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Danza
La danza como movimiento social: diversidad, representación y lucha
Si se escribe la palabra “danza” en un buscador online, ¿qué tipos de cuerpos aparecen? Si cualquier persona —que pueda acceder a este tipo de ocio— va a disfrutar de un espectáculo de danza contemporánea a un teatro en el centro de una ciudad española, ¿cómo son los cuerpos que se mueven en escena? O, si se mira a quien se sienta al lado, o en la fila de detrás, ¿cuánta diversidad se encuentra? Cuando se pasea por una ciudad como Madrid se pueden ver multitud de cuerpos de orígenes diferentes. Entonces, ¿por qué estos no llegan a escena, ni siquiera como espectadores? ¿En qué momento la danza, cuyo nacimiento proviene de lo popular, del ritual y de la comunidad, se ha transformado en un producto de cultura elitista al que —casi— solo puede acceder un tipo de persona?
“Para mí, la escena es un poco el espejo de lo que hay”, comenta la docente en danza Marina Santo (Río de Janeiro, Brasil, 1978). “Sí hay mucha gente representada en la calle, pero cada una en su lugar. En Berlín, por ejemplo, me sentaba en un bar o iba a ver una pieza y la creadora era negra, un bailarín era indio…, había mucha representatividad. Madrid no es así. Decimos que es muy diverso, pero si voy a una pieza la mayoría no es como yo; si voy a un bar cool de Malasaña, igual. Es el mito de la representatividad. Sin embargo, voy a Lavapiés y veo mogollón de gente afrodescendiente, pero ellos no van al Círculo de Bellas Artes ni toman clases. Está cada persona en su lugar”.
Ese encasillamiento social se relaciona directamente con lo económico. Así lo considera el bailarín y coreógrafo Malvin Montero (Santo Domingo, República Dominicana, 1991): “Para empezar, una persona migrante tiene en mente otras cosas, necesita pensar en cómo ganar dinero, en buscar posibilidades. A mayor precariedad, menos posibilidades de ir al teatro”.
“El cuerpo racializado siempre se cuestiona si pinto algo ahí o si seré suficientemente inteligente para consumir ese tipo de arte”, opina la bailarina Danielle Mesquita
A ello se le suma la falta de políticas públicas que permitan acercar este tipo de cultura a diferentes perfiles, tal como indica la bailarina Danielle Mesquita (Belo Horizonte, Brasil, 1995): “La cultura no está hecha para hacer acceder a las personas a este tipo de actos. La cultura predominante es el entretenimiento. Hay una costumbre muy grande de ir al fútbol o de irse de cañas… Esa falta de ‘publicidad’ en torno a la danza la hace menos accesible. También está la cosa de los teatros como ese lugar al que hay que ir arreglado. Muchas veces las personas racializadas no se sienten reflejadas y necesitan sentirse invitadas a estos lugares. El hombre y la mujer blanca ya se sienten bienvenidas, pero el cuerpo racializado siempre se cuestiona si pinto algo ahí o si seré suficientemente inteligente para consumir ese tipo de arte”.
Cuando la escuela es blanca: adaptación y ruptura
Para dar con la representación, entonces, se debería empezar a escarbar en la raíz del problema. “Si no hay referentes racializados que den clase en las escuelas, no se motiva a que alumnos racializados quieran asistir porque no se sienten identificados”, apunta el bailarín Andy Díaz (Madrid, 1996). “Por tanto, las personas formadas en danza que acabarán mostrando sus piezas en escenarios serán mayoritariamente blancas y, en consecuencia, su público será mayoritariamente blanco”.
“Al principio yo quería ser Svetlana Zakharova, pero al llegar a España mi percepción cambió al darme cuenta de cómo se criminalizaba mi afro, mi boca, la sexualización de los movimientos”, recuerda el bailarín y coreógrafo Malvin Montero
Por su parte, Montero, que se formó en escuelas de República Dominicana, Cuba y España, puntos que a lo largo de su trayectoria han incidido en su percepción en cuanto a qué es la danza, ha transitado desde la hegemonía rusa como referente principal al descubrimiento del Caribe como motor. “La danza le debe mucho al Caribe —comenta—, le debe la mayoría”, pero en el imaginario colectivo el poder sigue residiendo en las escuelas rusa y francesa, arraigado en una “colonialidad burguesa”, señala, que decide qué movimientos son aptos para el arte y cuáles se van al cajón de lo vulgar. El bailarín dominicano se encuentra actualmente en un proceso de investigación a fin de estirar los límites de lo aceptado por “ese ojo blanco que valida las cosas”, sostiene, para dar con la raíz valiéndose de su origen y su formación. “Al principio yo quería ser Svetlana Zakharova, pero al llegar a España mi percepción cambió al darme cuenta de cómo se criminalizaba mi afro, mi boca, la sexualización de los movimientos”. Ello lo llevó a un cuestionamiento esencial: “Si el arte es colonial, todo lo que estaba haciendo era una mentira”.
El proceso migratorio incide —o ayuda a iniciar— ese cuestionamiento partiendo de la comparación. “Por lo general, España tiene una manera de entender la danza desde ese lugar formal, ese concepto cuadrado y selectivo”, señala Mesquita, quien añade que “en Brasil eso se expande. La danza está muy presente independientemente de si eres o no artista”. Por el contrario, a este lado del Atlántico “hasta la danza popular española reside en un lugar más cerrado y formal. En Brasil, por ejemplo, puedes bailar y nadie te va a decir que pongas la pierna así o asá. En cambio, estuve yendo bastante al flamenco aquí y en los espectáculos quería dar palmas, pero sentía que podría ser una falta de respeto, como que si no sabes no te puedes meter”.
Para Díaz, madrileño de raíces dominicanas, la danza tampoco está arraigada en la manera de vivir en España, pero apunta a que, conforme se fue adentrando en ese mundo, tuvo la oportunidad de conocer a personas “que la viven de una manera parecida a la mía, como por ejemplo Isabel Pérez Cruz y Emilio Martí Pérez, maestros de las danzas españolas que me enseñaron que en España ha existido —y aún existe— la danza como cultura popular, a pesar de que no sea lo más común”.
“Hablar de cuerpo es hablar de discurso. Aunque tú no bailes, te plantas ahí y ya está todo”, dice la profesora Marina Santo
En aquellos países en los que el movimiento no se encuentra insertado únicamente en el arte considerado culto, sino que vive en la calle, en las reuniones familiares o en cualquier fiesta popular, la corporalidad se convierte en riqueza y orgullo. “Es la forma en que nos relacionamos sin hablar y siento que hay una transversalidad de la cultura de lo cotidiano en Brasil que aquí no creo que haya”, mantiene Santo, para la que el propio cuerpo, más allá de la danza, es una declaración de intenciones: “Hablar de cuerpo es hablar de discurso. Aunque tú no bailes, te plantas ahí y ya está todo”.
La danza como herramienta antirracista
Entonces el cuerpo ya dice y propone por el simple hecho de ocupar un espacio determinado. Siendo así, puede emplearse como instrumento político, también en las artes escénicas. Así lo considera Díaz, para el que la danza es una gran herramienta al servicio de la lucha antirracista. En su caso, como bailarín urbano formado en el hervidero cultural de Nuevos Ministerios junto a su grupo Iyo’s Crew, la danza es “un grito de desahogo por todo lo que vivo y el hip hop me ha dado la oportunidad de plasmar todo lo que me duele en forma de movimiento”. Ejemplos de ese grito se han visto en su implicación en varias muestras artísticas de proyectos como Africa Moment, de Aïda Colmenero Dïaz, Cuando el cuerpo es la piel, de Marina Santo, y la participación en la Sentada Nakba 73 en apoyo al pueblo palestino.
En concreto, el taller y muestra Cuando el cuerpo es la piel, llevado a cabo en el contexto de Mover Madrid —ciclo de danza organizado por Poliana Lima y Lucas Condró—, se forjó como un claro ejemplo de cura, estimulación y cuestionamiento en torno a lo que supone ser un cuerpo racializado ocupando espacios artísticos en un país predominantemente blanco. “El grupo estaba formado por mayoría de cuerpos racializados, salvo dos cuerpos blancos. La experiencia fue muy potente”, explica Santo. “Pudimos hablar de diferentes temas desde fuera de lo academicista, hubo mucho llanto, muchas ganas de sanar. Fue una experiencia revolucionaria y creo que para la gente también ha sido conmovedora. Como público he recibido comentarios muy fuertes y sigo digiriendo la experiencia porque no ha sido un proyecto más. No sé cómo voy a seguir, pero se ha abierto una caja”.
En el caso de Mesquita, una de las participantes de la muestra, la experiencia le hizo empezar “a ser consciente de qué es ser una mujer brasileña no blanca en España. Saber que mi cuerpo dice mucho. Todo ello ha cambiado radicalmente cómo estoy experimentando mi danza y mi experiencia vital”. Dentro de las iniciativas en las que ha participado la bailarina brasileña destaca 21 Distritos, un proyecto cultural cuyo fin es descentralizar los lugares de representación de la escena madrileña para acercar el arte a otros ejes culturales fuera de Madrid centro.
En su búsqueda por deconstruir y construir un entorno de creación alejado de la clásica validación de la danza y promovido por la falta de proyectos reales que den espacio y recursos a cuerpos no blancos, Montero creó el colectivo Zebra Prieta, “un espacio de creación y entrenamiento para que creadoras racializadas desarrollen sus propuestas”. Ideológicamente se trata de una plataforma queer negra basada en el intercambio: “Tú empiezas dando dos entrenamientos y después puedes utilizar el espacio. No hay que rellenar mil papeles, ni pagar. Lo que tienes que hacer es accionarte ofreciendo lo que tienes —dos entrenamientos— para también recibir —un espacio para la creación—”. Para él, “el simple hecho de ofrecer un espacio para crear, dirigido a personas negras y que sea gratis ya es antirracista”. Así, el proyecto nace y vive en cuerpos racializados, a fin de encontrar recursos y oportunidades que les permitan también “vivir y respirar”, matiza.
Futuro: de la visibilidad a los recursos
En el presente, cuando la visibilidad de los cuerpos negros se ha convertido en casi una moda en buena parte del mundo, vale la pena plantearse si dicha visibilidad se traduce no solo en la representación de una imagen más diversa, sino en los recursos económicos necesarios para llevar a cabo cualquier actividad artística. “Por qué mi cuerpo, que era tan invisible, ahora tiene que ser tan visible”, se pregunta Montero. “Siendo tan visible me pegan un tiro más rápido”, ironiza. El coreógrafo, que siente que el panorama se está expandiendo al poner sobre el escenario debates que antes no se trataban, siente enojo no por la visibilización —necesaria— sino por la falsa representación en ciertos espacios al apropiarse de lo afro con fines lucrativos, no de reparación: “Cosas como llegar a un proyecto y que digan que tu dolor es este; que ‘yo no sé mucho, pero me lo imagino’; o querer acarrearme todo lo que creen que saben de racismo cuando igual lo que están creando es solo posible porque el racismo estructural les ha permitido crear ese espacio. Lo que hace falta es cambiar la estructura para llegar a una redistribución real de los recursos”.
Entretanto el camino se está abriendo y, paso a paso, se está creando una representación más diversa en la escena española. Es la experiencia de Mesquita, quien ha estado trabajando junto a artistas como Luz Arcas o Poliana Lima en proyectos que involucran a personas de diferentes orígenes y experiencias. “Tengo la suerte de trabajar con personas conscientes y abiertas que consideran este tema importante en sus proyectos”, comenta.
“Todo tiene su esfuerzo y sacrificio, pero soy consciente de que para hacerme un lugar en la escena voy a tener que trabajar el triple que el resto”, lamenta el bailarín Andy Díaz
Pese al progreso, Díaz recuerda que urge dar un salto significativo. A falta de teatros que apuesten por el género urbano, el bailarín, que ha hecho crecer su danza a pie de calle, reclama “un reconocimiento económico y más oportunidades, además de ganar battles, dar workshops, o hacer streetshows”. Así, explica cómo, en el caso de los bailarines racializados que sí han conseguido abrirse un camino en la escena, ha sido posible porque han tenido que trabajar más para que se les dé el valor que se merecen: “Todo tiene su esfuerzo y sacrificio, pero soy consciente de que para hacerme un lugar en la escena voy a tener que trabajar el triple que el resto”.
Un sobreesfuerzo impuesto en busca de una visibilización significativa que, para Santo, no acabará mientras los cuerpos racializados no estén en todos los lugares de poder. “Yo creo en el encuentro, no digo que lo sepamos todo, pero hay que saber que todo lo que sucede viene de una raíz profunda de dolor, muerte y colonización”. La docente afronta el futuro con la certeza de que “si las personas blancas que están posicionadas siguen siendo alianza, llegaremos a ver un cambio real, pero para ello necesitamos que la gente que tenga privilegios nos dé espacios. Si haces un certamen, por ejemplo, cómo haces para que en él haya un espacio para colectivos racializados. Cómo sacas espacio para estas personas… Estamos en déficit y el mito de la meritocracia es muy perverso, porque en esta maratón no salimos todos desde la misma línea”.
Puede que algún día escribir “danza” en un buscador y que se encuentren cuerpos diversos sea una ficción (ir)realizable. Entretanto, la escena contemporánea bulle de la mano de bailarines, coreógrafos y docentes que han decidido que no basta solo con intentar encajar en el statu quo, sino que hace falta tomar el espacio como protagonistas para demostrar a las próximas generaciones de artistas que realidades hay tantas como cuerpos en la calle.