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Patrimonio cultural
El coleccionista
Lo malo de las colecciones es que, si son de animales o plantas, están muertas; y si son de cualesquiera otros objetos, están fuera de su contexto natural, así que están muertos también a su manera.
Recuerdo, a menudo, aquella película, El coleccionista ─así titulada, al menos, en la versión española─, en que un inquietante Terence Stamp daba vida a un joven empleado de cuello blanco, gris, aburrido y misántropo que, tras tocarle en suerte un premio de lotería o una quiniela, se convirtió en un siniestro «coleccionista» de mujeres. A mí me dejó secuelas emocionales aquella ficción cinematográfica, y me hizo pensar mucho. Hoy la he recordado al enterarme, por casualidad, de que las verdiales malagueñas, una fiesta tradicional del solsticio de invierno, tenían de tiempo atrás el estatus de Bien de Interés Cultural.
La sensación de extrañeza, y alarma, que me invadió se suma a la que ya sentí con que «cosas» tan dispares como el flamenco, el canto de la Sibila, los «castells» o la mismísima dieta mediterránea ─vive Dios─, y muchísimas otras «manifestaciones» (¿pero cómo llamar, con un solo nombre a tantas singularidades?) en años anteriores, habían sido acogidas también en un «super BIC» universal de la UNESCO: el ─a ver si me sale de un tirón─ Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad... Siento ante todo ello sensaciones de extrañeza, alarma, desasosiego ─decía─ como las que uno puede sufrir ante una colección de mariposas, o ante la visión de animales disecados, o hasta ante un álbum de fotografías.
Lo malo de las colecciones (¡y hay colecciones de cosas inverosímiles!) es que, si son de animales o plantas, están muertas; y si son de cualesquiera otros objetos, están fuera de su contexto natural, así que están muertos también a su manera. Tienen todas las colecciones o catálogos, y hasta los museos si lo piensan, un aire de cementerio. En una deliciosa novela de Iris Murdoch (léanla, si no la conocen: es maravillosa), «La negra noche», una niña que coleccionaba piedras sufría en secreto porque sentía la melancolía de sus minerales por la nostalgia del lugar del que fueron arrancados. ¡Y se movían cada día, de forma imperceptible, en un lento pero decidido movimiento de regreso a su tierra natal! Pues algo así me pasa.
Se supone que esos catálogos ─los BIC, el Patrimonio de la UNESCO, habrá cientos─ protegen y difunden esas cosas «inmateriales» del pueblo que acogen en su seno. Pero ¡es porque consideran que están medio muertas o amortizadas, o en vías de extinción y olvido! Y ese es el mal que oculta en la sombra la buena nueva de su incorporación al rescate institucional. El otro día leía también, con asombro y pusilanimidad, que había gente (se citaba una organización gallega, creo recordar) que andaba por esos campos y mares grabando sonidos de la naturaleza como locos; alguno, que citaba el periodista, es de una belleza en verdad impresionante y estremecedora: el coro de las aves en el «crescendo» musical que ejecutan cada amanecer, en su milenaria y gozosa bienvenida al alba, que en las ciudades no se oye. ¡Y es porque ya sólo unos pocos tenemos el privilegio de oírlo; multitudes de humanos ni siquiera saben de esa sinfonía divina!
Museos, monumentos, colecciones, patrimonios de, bienes culturales de, bases de datos de esto y aquello y lo de más allá: todas estrategias, no contra el olvido, sino contra la desaparición y la muerte. Es, para acabar, también y de otro lado, como si hubiera algo profundamente perverso en la razón humana, en la inteligencia del mundo del «homo sapiens» que, para conocer, debe reducirlo todo antes a abstracción, número o ceniza, y que eso hubiera condicionado desde el principio nuestro destino y mala vida. No debe ser ajeno a ello la búsqueda acuciante de respuestas de los paleontólogos a la misteriosa desaparición de los neanderthales. Ni el interés y simpatía «románticos» (el buen salvaje) que esa rama cortada del árbol suscita en tantos de nosotros; que nos mete a tantos en esta nostalgia compulsiva y nerviosa de la vida buena; que nos inquieta con la pregunta ciega de qué se torció en el comienzo; de cuál fue el pecado original, o lotería o quiniela, que nos convirtió en coleccionistas de mariposas muertas, de tantas cosas que antes matamos, quemamos, grabamos, convertimos en número, idea o pieza de museo. Tanto y tanto catálogo de cosas, especies, paisajes protegidas no son, en realidad, sino las exequias generales con que lamentamos impávidos el final de todas las mariposas vivas en la locura de poderlas comtemplar, al fin, quietas, hermosas y salvadas.