Filosofía
Estética no es (solo) un nombre de comercio

A raíz de la reivindicación de Operación Triunfo por parte de algunos sectores de la izquierda, ha recuperado vigencia la discusión sobre la alta cultura y la cultura popular. Urge plantearse el sentido que le damos a estas categorías y su ilación con el capitalismo.

Operación Triunfo
Un momento de una de las galas de OT
13 feb 2018 09:15

En las últimos días se ha popularizado un artículo de Daniel Bernabé a propósito del fenómeno Operación Triunfo y su reciente reivindicación por sectores de izquierda. El artículo plantea que, al parecer, vuelve a instalarse entre la opinión pública el enfrentamiento entre cultura elitista y cultura popular, lo que llevaría a retomar la problematización sobre éste último tipo de cultura, la cultura de masas y la industria cultural.

Bernabé discurre acerca del papel que para la configuración ideológica han jugado y juegan las expresiones culturales. Critica que, por temor a una apariencia de elitización, Operación Triunfo —o cualquier expresión surgida de la industria por donde se cuele una transmisión de valores útiles para la transformación política— está siendo falsamente aplaudido y expone que la clave sigue estando en los medios de producción y consumo del objeto cultural.

Reflexionar sobre el hecho artístico interpela a todo el mundo de manera muy intensa. No solo opinan algunos activos productores de cultura, también los consumidores. Las redes sociales generan un innumerable volumen de intercambio de pareceres cuando un debate de estas características entra en escena y en muchas de estas opiniones resuenan elementos que han sido centrales en la historia del pensamiento, aunque creamos que tienen su origen únicamente en nuestro individual gusto. Nuestro juicio estético contiene, de manera intuitiva, los grandes debates de la filosofía del arte.

Si ponemos entre paréntesis el elemento del entretenimiento —producto o género artístico concebido en el siglo XX para su uso en tiempo liberado o de ocio—, y sin dejar de lado el marco interpretativo de la superestructura, en el fondo parece ser que nunca dejamos de debatir sobre cuestiones bien antiguas. Volvemos a abordar conceptos propios de la estética o la teoría filosófica del arte: qué supone y cómo se establece el canon, la teoría del gusto, la función del arte, la recepción. Algo que parece recluido en las academias pero que constantemente impregna el afuera de nuestras prácticas.

Aunque hayamos pasado por revoluciones formales, aunque el mercado haya permeado todo ámbito de creación y difusión artística, pensar el arte sigue siendo algo que nos interpela
La estética como disciplina, como otras, es un constructo. Y uno relativamente joven para el corpus filosófico. Hasta bien entrado el siglo XVIII no se constituye como discurso autónomo, gracias a la aportación de Alexander Baumgarten y a la Crítica del Juicio kantiana. ¿Qué nos señala el hecho de remontarnos a sus orígenes? Que ese punto de inflexión fundacional, a saber, que lo que constitutivamente cumple una función sensorial, placentera y recreativa no deja nunca de generarnos pensamiento, es el mismo sobre el que volvemos una y otra vez. Aunque hayamos pasado por revoluciones formales, aunque el mercado haya permeado todo ámbito de creación y difusión artística, pensar el arte sigue siendo algo que nos interpela.

Explicaba el filósofo marxista Walter Benjamin en el imprescindible ensayo La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica, de 1936, que la división entre alta cultura y cultura popular es una categorización estética forjada en el mismo siglo XVIII con los románticos, anterior a la revolución industrial, una delimitación que la burguesía en el capitalismo incorporaría como identitaria. A partir de entonces, la dialéctica entre alta cultura y cultura popular toma entidad dentro de la disciplina estética y nos conduce a otro momento clave en la genealogía del asunto con el que arrancábamos: no se entiende lo que conocemos como estetización de la política—la reflexión acerca de la coyuntura entre el modo de producción capitalista, el desarrollo de la técnica, el análisis cultural de la experiencia, los procesos de enajenación e individuación y el auge del fascismo— sin las aportaciones que introdujeron los autores referentes de la Escuela de Frankfurt en la primera mitad del siglo XX.

La capacidad de difusión exponencial de un evolucionado medio técnico ha supuesto para algunos la manifestación del resquebrajamiento de una industria cultural hegemónica
Es tanta la herencia inconsciente de las tesis adornianas en nuestros debates que sería bueno remarcar la magnitud del hecho. Son Adorno y Horkheimer quienes introducen en la Dialéctica de la Ilustración, el 1944, el término industria cultural para evitar la interpretación idéntica a cultura de masas o cultura popular, y así poder trazar una crítica sobre los mecanismos de coerción del modo de producción capitalista que permiten imponer un canon artístico o cultural y que sea el individuo quien lo asuma con docilidad y apariencia de libertad. La defenestración de la cultura de masas y la industria del entretenimiento tiene su —sesgado— origen en dichas tesis, aunque no hayamos oído hablar nunca de sus autores. Sin ir más lejos, basta recuperar esta cita en el contexto de la detracción de Operación Triunfo para sorprendernos con la actualidad de la Dialéctica de la Ilustración:

“Que se consuman 'valores' y que éstos porten consigo afectos […] es una expresión ulterior de su carácter de mercancía. Pues la totalidad de la vida musical del presente está dominada por la forma de la mercancía: se han erradicado los últimos residuos precapitalistas”

Otro elemento clave advertido es la falsa visión de espontaneidad por la que determinada expresión artística entra a formar parte de la cultura de masas. Ilusoria, pura ideología. No podría ser un debate más vigente. Tanto Benjamin como Adorno asisten a la universalización del arte y la cultura en pleno siglo XX. El cambio en las condiciones y los medios de producción de la cultura, gracias a la técnica y su reproductibilidad, intensifican su producción y consumo y homogeneizan el gusto para facilitar el consumo de la mercancía artística. Todos estos asuntos toman en la era del streaming un nuevo impulso. La capacidad de difusión exponencial de un evolucionado medio técnico ha supuesto para algunos la manifestación del resquebrajamiento de una industria cultural hegemónica.

Se ha hablado de cómo el trap, el reggaeton u otros géneros musicales populares han obligado a reposicionarse a la industria musical. Si siguiéramos a Adorno en este sentido, no habría debate: el capitalismo sabe y puede apropiarse de todas las formas de expresión cultural que se produzcan en el seno de su maquinaria.

Resulta curioso cómo la problematización sigue operando. El mainstream y la contracultura. La creatividad y la copia. Entendemos que muchas de sus posibilidades de interpretación ya estaban contenidas en la obra de Adorno y sería interesante seguir releyéndolo. Y aunque comúnmente se ha reproducido su obra con ese indudable tamiz pesimista que dibuja un callejón sin salida, Adorno está pensando en todo momento en la organización social y económica que mengua la autonomía y la sensibilidad del individuo para el consumo de la mercancía.

Si somos fieles a su mensaje, no todo está perdido; sigue contemplando, pese a ello, “un desvío a la esperanza” en aquellas parcelas ajenas a la copia de la copia, a la cultura administrada.

Sobre este blog
La filosofía se sitúa en un contexto en el que el poder ha buscado imponerse incluso en los elementos más básicos de nuestro pensamiento, de nuestras subjetividades, expulsando así de nuestro campo de visión propuestas teóricas y prácticas diversas que no son peores ni menos interesantes sino ajenas o directamente contrarias a los intereses del sistema dominante.

En este blog trataremos de entender los acontecimientos del presente surcando –en ocasiones a contracorriente– la historia de la filosofía, con el objetivo de poner al descubierto los mecanismos que utiliza el poder para evitar cualquier tipo de cambio o de alternativa en la sociedad. Pero también de producir lo que Deleuze llamó líneas de fuga, movimientos concretos tanto del presente como del pasado que, escapando del espacio de influencia del poder, trazan caminos hacia otros mundos posibles.
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