengo trabajos que no me revientan el cuerpo; sí, entiendo que es hermoso haber podido viajar cuando mis padres no pudieron hacerlo nunca; sí, entiendo que haber publicado es algo que nunca me hubiera imaginado y me gratifica. Pero en todo esto que parece y es algo bueno y sin duda lo gozo, hay una parte de mí que no lo deja de vivir como la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser, como dice el tango.

“Ser una tránsfuga de clase es tener que vincularte con otros que no son los tuyos pero también considerar como otros a los tuyos”

Con respecto a lo otro que me preguntás, mi mamá se llama Livia, un nombre corto y seco como ella. Vino de Italia a los catorce años con su mamá y su hermana. Casi un mes tardaron en llegar, vinieron sin hombres; su papá había muerto en la guerra y a su hermano mayor lo partió un rayo en el pueblo en el que nacieron. Allá plantaban papa en el campo y vivían a trescientos metros del mar. En el puerto, parte de la familia tomó un barco que iba a Canadá y otra parte tomó un barco que venía a Argentina. Mi mamá hizo hasta segundo grado y, como dice el poema Las mujeres que me volvieron loca de verdad, cada vez que la veía firmar algo lo hacía como alguien recuperándose de un golpe. Trabajó en Alpargatas cosiendo zapatillas hasta que conoció a mi papá y se casaron. Mucho después de irme de mi casa, empecé a reconocer sus gestos de amor. Y cada vez que empiezo a llorar por una mujer me doy cuenta de que termino llorando por ella. Mi mamá es una mujer extremadamente contenida, portadora de escasos recursos para brindar afecto y contención. Y claramente no pudo generar un nexo entre la escuela y yo, no pudo ayudarme con eso en ninguna etapa. Yo iba a la escuela y era muy poquito lo que entendía, y volvía a casa y no podía manifestarlo, porque entendía perfectamente que no era el lugar. ¿Pero cuál era entonces el lugar en el que una nena de 6 años pudiera decir: no me está yendo bien en la escuela? Por eso ese poema, esa cadena rota en mi cabeza entre casa y escuela. A veces releo ese poema y pienso: ¿fue mi mamá la primera mujer que me volvió loca de verdad o fueron las otras? Una mujer muy dura mi mamá, muy implacable, andá a saber qué le pasó en la vida que se metió tanto para dentro. Me quiso y me quiere a su modo, un modo austero y a veces desconcertante. Pero si no me hubiera querido y cuidado yo no hubiera sobrevivido.

Silvina Giaganti 3
Cubierta del libro de Silvina Giaganti.

-En Donde Brilla el tibio sol abre con una cita de Regreso a Reims. ¿Cómo transformas esa melancolía, que es una especie de habitus hendido en la carne, en texto, en hábito de escritura?
Cuando se publicó Donde brilla el tibio sol me pidieron que escribiera un texto sobre su proceso de escritura y me puse a pensar que de tanto leer, o de leer cada tanto, una no solo asimila historias, peripecias y puntos de vista, sino que intuye mundos que no fueron escritos, o que fueron escritos pero a los que una todavía no llegó. Y eso me pasó con Regreso a Reims, que leí después de haber escrito este libro, pero que sin dudas lo influenció, como influenció mi vida, mi lesbianismo y mi reflexión sobre la literatura Reflexiones sobre la cuestión gay, que leí hace veinte años, y que me hizo inteligible que la salida del closet es apenas un envión para un éxodo mayor y que claramente en parte lo viví pero que me lo hizo inteligible Eribon en ese libro. Leer Regreso a Reims fue una revelación y una confirmación al mismo tiempo de una sensación que tuve toda mi vida de estar partida, partida entre identidades y clases y partida por no encajar nunca del todo en ninguna parte, o de ser de más de un lugar pero no ser del todo de ninguno. Eribon lo dice mejor, al decir que hay una melancolía inarrasable cuando se pertenece a dos ámbitos tan diferentes que por su distancia parecen irreconciliables. Es inevitable la sensación de traición al origen, la de ser una tránsfuga de clase, como decía antes. Pero también influenció a Donde brilla el tibio sol un libro que también leí después, que es ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?, de Jeanette Winterson, un libro de memorias. El libro de Winterson lo tengo conmigo desde 2014. Me lo regaló la ex novia de una amiga que me dijo: “Gigante, tenés que leer esto”, con su acento alemán inarrancable. Finalmente lo leí en 2020. No puedo sintetizar un libro que justamente lo que hizo conmigo —y con mi escritura— fue expandirme. Pero sí digo al menos que Winterson es una escritora inglesa y que en este libro de memorias habla de su infancia pobre en la Manchester industrial, de que fue una niña adoptada por un matrimonio pentecostal y que su madre era una creyente demente que veía pecado por todas partes. Para colmo, Winterson se la dejó servida: lesbiana. Que la madre la echó cuando se anotició de esta situación, que Winterson se fue a dormir a un auto, que pegó una beca para estudiar, que se enamoró cada vez como si la otra persona fuera el comienzo y el fin del mundo. Y que cuando una mujer le rompió el corazón y efectivamente le mostró el fin del mundo, se enamoró de otra mujer que la amó bien por primera vez, y esto la impulsó a buscar a su madre biológica. Y que la encontró, y que apreció haberla encontrado, pero también volvió a pensar en su otra madre —la aparición de la biológica le exigió volver a pasar por cómo fue criada por la adoptante— y la apreció y reivindicó también. En ese libro Winterson dice algo que me marcó y que de algún modo confirmó el tipo de escritura que intento desplegar: “Por eso cuando la gente dice que la poesía es un lujo, o una opción, o para las clases medias cultas, o que no se debería leer en el colegio porque es irrelevante, o cualquiera de esas extrañas tonterías que se dicen sobre la poesía y el lugar que ocupa en nuestras vidas, sospecho que a la gente que las dice le ha ido bastante bien. Una vida dura necesita un lenguaje duro, y eso es la poesía. Eso es lo que nos ofrece la literatura: un idioma suficientemente poderoso para contar cómo son las cosas. No es un lugar donde esconderse. Es un lugar donde encontrar”.

He escuchado más de una vez a personas decir que mi poesía y mi narrativa es cruda, es dura, es concisa, que no tiene ni una palabra ni de más ni de menos, que digo con poquito. Alguna vez quizá leer esas apreciaciones me molestó, porque suena a carencia de sofisticación, a una limitación para hacer estallar el lenguaje y que caiga al vacío. Pero realmente suscribo lo que dice Winterson, que una vida dura necesita un lenguaje duro, y que eso es la poesía.

“Me gusta entrar a la escritura desde las cosas —una heladería preferida, un corte de pelo que tuve en 1983— porque me parece que es una forma lateral de decir algo, es narrar pero entrando desde un costado y no desde una supuesta centralidad”

-Tu manera de forjar unas imágenes paganas en poesía y en prosa es una cantera de figuras plebeyas. Puedo visualizar mi propia biografía al palpar cómo narras los objetos y texturas de tu infancia y adolescencia; el papel de regalo crujiendo; el sonido de la escoba deslizándose de madrugada; el contraste de color de los sanitarios con los azulejos. ¿Eres consciente de la capacidad figurativa de estos recursos o forma parte de una manera automática de situar la voz?
Esto que decís de forma tan linda me lo marcó una ex novia poeta, con la que nos leíamos mutuamente lo que escribíamos. Quizá no fue la primera persona en decírmelo, pero quizá por el amor que circulaba ahí y por su forma tan atenta de leerme, yo reparé por primera vez en esta, como decís, cantera de figuras plebeyas que produzco. Y al mismo tiempo que me lo hizo notar, consolidó una confianza en mí para situar la voz desde ese lugar. Me gusta entrar a la escritura desde las cosas —desde una heladería preferida, hasta un modo de preparar una comida, o de un corte de pelo que tuve en 1983, o lo que recuerdo de una charla con amigas— porque me parece que es una forma lateral de decir algo, es narrar pero entrando desde un costado y no desde una supuesta centralidad. Si hablo de un corte de pelo que tuve en 1983, probablemente no esté hablando solamente de eso, pero es y crea atmósfera para sugerir otras cosas. En verdad, es un poco la aplicación del show don't tell, cuando escribo me tira ser específica, involucrar la mayor cantidad de sentidos posibles, ir al microdetalle, no sentenciar, ser concreta, bien material. También, fuera de este principio de la escritura, me gusta estar entre las cosas, me gusta compenetrarme con lo cotidiano, estar donde estoy de forma completa: ver cómo sale humo de la pava, caminar y mirar todo lo que pueda lo que se me cruza, elegir con detenimiento la fruta y la verdura que compro, qué se yo, le presto mucha atención a todo de forma puntual y soy anti-multitasking.

-¿Pensás que el fútbol es una posibilidad para imaginar los contornos de otros territorios del deseo y de la identidad? ¿Tenés algo para aportar en relación al planteo de una masculinidad femenina como potencia disidente? Te pregunto esto como contrapunto a un recorrido interesante que Ana Pastor Pascual hace en Chandaleras. Masculinidad Femenina vs Feminidad obligatoria.
Antes de gustar de mirar fútbol a mí me gustó jugar al fútbol. A los cinco, seis años ya pateaba y pateaba una pelota de cuerina contra la pared de afuera de mi casa, de un modo repetitivo y durante horas, no paraba, mi mamá me llamaba para que entrara un rato a mi casa a comer al menos. Después, hasta los 11 jugué con los varones del barrio y en una quinta a la que iba a pasar algunos veranos con mi tía, en Florencio Varela, también con varones. El problema empezó en la adolescencia, cuando me empezó a cambiar el cuerpo y a mi mamá dejó de causarle gracia, por decirlo de un modo amable, que yo siguiera jugando al fútbol con los varones de la cuadra. Hace 30, 35 años que una mujer jugara al fútbol era sospechoso. ¿Cómo una mujer iba a jugar al fútbol? Había una idea horrible que básicamente tenía que ver con que si era mujer no podía entender de fútbol ni jugarlo, y si lo entendía y jugaba no era una mujer, por supuesto que en un sentido injuriante. Con lo cual alguien como yo, que quería jugar al fútbol y era una de las cosas que más feliz me hacían, sentí una especie de censura no solo por la privación de practicar el deporte que más me gustaba y me gusta, sino por mi cuerpo, por la felicidad y comodidad que me daba jugar al fútbol. Yo, jugando al fútbol, descubrí de qué manera era y cómo quería que se moviera mi cuerpo. Ninguna pavada eh. Pude recuperar el fútbol recién a los 17, cuando me enteré de que Mónica Santino había armado algo en Caballito y empecé a ir.

Con esto quiero decir que sí creo que el fútbol tiene una potencia propia para desplegar las masculinidades no hetero/cis sexuales, entre otras potencias. Yo creo que soy una persona bastante masculina —más allá de que una novia que tuve me decía siempre: “sos tan mujer”, y eso me calentaba también, porque una alberga multitudes ya—, y por ese motivo he recibido a veces una doble injuria, la de que soy masculina justamente, pero también la de que mi masculinidad es menos legítima que otras, como si hubiera formas más legítimas que otras de encarnar la masculinidad. Y el fútbol me ha dado la posibilidad de encontrar un yo profundo, de conocerme muchísimo, cuando lo volví a practicar a los 17, de hecho eso acompañó una comodidad cada vez mayor con mi cuerpo, una mayor confianza en mí y con mi deseo hacía mujeres.

-¿Qué diagnóstico harías en relación a las biografías de niñes en el presente contrastadas con tu propia experiencia con el deporte, en particular el fútbol?
El diagnóstico que hago respecto de esta breve biografía de jugadora en la respuesta anterior, es que ahora las nenas tienen un poquito más de margen para poder practicar fútbol, para decirles a su mamá, a su papá, a sus hermanos que quieren jugar. Están siendo dejados atrás los prejuicios respecto de que las mujeres y el fútbol no se gustan ni se desean ni son el uno para la otra. La selección argentina femenina de fútbol va a participar del mundial ahora en julio, y espero y estimo que con un poco más de apoyo que el que venían teniendo, que históricamente fue pobre. El fútbol femenino en la Argentina aún está a la sombra del de los varones en términos de apoyo, cobertura, visibilización, etc. También quisiera mencionar a Las Pioneras, que dejaron una marca en la historia del fútbol femenino en Argentina, especialmente por lo hecho en el mundial de México en 1971, y que ahora están muchas de ellas apoyando a las chicas de la selección actual. En lo personal te puedo decir que en estos años yo jugué con mis equipos en canchas en las que alrededor estaban totalmente ocupadas por varones y ahora, en los últimos años, hay cada vez más canchas ocupadas exclusivamente por pibas, o por pibas y pibes y pibis todes mezclados. Igual esta visión y percepción es parcial y lo que deseo realmente es que una nena pueda decir que quiere jugar al fútbol y nadie le diga que no es un deporte para ella, que nadie la mire mal por eso y que haya lugares accesibles y seguros en donde pueda hacerlo.

“Una vez una chica me escribió y me dijo: “las pibas de Avellaneda te admiramos en silencio, Silvina, leerte hizo que todo duela menos, gracias”. Posta, no hay mucho más después de recibir un mensaje así”

-Para cerrar querría que nos contaras tu percepción sobre la lectura de tu obra con esa particular inscripción de clase en los círculos lesbianos y feministas.
En una entrevista me preguntaron hace poco por qué pensaba que al primer libro que publiqué, Tarda en apagarse, le había ido tan bien. Y mi respuesta es siempre la misma: que no creo ser la persona que tenga que responder eso, porque no tengo idea. Con esto quiero decir que es muy difícil tener una percepción sobre por qué a una la leen, quiénes a una la leen, y qué encuentran en eso que leen. Sí puedo decir que en todos estos años me han escrito un montón de personas para decirme cosas enormes como que algún poema o texto o frase o fragmento han sido importantísimos en su vida; o que han comprado mis libros cinco veces, una vez para sí y otras para regalar; me han escrito personas de todas las edades, países, género y sexo y tal para decirme un montón de cosas que creen leer en lo que escribo. Entiendo o percibo que la lectura de los libros que publiqué desborda la recepción de los círculos lésbicos y feministas, pero sí me consta que en esos círculos soy leída. Creo que, para cerrar como empezamos esta entrevista, en casi todo lo que escribo los agentes sexo y clase están presentes, y claramente no lo hago desde una mirada heterosexual, patriarcal y en donde las mujeres no se sostienen económicamente por arte de magia sino por su propio esfuerzo. Sé que me leen y me han leído lesbianas y feministas, y eso es algo muy importante para mí. No quiero profundizar pero me lee con minuciosidad gente que admiro mucho y eso es muy grato. Y también me han escrito chicas jóvenes para decirme cosas que me han desarmado. Una vez una chica me escribió y me dijo: “las pibas de Avellaneda te admiramos en silencio, Silvina, leerte hizo que todo duela menos, gracias”. Posta, no hay mucho más después de recibir un mensaje así.

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