Literatura
El día en que Kafka tomó café con Pessoa

Si hubo dos hombres que se mimetizaron con su tiempo, que inyectaron en sus venas la sangre de aquella época, fueron Fernando Pessoa en Lisboa, la ciudad siempre sumida en sus saudades y Franz Kafka en la siempre misteriosa y enigmática Praga.
pensionista tomando café
Pensionista en una cafeteria. Elvira Megías

Muchos son los escritores que pueblan el universo literario de principios de siglo XX en Europa. Novelistas exploradores de las tinieblas humanas como Joseph Conrad, Virginia Wolf, James Joice, Edith Warton, Lou Andreas Salomé, o Marcel Proust.

Pensadores atormentados como Stefan Zweig que acabó con su vida en Brasil, huyendo del horror nazi, o Walter Benjamin que terminó de igual manera, en Portbou, antes de ser devuelto a Francia por la España franquista y caer en manos de la Gestapo.

Autores teatrales provocadores como Valle-Inclán, o Bertolt Brecht. Poetas de los colores como Maruja Mallo, o Pablo Picasso. Dibujantes de mundos en movimiento como Luis Buñuel, o actrices maravillosas como Margarita Xirgú, que nos abrió las puertas al teatro de Lorca. Todos ellos nos dejaron las huellas de un tiempo de tragedias que anunciaban años de colapso guerrero y los principios del fin de una era.

Pero si hubo dos hombres que se mimetizaron con su tiempo, que inyectaron en sus venas la sangre de aquella época, fueron Fernando Pessoa en Lisboa, la ciudad siempre sumida en sus saudades y Franz Kafka en la siempre misteriosa y enigmática Praga.

Se acaban de cumplir cien años de la muerte de Kafka. Es cierto que el Instituto Goethe, o la Residencia de Estudiantes, le han dedicado ciclos de reflexiones, conferencias, encuentros y hasta proyecciones cinematográficas. No han faltado los artículos que han desentrañado su vida y su obra, pero la figura de Kafka sigue siendo desconocida para un pueblo que dedica su atención a otras tareas y ocupaciones económicamente más rentables, livianas y pasajeras.

De la misma forma en que en estos días seguimos viviendo como si nada ocurriera a nuestro alrededor, inconscientes ante el hecho de que esté surgiendo un poder omnímodo sobre nuestras vidas, capaz de dirigir nuestros días y no solo conocer cada paso que damos, sino predecir y preparar el siguiente movimiento que vamos a realizar, dónde querremos viajar, qué vamos a comprar y dónde desearemos vivir.

De la misma forma, decía, toda Europa vivió inmersa en la Belle Époque, desde la guerra franco-prusiana de 1870 hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. La gran revolución industrial, el auge de los proyectos urbanísticos en las grandes ciudades, la brutal expansión colonial, hicieron creer que un luminoso futuro se avistaba en el horizonte.

Pero lo más terrible fue que, lejos de aprender de aquella triste y destructora experiencia bélica, o de la posterior epidemia de Gripe de 1918, que acabó llamándose española, aunque los primeros brotes se produjeran en Kansas, la pandemia que se llevó por delante a 50 millones de habitantes en el planeta y que hemos recordado tan sólo cuando nos hemos visto condenados a repetirla en forma de COVID, el mundo volvió a embarcarse en los Felices Años Veinte, como si no hubiera mañana.

Y es que, efectivamente, no hubo mañana y lo que nos esperaba era un No futuro, una sucesión de desastres, inaugurados con el colapso de la Bolsa de Nueva York, el 29 de octubre de 1929,  que desencadenó la Gran Depresión, que recorrió toda la década de los 30 y que nos condujo al surgimiento de los fascismos y a la Segunda Guerra Mundial, que multiplicó por 5 el número de muertos de la I Gran Guerra, hasta superar los 50 millones de víctimas.

Kafka supo anunciarnos, antes de que se produjesen, todos los horrores que se avecinaban, convocados por la existencia de la figura de un padre duro, abusivo, imponente. Un Kafka marcado por una ascendencia judía que terminó abocando al holocausto a buena parte de su familia y de las mujeres a las que amó. Unos campos de concentración de los que tan sólo la muerte prematura por tuberculosis pudo librarle.

Un hombre aplastado por ese mundo en descomposición, obligado a esconderse bajo ese caparazón protector que le hizo sentir como un insecto en La Metamorfosis. Un hombre perseguido, llamado Joseph K., sometido a un poder destructor, incomprensible y oscuro que le acorrala en El Proceso, hasta la ejecución.

Un joven emigrante de Alemania, perdido en la inmensidad de América, un mundo desconocido, inabarcable que, pese a cuanto se diga, nunca desvelará sus secretos al joven Karl, condenado a vagar por laberintos sin salida.

Aquel K., siempre esos insistentes nombres con K, que se adentra en la inmensidad insondable de El Castillo, para topar con el ciego poder de la máquina, sus delirantes y absurdas decisiones, el silencio de las gentes del pueblo que aceptan con naturalidad el mito de Sísifo, ese esfuerzo imposible para estar dentro, formar parte y ese eterno retorno a la expulsión, a la enajenación, a la exclusión.

Kafka, nos desvela las interioridades del mundo moderno porque fue capaz de sentir dentro de sí el agobio, la opresión, el poder absoluto, la terrible profecía distópica, la turbia promesa del mundo cruel y deshumanizado, que se avecinaba.  Nada demasiado distinto de cuanto podemos intuir en nuestros tiempos.

Me gusta imaginar, en estos días confusos, a Kafka sentado junto a Pessoa, en el Café A Brasileira, bebiendo una buena bica, tal vez acompañada de un pastel de nata y hablando de tantas cosas, como compañeros del alma, compañeros. Un momento de paz entre tanto desasosiego.

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