Filosofía
Del dentro al afuera: pensar las instituciones

Recorrer los caminos de las instituciones contemporáneas es la posibilidad de encontrar las fugas a un tiempo sin presente y liberar las potencias de la imaginación política.
Asamblea Feminista 15M Barcelona
Asamblea Feminista del 15M en Barcelona Bárbara Boyero
Doctorando en filosofía contemporánea por la Universidad de Barcelona
28 may 2024 08:01

Durante los últimos años, y al calor del éxito editorial de Mark Fisher, se ha ido repitiendo que “es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo”. Más allá de que su autor fuera Zizek o Jameson, la sentencia sobre el contenido de nuestra imaginación continúa teniendo una fuerza insólita. Sin embargo, la fuerza de la sentencia no se debe a la falta de autor sino, más bien, a lo que señala de nuestro tiempo: nuestro problema político estriba en la incapacidad de imaginar otro mundo. Por otra parte, si se ha repetido hasta la saciedad que no podemos imaginar un fin del capitalismo, es porque ha preponderado una imaginación absolutamente capaz de imaginar el fin del planeta. Han proliferado relatos apocalípticos o postapocalípticos, como La carretera de Cormac McCarthy, relatos hobbesianos, como la serie Colapso, y hasta relatos hilarantes sobre nuestra impotencia como la reciente película No mires arriba. Una mezcla de datos objetivos e imaginación apocalíptica se ha ido apoderando de nuestro presente, dando aún mayor fuerza al dictum thatcheriano de que, por si alguien se había olvidado, no hay alternativa. La imaginación se sitúa en un enclave, por una parte, rodeada por los monstruos apocalípticos y, por otra, por la catarsis neoliberal. Parece que la falta de alternativa se suple entre la ansiedad y la depresión; si bien no hay nada que hacer, nos quedan muchos burpees por hacer.

Nuestro problema político estriba en la incapacidad de imaginar otro mundo.

En medio de una cosa y la otra, reaparece en los últimos años un gusto por la institución. Tal vez uno de los autores que más ha insistido en el concepto es Roberto Esposito que, en su libro Institución, afirma: “pero no es posible que los hombres, ni siquiera en las circunstancias más dramáticas, dejen de instituir la vida, de redefinir sus perfiles y objetivos, sus contrastes y posibilidades.” Aunque, a veces, Esposito parezca anclado a una historia demasiado italiana, el problema está planteado. El ser humano –si es que el término nos sirve aún– es un ser instituyente, es decir, no hay ser humano si no es inventado y, por tanto, la subjetividad es fruto de un conjunto de procesos instituyentes que anudan representaciones y deseo. Así planteada, la polisemia de la institución nos sirve tanto para interpelar a las instituciones del Estado cuanto a las instituciones de la que se dio en llamar sociedad civil. Y, en consecuencia, el análisis de las instituciones sociales y políticas permite centrar la atención en los actos concretos que encarnan la subjetividad contemporánea: sus luchas, malestares, represiones y fugas. Todo ello promueve una visión de la institución como un campo de afectos donde se producen subjetividades. Desde las redes sociales hasta la empresa, pasando por la familia, la atención por la institución nos permite plantear una pregunta concreta: ¿dónde nos encontramos ahora? No se trata de preguntarnos por donde nos encontrábamos ni, tampoco, por donde nos encontraremos, sino preguntarnos por qué formas instituidas dan cabida a un determinado futuro en tanto que final o, dicho en otros términos, por qué formas constituyen los afectos contemporáneos. Puesto que aquello que desaparece en nuestros días, de manera aún más feroz si cabe, es el presente desde donde movernos.

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El presente de las instituciones

En los últimos años hemos podido asistir al colapso constante del presente y, a su vez, a una tendencia a volver al refugio de un pasado lleno de futuro. Entre las nostalgias reaccionarias de una parte de la izquierda que aboga por volver a las categorías de la clase obrera, sin ni siquiera quitar el polvo al obrero industrial blanco, y las nostálgicas reacciones de una parte de la derecha que aboga por volver al make America great again, se encuentra la imposibilidad de pensar en un tiempo presente capaz de abrirse al futuro y construir un pasado.

No hay ninguna novedad en afirmar que las instituciones del Estado del bienestar han cambiado, que las instituciones del fordismo y la disciplina han mutado y que, ineludiblemente, con ello también han cambiado las formas de subjetividad asociadas a ese determinado momento histórico. Ahora bien, debemos tener presente que dicha “mutación antropológica”, como dictaba Pasolini, no nos acerca más al desierto de lo real. La mutación institucional de las sociedades contemporáneas ha relanzado nuevos modos de existencia que, en ningún caso, pueden ser extraídos de los análisis. No existe un individuo molécula o, en caso de existir, la molécula está en la institución o, si se prefiere, los efectos individualizantes de la subjetividad contemporánea son maneras de instituir la subjetividad. En 1990, Deleuze nos presentaba el paso de las instituciones disciplinarias, el psiquiátrico y el encierro, a las instituciones de control, el hospital de día y sus usuarios, y ya señalaba el problema: “sólo cabe buscar nuevas armas”. Delante de la dualidad disciplina o control y el evidente fracaso de determinadas reivindicaciones, era necesario relanzar nuevas vías para, en aquel momento, salir, también, del control.

¿Qué ha pasado para que parte de la izquierda acabe encontrando en el Estado la solución, precaria o no, a la sociedad heteropatriarcal?

Preguntarnos por el presente pasa por entender que lo que nos ha hecho como somos son las instituciones sociales y políticas en las cuales habitamos y, al mismo tiempo, tener en cuenta que éstas no agotan las formas posibles. Dicho en otros términos, el deseo no es algo externo a las formas institucionales de la sociedad pero, al mismo tiempo, las formas no agotan las posibilidades del deseo. Pensar la institución requiere esta doble vía: al mismo tiempo que se afirma que el deseo está producido en la familia y produce formas de subjetividad, se afirma que la familia existente no agota otras posibilidades. Por su parte, cuando Félix Guattari y Jean Oury experimentaban con las formas de la institución psiquiátrica en La Borde, no estaban, simplemente, anunciando una posición antiinstitucional, sino creando nuevas instituciones.

No se trata de imitar los éxitos o los fracasos, sino de repetir el gesto que hicieron muchos teóricos, como Guattari y Oury, y, por tanto, preguntarnos por lo concreto –¿cómo se instituye la subjetividad contemporánea en las instituciones existentes?– que pueda servir de antídoto a la falta de alternativa. Si bien es cierto que nuestras instituciones sociales y políticas pertenecen al capitalismo, también es cierto que esto no implica que deban permanecer iguales a sí mismas. Lejos de ser una afirmación complaciente, el gusto por lo concreto plantea el problema no desde el entronado verbo “ser” –ser o no ser una institución capitalista–, sino a partir de las conjunciones que articulan nuestras instituciones sociales y políticas. Si bien sabemos que las instituciones pueden ser totales y tener una vocación asfixiante, también debemos recordar que hasta los perdidos y exhaustos proletarios tenían “largas noches” donde subvertían los mandatos de la fábrica. Es también importante tener en cuenta que el volver a pensar la institución, las subjetividades que genera y las fugas de los marcos normativos, no puede ser un proyecto para encontrar la vanguardia de la sociedad. No encontraremos en, por ejemplo, lo queer la substancia primigenia de un nuevo mundo, pero sí que podemos encontrar en todos los movimientos de resistencia a las instituciones actuales una capacidad de generalizar y ampliar la imaginación política que nos permita entender lo queer no como punta de lanza, sino como un punto focal que hable de todes nosotres.

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Imaginar nuevas instituciones

Con la reciente publicación de El sentido del consentir de Clara Serra se pone de manifiesto que, más allá de la ambigüedad del concepto de “consentimiento”, existe un proyecto político que ha aceptado que el derecho penal o, sin más ambages, que el castigo es el marco principal para la transformación de la sociedad. La asunción de que ante la impotencia para generar nuevas instituciones, con sus afectos y sus discursos, el derecho penal es el medio con el que podemos cambiar la sociedad, nos lanza una pregunta: ¿qué ha pasado para que parte de la izquierda acabe encontrando en el Estado la solución, precaria o no, a la sociedad heteropatriarcal? No se trata de impugnar el marco in toto, pero, sin duda, se trata de preguntarnos cómo se ha pasado de cuestionarnos las formas institucionales, como las prisiones o las escuelas, y practicar nuevos modos de existencia, a aceptar las instituciones del Estado como principal recurso político.

En un texto de 2015, Fisher escribía: “no tenemos que elegir entre Gramsci, Deleuze o Guattari; entre una perspectiva hegemónica y una política del deseo. De hecho, si queremos triunfar, debemos rechazar de plano esta falsa elección. La política de clase debe ser renovada y retomada, no simplemente revivida como si nada hubiera ocurrido. De un modo gramsciano, debemos tomar en serio a las instituciones nuevamente.” Más allá de las distancias teóricas entre Deleuze y Guattari y Gramsci, Fisher plantea el problema de nuestra falta de imaginación en clave institucional. Parece, pues, que la impotencia política de nuestra imaginación reside en desplazarnos demasiado lejos, en ir más allá de nuestras circunstancias, y, por tanto, la tarea es pensar nuevamente las instituciones. La diatriba entre una política de lo pragmático y una política de lo utópico se nos presenta como inoperante, ya que un pensamiento institucional se debe hacer cargo de los conflictos concretos para poder acentuar la posibilidad de la existencia de nuevas instituciones. No se trata, pues, de elegir entre una perspectiva política o social, macropolítica o micropolítica, hegemónica o del deseo sino de vislumbrar sus constantes imbricaciones. En este planteamiento, la institución aparece como la posibilidad de poder plantear, de otra manera, el problema de nuestra falta de imaginación política. Pensar las instituciones es pensar las luchas en las instituciones actuales y, al mismo tiempo, trazar alianzas con los modos de existencia actuales, siempre teniendo en cuenta la pregunta de método; ¿a quién es útil la institución actual?

Pensar las instituciones es pensar las luchas en las instituciones actuales y, al mismo tiempo, trazar alianzas con los modos de existencia actuales.

Delante de la crisis ecológica, el neoliberalismo o los nuevos modos de producción, la pregunta institucional nos permite plantear los problemas concretos que abren la posibilidad de una imaginación operante y, por tanto, de una creación de alternativas. En este sentido, Fisher no planteaba el problema en clave de alternancia –o hegemonía o deseo–, puesto que para que un actor político sea hegemónico debe trazar alianzas que generen un nuevo sentido común y, por tanto, esto no tiene porqué contraponerse a una política experimental, siempre y cuando ésta no se entienda a sí misma como una vanguardia. Y, por su parte, el título del texto de Fisher, siempre tan intuitivo, nos deja algunas pistas sobre el porvenir de nuestro problema: Nuestro deseo aún no tiene nombre.

Sobre este blog
La filosofía se sitúa en un contexto en el que el poder ha buscado imponerse incluso en los elementos más básicos de nuestro pensamiento, de nuestras subjetividades, expulsando así de nuestro campo de visión propuestas teóricas y prácticas diversas que no son peores ni menos interesantes sino ajenas o directamente contrarias a los intereses del sistema dominante.

En este blog trataremos de entender los acontecimientos del presente surcando –en ocasiones a contracorriente– la historia de la filosofía, con el objetivo de poner al descubierto los mecanismos que utiliza el poder para evitar cualquier tipo de cambio o de alternativa en la sociedad. Pero también de producir lo que Deleuze llamó líneas de fuga, movimientos concretos tanto del presente como del pasado que, escapando del espacio de influencia del poder, trazan caminos hacia otros mundos posibles.
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