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Contigo empezó todo
El héroe de la habitación 36
En una residencia de ancianos coinciden Laura y Antonio. Ella, de 23 años, comienza en el sindicalismo. Él es sindicalista desde antes de la guerra.
Laura suspira mientras camina por el pasillo de la residencia de ancianos de La Verneda, en Barcelona. Es marzo de 1996 y hoy hace dos meses que empezó a trabajar. Cuidar es su vocación y le gusta ser auxiliar de geriatría. Pero está empezando a estar hasta el gorro de los viejitos. Viejitos, con o. Con las viejitas no tiene problema. Pero los viejitos… Tienen 80 o 90 años, pero por lo salidos que están parecen adolescentes. Todos los días, cada vez que entra en una habitación, el anciano de turno le hace algún comentario fuera de lugar, o se tiran un buen rato mirando ciertas partes de su autonomía. “Y menos mal que llevo esta bata tan antierótica”. Sus compañeras ya se lo avisaron al entrar. Le dijeron que al principio es molesto y agobiante, y que en su caso iba a ser peor porque no es que todos los días vean morenas despampanantes de 23 años. Ella se sonrojó por el calificativo, “morena despampanante”. También le dijeron que no se preocupara, que en unos meses se aburrirían y dejarían de hacerlo. “A ver si es verdad”.
Para ser sincera, no todos los viejitos la miran como si fuera un trozo de carne. Una de las excepciones es don Antonio, el viejecito de la habitación 36, hacia la que se dirige en este momento. La trata con gran consideración y, mientras que en otras habitaciones trabaja a toda prisa para poder salir cuanto antes, en la 36 siempre lo hace tranquilamente, mientras mantiene una breve conversación con ese señor tan agradable. Un día le preguntó por qué él no era como los demás, y él le dijo que suponía que esas miradas y comentarios la molestaban y que no tenía necesidad de morir como un viejo verde. Por desgracia, parece que don Antonio no podrá estar mucho tiempo más allí. Su salud se deteriora por momentos, y cada día que pasa los problemas respiratorios se hacen cada vez más patentes.
El plan consistía en que el piloto Antonio Ruiz y su amigo descargaran sobre Franco un buen número de bombas“Buenos días, Anto…”. Pero no puede acabar la frase, ni abrir la puerta, porque un joven con gafas le corta el paso en la entrada de la habitación mientras le hace el gesto de permanecer callada. Laura mira hacia dentro y ve que otro joven está grabando con una cámara a Antonio, quien está hablando sentado en su silla. Laura comunica por gestos que volverá más tarde, intrigada por el interés que puedan tener las declaraciones del viejo.
Regresa dos horas después, y entra tras comprobar que los visitantes ya se han marchado.
—Antonio, no sabía que eras famoso —le dice con retintín.
—Y afortunadamente no lo soy —responde con sorna Antonio, con las palabras entrecortadas por los esfuerzos respiratorios.
—¿Quiénes eran esos chicos? ¿O es secreto?
—No, es que están haciendo un documental. Lo quieren llamar General sin dios ni amo.
—Vaya, ¿y por qué hablan contigo? —pregunta Laura sin entender lo más mínimo.
—Parece ser que yo soy el protagonista.
—No sabía que eras militar.
— ¡Y no lo soy ni quise serlo! —eleva la voz Antonio con indignación.
—Mira Antonio, no me estoy enterando de nada, ¿qué tal si esta tarde me quedo un rato y me cuentas de qué va todo esto?
Al viejo le parece bien, aunque le advierte que un rato no va a ser suficiente. Intrigada, Laura continúa su jornada en el resto de habitaciones. Cuando llega la hora de salida, pasa por el despacho del director de la residencia y le pide permiso para quedarse un rato más con Antonio Ortiz, el usuario de la número 36. “Tú misma, pero no esperes que te paguemos por escuchar batallitas”. Laura está a punto de responderle que ni siquiera le pagan las horas extra cuando la obligan a trabajar de más, pero decide que no merece la pena.
Está interesada, así que nada más verle se sienta al pie de la cama y le suelta que qué es eso de que era general sin querer. “Yo soy carpintero, un obrero, no un asesino profesional. Pero en la guerra no me quedó más remedio que pelear. No fui general, pero sí mayor de milicias, jefe de una columna”. Laura le pregunta cómo llegó a serlo siendo carpintero, y Antonio le da a elegir: ¿versión corta o larga? “Larga, y si no da tiempo hoy ya acabamos otro día”.
El viejo, con su lenta cadencia de voz, empieza por el principio y, poco a poco, va envolviendo a Laura en el relato. Le cuenta su infancia aquí al lado, en el barrio de Poblenou, una infancia difícil en la que apenas asistió a la escuela porque tuvo que ponerse a trabajar con 11 años, como aprendiz de carpintero. Le explica que era algo común, por raro que parezca ahora. También era común afiliarse a un sindicato. Con 14, él entró en el Sindicato de la Construcción. Laura le señala que ella se acaba de afiliar a uno, porque le han contado que el año pasado consiguieron un pequeño aumento salarial. “Eso es lo que decía Durruti de cuatro duros que se come la inflación”, le contesta Antonio. Laura no le entiende y él le explica cómo funcionaba su sindicato, le explica que tenían reivindicaciones pero eran fuertes y las defendían con determinación, y que en todo caso era algo transitorio de cara al verdadero objetivo, una sociedad dirigida por los trabajadores. Le habla de los asesinatos a compañeros y amigos, de las huelgas, de la República, de su grupo de afinidad (se llamaba “Nosotros”)… “Y entonces llegó la guerra, pero como estoy cansado mejor la dejamos para otro día”. Laura, tras hora y media de escucha atenta, coge el autobús para casa, deseosa de seguir escuchando la historia del general sin dios ni amo.
Durante varias tardes en las que no tiene ninguna obligación tras su jornada, Laura se sienta en la habitación 36 de la residencia geriátrica a escuchar la historia de Antonio Ortiz, a quien consideraba un viejecito agradable, pero ha resultado ser toda una caja de sorpresas, con una vida cien veces más interesante que la de cualquier persona que ella conozca. A veces interrumpe su narración porque sospecha que está inventándose o exagerando ciertas cosas, a lo mejor no deliberadamente pero sí como resultado de la edad. Antonio le da detalles y hasta le enseña recortes de prensa y fotografías. No hay trampa ni cartón.
Así, Ortiz va desgranando los diferentes episodios de su vida. Su espectacular juventud en los sindicatos de la CNT y los grupos de acción anarquistas parece poca cosa comparado con lo que viene después. Fueron ellos quienes pararon el golpe militar en Barcelona gracias a su preparación en los comités de defensa sindicales que llevaban años organizando insurrecciones, lo cual, le explica, fue fundamental para que el fascismo no triunfara rápidamente. Después se marchó al frente, encabezando la Columna Sur-Ebro o “Columna Ortiz”, con alrededor de un millar de combatientes.
— ¿Llevaba tu nombre?
— Mucha gente la llamaba así, aunque a mí nunca me gustó.
— Pero si no eras militar, ¿por qué la dirigías?
— Así eran muchas columnas, los obreros las dirigíamos. Para que veas, yo soy carpintero y la nuestra fue una de las pocas que consiguió avanzar en el territorio: tomamos Caspe, Alcañiz…
Los cenetistas no peleaban simplemente para salvar la República frente a la dictadura, sino para construir el comunismo libertario.Pone el ejemplo de su zona de combate, Aragón, donde la revolución fue más profunda, colectivizando industrias y campos y sustituyendo lo que Antonio llama “el gobierno burgués” por un “consejo regional de defensa” que presidía su buen amigo Joaquín Ascaso. Ortiz es muy crítico con muchos de sus compañeros y compañeras con cargo de responsabilidad. En su opinión, eran buenos sindicalistas, pero fracasaron como políticos y los políticos profesionales les arrasaron. Ascaso fue destituido tras una acusación de robo y él perdió el mando de su columna.
— Por desgracia, unos cazas nos salieron al paso y tuvimos que dar media vuelta. — ¡Antonio, casi matas a Franco! — Casi, por un minuto, y luego tendríamos que haber tenido puntería.
— El general Pozas, uno de los que habían liquidado la revolución en Aragón, dijo que yo era “poco cooperativo”. Llegó un momento que hasta temí por mi vida. Ascaso, yo y unos cuantos más huimos a Francia en el verano del 38.
— ¿Y cuándo pudiste volver a España?
— ¡Anda que no queda para eso! De momento, acabé en un campo de concentración francés.
Laura pensaba que los campos eran patrimonio de los nazis, pero Ortiz le relata las penurias de los de Saint-Cyprien y Vernet, donde les trataron “peor que a perros”. Tras la invasión hitleriana de Francia, fue deportado a Argelia para trabajar en el ferrocarril, lo que resultó una suerte, ya que miles de prisioneros de Vernet serían posteriormente llevados a campos de exterminio. Recuperó la libertad tras el desembarco aliado en el norte de África y se enroló en el Ejército francés en 1942.
—Los franceses por fin empezaron a valorar a los españoles, por nuestra experiencia y motivación.
Desde luego su motivación le queda clara a Laura, mientras el viejo sigue contando sus avatares en la primera línea de las fuerzas aliadas. Le cuenta la toma de Aix-en-Provence, Lyon, Belfort y su entrada en Alemania, conquistando Karlsruhe y Pforzheim, donde fue herido y evacuado. Cuenta que le dieron un montón de distinciones y le ascendieron a sargento, aunque eso le importa “un bledo”. Con su viejo amigo ‘El Valencia’, montó una serrería en Francia.
— Después de tanta guerra y violencia, es normal que quisieras algo de paz.
— ¿Paz? —Ortiz ríe—, ¡Franco seguía en España!
Eso significaba que él y sus amigos aún no estaban en paz. Querían jugar su última carta. Había que matar a Franco, quien el 12 de septiembre sería el espectador de lujo de una regata en la playa de la Concha de Donostia. El plan consistía en que un piloto, Ortiz y, cómo no, su inseparable ‘El Valencia’, descargarían sobre él un buen número de bombas de la II Guerra Mundial. Así, la avioneta adquirida por el falsificador anarquista Laureano Cerrada hacía acto de presencia esa mañana soleada de septiembre sobre la playa donostiarra.
— Por desgracia, unos cazas nos salieron al paso y tuvimos que dar media vuelta.
— ¡Antonio, casi matas a Franco!
— Casi, por un minuto, y luego tendríamos que haber tenido puntería.
Antonio le propone que dejen el final de la historia para mañana, porque de todas maneras sus 30 años de carpintero en Venezuela y su regreso a Barcelona no son tan emocionantes. Laura le da un abrazo y Antonio nota su emoción.
— Tampoco es para tanto. Perdí casi siempre.
— Pero la dignidad no la perdiste.
Antes de cerrar la puerta, Laura mira de reojo al interior de la habitación y ve que Antonio mira fijamente por la ventana. En su rostro ve resbalar una lágrima.
El día siguiente, 2 de abril de 1996, al llegar a la habitación de Antonio, Laura descubre que está vacía. “Habrá salido a dar un paseo”, se dice a sí misma. Pero se teme que haya llegado el día y por si acaso se acerca al despacho del director de la residencia. Para quedarse tranquila.
— Antonio Ortiz falleció esta madrugada mientras dormía. Lo siento, Laura, sé que habíais hecho buenas migas. Era un señor muy simpático.
— Era un héroe. El héroe de la habitación 36.