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Historia
Rigor y reacción en la batalla por el pasado
“No caben trampas en la Historia con mayúscula”, advertían Manuel Álvarez Tardío y Fernando del Rey (en adelante, MAT y FDR) en una tribuna en El País que servía de respuesta a un ensayo de Nicolás Sesma, publicado en Babelia el 13 de julio de 2024 y que hablaba, entre otros títulos, de su libro Fuego cruzado. La primavera de 1936. Se trata de un estudio que pretende presentar un inventario minucioso de los actos de violencia política ocurridos desde las elecciones de febrero de 1936, inventario que lleva, según Sesma, a “unas conclusiones claras: las ‘fuerzas de izquierda’ fueron responsables ‘de forma abrumadora’ del inicio de ‘las acciones y movilizaciones con derivaciones violentas’ y los gobiernos de Azaña y de Casares Quiroga no supieron gestionar con garantías y equidad el orden público”.
Según los dos autores en su tribuna, Sesma habría incurrido en dos graves errores. Primero, al presentar su artículo como una reflexión sobre una serie de libros y autores, disimulaba —alegaban MAT y FDR— lo que era de verdad: una reseña crítica de Fuego cruzado. (“A nadie se le oculta que Sesma disfraza una reseña sobre nuestro libro en un maremágnum de autores secundarios”.) Segundo, mantenían que las críticas que Sesma vertía contra el libro —su metodología dudosa, su enfoque limitado, su sesgo antirrepublicano— eran infundadas. Ambos errores, además, eran, según MAT y FDR, atribuibles no a la incompetencia o ignorancia de Sesma, sino a su mala fe: “Nosotros hemos investigado durante años y con numerosas fuentes primarias con el único objetivo de contar y analizar. Quien nos atribuya otros fines, miente”.
La posición de Sesma es otra: para él, es inevitable que una vinculación de un historiador con un think tank de la derecha deje su huella
Las polémicas, amén de divertidas, son a menudo informativas. Para empezar, obligan a sus participantes a demarcar sus posiciones con mayor claridad de lo normal, algo que siempre se agradece. Pero, además, los participantes muchas veces se ven tentados a revelarse más de la cuenta o cometer errores no forzados. Algo así les pasa a MAT y FDR. Así, por ejemplo, escriben una frase que creen sarcástica pero que acaba siendo irónica en un sentido opuesto al pensado: “Al parecer, los historiadores no podemos colaborar con fundaciones ni tener opiniones políticas sin que eso afecte a nuestro trabajo”. Habrase visto.
Lo que provocó este gesto defensivo fue una observación en el artículo de Sesma sobre la labor que está realizando para la fundación FAES un coautor de Álvarez Tardío, Roberto Villa García. A los autores de Fuego cruzado les parece escandalosa la mera sugerencia de que una vinculación institucional de este tipo pueda invocarse para cuestionar la objetividad de una obra historiográfica. Para ellos, es perfectamente posible ser un historiador “riguroso”, que produce “Historia con mayúscula”, y, al mismo tiempo, colaborar con fundaciones políticas como la FAES. La posición de Sesma es otra: para él, es inevitable que una vinculación de un historiador con un think tank de la derecha deje su huella. Pero no por el carácter de la FAES en particular, sino porque el trabajo de todo historiador se realiza en función de su posición y experiencia social, política, institucional e histórica. El problema, para Sesma, no es tanto que la historiografía de MAT y FDR esté politizada, sino que estos lo nieguen.
En realidad, en la polémica entre Sesma y MAT-FDR vemos repetirse un debate que se lleva gestando desde hace varias décadas en las esferas pública y académica españolas y las de otros países. Por un lado, encontramos a historiadores que se empeñan en arrogarse una superioridad epistemológica (se autoproclaman objetivos, neutrales, serios, rigurosos, de reconocido prestigio, etc.) para legitimar su propia interpretación del pasado —que consideran Historia con mayúscula— y deslegitimar la de otros actores, individuales o colectivos, cuya versión del pasado —generalmente tildada de “memoria”— estaría tergiversada por factores subjetivos, políticos, afectivos, etc. Por otro lado, están las y los historiadores que, sin dejar de reconocer la utilidad o necesidad de los códigos de la producción académica, no ven problema en reconocer la historicidad y, por tanto, la relatividad de esos mismos códigos. Esta postura, más modesta, les permite ver otros relatos sobre el pasado con menos desdén. También les permite entrar en relaciones menos jerárquicas y desdeñosas —a veces incluso en relaciones de solidaridad— con las personas y colectivos que promueven esos otros relatos. “Todo historiador está contaminado por la memoria. Todos somos sujetos de nuestro presente”, dijo Edgar Straehle en una conversación reciente. “Gran parte de los avances historiográficos de las últimas décadas no son hijos de la propia Historia, sino muchas veces de la memoria”.
Están las y los historiadores que, sin dejar de reconocer la utilidad o necesidad de los códigos de la producción académica, no ven problema en reconocer la historicidad y, por tanto, la relatividad de esos mismos códigos
Ahora bien, en el contexto de esta disputa continua, la polémica en El País entre Sesma, MAT y FDR nos permite aventurar dos hipótesis. Primero, que, a estas alturas, la pretensión de objetividad es la postura preferida no solo de la historiografía conservadora sino de la ultraderechista. Segundo, que la misma pretensión de objetividad “derechiza” sin remedio a todas las y los historiadores que echan mano de ella, incluso cuando esos propios historiadores se considerarían progresistas.
En el contexto español, encontramos alguna evidencia para esta segunda hipótesis en los “grandes nombres” de la historiografía española del siglo XX nacidos en la inmediata posguerra —Santos Juliá, José Álvarez Junco, Juan Pablo Fusi, etc.—. Como han demostrado Pablo Sánchez León, Jesús Izquierdo Martín y otros, en el último cuarto de siglo su defensa a ultranza de su propia disciplina como una práctica y un discurso superior los ha llevado a menospreciar la evolución de su propio campo en relación a una sociedad civil cada vez más comprometida con la memoria. Como escribí en otro lugar a propósito de un discurso de Álvarez Junco, este “insiste en una visión ascética de la deontología historiográfica que acaba por elevar al historiador a una posición de superioridad moral” y en la cual solo el historiador “serio, profesional, digno” es capaz de resistir la tentación de los providencialismos y de abstenerse de ser “partidista o militante”. Además, es una visión de la historiografía profesional paternalista en la medida en que se ve a sí misma como un garante de la paz social.
A estas alturas, la pretensión de objetividad es la postura preferida no solo de la historiografía conservadora sino de la ultraderechista
La deontología disciplinaria tiene una función importante. Nadie niega que, desde finales del siglo XIX, el énfasis en el rigor hizo posibles grandes avances en el campo de la historiografía profesional. También es verdad que, entre las y los que se dedicaban a contar el pasado español, defender el rigor en las investigaciones historiográficas sirvió a partir de los años 50 para desmontar las tergiversaciones de la historiografía franquista. Hoy, sin embargo, las voces que más se empeñan en mantener que la enseñanza y la actividad investigadora son incompatibles con los posicionamientos políticos las encontramos en la derecha y ultraderecha. En Estados Unidos, donde la batalla por el pasado se ha extendido a la esfera legislativa, este argumento ha sido central en los embates del Partido Republicano trumpista a las universidades del país. En agosto de 2024, por ejemplo, el American Enterprise Institute (AEI, una especie de FAES norteamericana) criticó que las asociaciones disciplinarias hagan declaraciones sobre la actualidad, después de que varios gremios académicos adoptaran posiciones colectivas con respecto a la guerra en Gaza. Lo que más ofende al AEI es que algunas universidades públicas ayuden a sus profesores a pagar las cuotas de esas organizaciones. Según la revista Inside Higher Ed, “el movimiento por la neutralidad institucional o asociativa está ganando apoyos”. En algunos estados, como el de Indiana, se han adoptado leyes para castigar o despedir a profesores cuyas clases no ofrezcan a sus alumnos una suficiente “diversidad intelectual”. Mientras tanto, el informe de Project 2025 —las 900 páginas que servirán de guion para el gobierno de Trump, también producidas por un think tank ultraderechista— propone cortar la financiación a universidades que se dediquen a enseñar áreas de conocimiento sospechosas de promover ideas antipatrióticas, en las que se incluirían, claro está, muchos de los campos “identitarios” que se originaron en la lucha por los derechos civiles (estudios afroamericanos, chicanos, latinos, de género, etc.). “Tenemos un sistema educativo que enseña a nuestros hijos a odiar nuestro país”, dijo Trump en su discurso de inauguración el 20 de enero, advirtiendo que “ya no se negará el destino glorioso de nuestra nación”, que será “más excepcional que nunca antes”.
En el último cuarto de siglo su defensa a ultranza de su propia disciplina como una práctica y un discurso superior les ha llevado a menospreciar la evolución de su propio campo en relación a una sociedad civil cada vez más comprometida con la memoria
La idea motriz de este movimiento no es nueva. Ya hace más de dos décadas que la derecha norteamericana mantiene que las universidades se han convertido en centros de adoctrinamiento progresista en los que reina un dogmatismo que silencia toda disidencia. En 2006, David Horowitz sacó un libro neomacartista en que identificaba a los “101 profesores más peligrosos” del país. En esta misma línea, en un discurso de 2021, J.D. Vance, hoy vicepresidente, afirmó que las universidades son “instituciones hostiles” cuyos profesores “enseñan que EE.UU. es una nación malvada, racista” a alumnos que difundirán esas mismas ideas “en nuestras escuelas primarias y secundarias”. Lo que dijo Trump en su discurso de inauguración ya lo había mantenido durante su primera temporada en la Casa Blanca. En un discurso de 2020, afirmó: “A pesar de las virtudes y logros de esta nación, muchos alumnos hoy aprenden en la escuela a odiar a su propio país y a creer que los hombres y mujeres que lo construyeron no eran héroes sino villanos”. Y agregó: “Lo que se enseña a nuestros hijos parte de tratados de propaganda como los de Howard Zinn, que pretenden que los alumnos se avergüencen de su propia historia. La izquierda ha tergiversado, distorsionado y profanado el relato americano con engaños, falsedades y mentiras”.
Sesma, en cambio, no solo cuestiona la supuesta neutralidad política de MAT y FDR, sino la posibilidad de escribir el relato de la Segunda República neutralmente.
No es casual que algunos de estos argumentos resuenen en la tribuna de MAT y FDR. También para ellos, el relato sobre el pasado español ha sido colonizado por una izquierda dogmática, “propagandista” que insiste en excluir o “cancelar” cualquier visión diferente. Y ellos también proponen como receta una vuelta al “rigor” y la “objetividad”, como el justo medio entre dos extremos marcados por su “compromiso” con las causas políticas del pasado: “A los apologistas del franquismo y a los nostálgicos del mito antifascista mal. Los les parece que todo tenía que acabar mal. A nosotros simplemente nos interesa estudiar qué pasó … aproximarnos a la verdad de lo sucedido”, afirman. Los lectores “merecen ser tratados como ciudadanos de una democracia madura que no mira al pasado con miedo ni rencor”; “No hacemos historia para desenterrar a los muertos y usarlos en el presente con fines partidistas”.
Sesma, en cambio, no solo cuestiona la supuesta neutralidad política de MAT y FDR (que queda desmentida incluso “en el lenguaje para referirse tanto a los compañeros como a los propios protagonistas”), sino la posibilidad de escribir el relato de la Segunda República neutralmente. La razón es sencilla. Hay demasiado en juego: para empezar, la genealogía y, por tanto, la legitimidad de la democracia española actual. Así como la democracia de 1978, la de 1931 fue el producto de una transición realizada a medias; por tanto, “podría considerarse un antecedente y una piedra de toque a la hora de analizar la siguiente transición hacia un régimen democrático, la que dio lugar a nuestro sistema político”. Cuando los propios MAT y FDR se ufanan de que su libro de 700 páginas “va por su segunda edición, con miles de ejemplares vendidos”, reconocen darse cuenta de ello. No es casual que el tema interese al público lector, como tampoco lo es que ellos mismos le hayan dedicado tanto esfuerzo o que el aparato mediático de la derecha se preste a promocionar su libro.
El informe de Project 2025 propone cortar la financiación a universidades que se dediquen a enseñar áreas de conocimiento sospechosas de promover ideas consideradas antipatrióticas
Si los relatos sobre el pasado siempre han sido campos de batalla políticos, lo son con más intensidad hoy, y no solo en España. En este contexto, es normal que las y los historiadores académicos se sientan interpelados. Por un lado, es comprensible que, ante el interés por su campo desde la clase política y los medios, se sientan halagados; por otro, es lógico que, ante las críticas y cuestionamientos que les llegan desde la sociedad civil, reaccionen con cierta ansiedad. Pero es un error refugiarse en defensas gremiales basadas en pretensiones puristas de superioridad disciplinaria, rigor aséptico o neutralidad política. No es que sea un callejón sin salida; a estas alturas, es más bien un sendero resbaladizo lleva inexorablemente a regiones reaccionarias.