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Editorial
Sin vacaciones
La Encuesta de Condiciones de Vida que ha publicado el INE recientemente advierte de que un 34% de los hogares no puede permitirse el lujo de viajar en vacaciones fuera de su casa ni una sola semana al año. Pero para el resto, ¿cómo de gratificantes resultan esas jornadas programadas en el calendario?
La Encuesta de Condiciones de Vida (ECV) que ha publicado el INE recientemente advierte de que un 34% de los hogares no puede permitirse el lujo de viajar en vacaciones fuera de su casa ni una sola semana al año. Ni al extranjero, ni a un camping en la montaña, ni a un apartamento playero, ni a esa casa del pueblo de los antepasados. La “brecha vacacional” es, evidentemente, un síntoma de pobreza, sobre todo para el sector asalariado que sobrevive con sueldos de miseria y gracias a la solidaridad familiar intergeneracional.
Un escalón por debajo, estaría la gente que no tiene vacaciones ni siquiera en su propia casa. Bien porque es precaria, no tiene vivienda en propiedad y encadena trabajos mal remunerados; bien porque es parada de larga duración y su inactividad no es fruto del ocio; bien porque es pensionista y su renta solo le alcanza para luchar semana a semana por la supervivencia; bien porque es mujer de familia convencional, y atada sin interrupción a las labores domésticas y de los cuidados, y jamás descansará en el periodo veraniego, esté donde esté...
En cualquier caso, y respecto a ese 66% que accede a uno de los mitos de nuestra época, ¿cómo de gratificantes resultan esas jornadas programadas en el calendario? Como señala Lars Distelhorst en La sociedad del rendimiento: cómo el neoliberalismo impregna nuestras vidas: “El concepto de rendimiento ha rebasado de manera radical sus límites y se refiere ya a la vida en su totalidad. Dicho de forma extrema: da igual si se trata del deporte, de las vacaciones, del sexo o de dormir; hacemos todo como si estuviéramos en el trabajo. Trabajo y tiempo libre están imbricados de manera tan fuerte que ya no es posible separarlos de manera limpia”. Esto es, desde una perspectiva crítica, el descanso veraniego lindaría con un tiempo muerto de gasto absurdo para obtener dosis de felicidad artificiosa, basadas en un ocio vacío y en un turismo ramplón: un tiempo devaluado de desconexión temporal del trabajo para optimizar nuestra eficiencia como piezas humanas en la megamáquina capitalista.
Antes, en el paraíso de la infancia, disfrutábamos de aquellos días de holganza, juegos salvajes, buenos alimentos y reencuentro con el terruño y la familia. Ahora se nos ofrece un frenesí “autoimpuesto”, solo para volver a ser mejor explotados durante el resto de nuestra vida hasta la jubilación, ese limbo mortal de Benidorm y aparcaderos similares. Pero quizás, gracias a la crisis, al menos la mayoría precarizada nos hayamos librado de la tortura de los actuales parones estivales y nunca antes aquella temible sentencia —“castigadas sin vacaciones”— pudo sonar más liberadora: ¡Hurra! Más tiempo para los placeres de la amistad o de la carne, para el jubiloso activismo y la rebelión; en definitiva, para las vacaciones interiores, la vida plena y para fantasear relajadamente con la Idea anarquista, sin cuyo aliento la vida carece de sentido.