Cine
Sesión de cine neowestern para una tarde de cuarentena

Películas, cómics, novelas sobre contagios, zombis, distopías… Todos los suplementos culturales de la prensa se han puesto de acuerdo en ilustrarnos, aterrorizarnos y adoctrinarnos sobre el inminente fin del mundo. ¿Y si miramos hacia el horizonte abierto del mar, el espacio interestelar o la pradera sin fin? En tiempos de cuarentena, echamos un vistazo al western, ese género moribundo, con mala salud de hierro, a ver si atisbamos la esperanza de lo posible.

Westworld
Fotograma de la serie Westworld (2016).
Jon Artza
19 abr 2020 06:00

Otra tarde perdida, confinados entre cuatro paredes, rumiando la última estadística o la nómina decreciente, quizá acodado en el balcón, mirando con nostalgia el parque del barrio… Y la mejor alternativa parece ser consumir la última distopía de contagios y zombis (con todo el respeto para el lumpenproletariado del terror). ¿Qué mejor oportunidad de abrir nuestra mirada al horizonte de la imaginación, recuperar la infancia y empoderarla de sueños y expectativas, cabalgar por la gran sabana de la pantalla? ¿Y si esa mirada aventurera, salvaje y utópica de las pelis del oeste no solo aligerara la reclusión sino que fuera una buena receta para superarla?

Para empezar, podemos recuperar o descubrir los grandes clásicos, pero también visionar la última hornada de ficciones de un género que hace tiempo dejó de ser un mero entretenimiento para convertirse en cine mayor. Un género, en origen norteamericano, que poco a poco se ha hecho universal, que se ha reinventado una y mil veces, reventando sus costuras formales, y de cuyo crepúsculo han nacido nuevos senderos mestizos.

Ahora, hablamos de neowestern (o de postwestern) porque su mirada contemporánea, sin renunciar a las señas de identidad del género, se ha abierto a nuevos imaginarios, narrativas y autorías. Western deconstruido, feminista, ecologista, posmoderno, poscolonial, indio e indie, space opera, mongol, cacereño… Los creadores (y muchas creadoras) están redescubriendo y reinventando el western para contarnos desde el pasado la complejidad del presente.

Los viejos cowboys se resisten a morir alcoholizados en la cantina. Los indios masacrados han resurgido de las cenizas de Wounded Knee. Las cabareteras le han dado una patada en sus partes más íntimas al último cliente. Los característicos personajes ya no son los que eran, sino el espejo de nuestra multiforme alteridad: nosotras mismas.

Pero, dejémonos de especulaciones y vayamos a por esas historias que pueden llenar nuestro actual tiempo detenido de una renovada emoción. Si quieren sorprenderse, disfrutar, y hasta aprender: tomen nota.

Un jinete más libre y salvaje todavía: el neowestern

En los últimos tiempos, a partir de los 90, quizá del rudo pistoletazo de Clint Eastwood, veterano del spaguetti western en Sin perdón (1992), y de la romántica épica indigenista de Bailando con lobos (1991), se han filmado los westerns más extraños y sugerentes. Entre un aluvión de remakes televisivos y serie B, con más o menos oficio y fortuna, han ido brotando, casi por generación espontánea, algunas películas de fuerte personalidad y tan diversas que no parecen pertenecer al mismo universo imaginario. ¿Cómo se explica si no la aparición de Dead Man (1995), de Jim Jarmusch, una obra en blanco y negro, casi de arte y ensayo, al lado de un western tan solvente sobre la guerra civil norteamericana como Cabalgando con el diablo (1999), realizada por Ang Lee, un director taiwanés?

A partir de estas experiencias pioneras, en la primera década del siglo XXI, se empieza a construir una nueva mirada, repleta de nostalgia pero también de provocadoras hibridaciones narrativas. Así, junto a maduras revisiones de aroma clásico como Open Range (2003), del infravalorado Kevin Costner, o la amarga Appalossa (2008), del actor Ed Harris, cantos a la amistad viril, surgen tensos ensayos sobre la traición desmitificadora como El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007) de Andrew Dominik.

Poco a poco, se van desgranando una serie de películas tan solitarias y tentativas como un cowboy perdido, pero claves para entender la expansión y renovación del género. Tommy Lee Jones, actor de carácter y habitual del western contemporáneo, filma Las tres muertes de Melquíades Estrada (2005), áspero film fronterizo de mensaje antirracista. Quentin Tarantino, con la sangrienta Django desencadenado (2012), se abre a una apócrifa posmodernidad entre el homenaje al spaghetti western y la vindicación pop de la negritud. David Mackenzie, en Comanchería (2016), nos conmueve con una road movie de atracadores con conciencia social protagonizada por perdedores de la ‘basura blanca’ rural.

En ese contexto, los hermanos Cohen, iconos de posmodernidad, asaltan el género para darle la vuelta como a un calcetín remendado. Lo mismo dan rienda suelta a la brutal combinación de thriller y western en la oscarizada No es país para viejos (2007), duelo entre Tommy Lee Jones y el imposible flequillo asesino de Javier Bardem, que dan a luz al mejor remake contemporáneo en Valor de ley (2010), superior al original. O que estrenan, directamente en Netflix, un puñado de cuentos cómicos como La balada de Buster Scruggs (2018).

El cine empieza a saber a western, hasta invadir otros géneros como el terror. Así ocurre con el perturbador gore de Bone Tomahawk (2015), de S. Craig Zahler, o con Brimstone (2015), de Martin Koolhoven, una mirada gótica sobre la pederastia. Y, al lado de estas revisiones más o menos esperables, la novedad más refrescante es un cierto western de la diversidad.

El primero que lo intenta es, de nuevo, el todoterreno Ang Lee, filmando una suerte de western gay, la delicada Brokewack Mountain (2005). Pero, a continuación, surge una corriente con la figura femenina como protagonista. Más allá de prescindibles operaciones comerciales al servicio de actrices de moda, del tipo Rápida y mortal (1995), de Sam Raimi, el western pro-feminista adquiere carta de naturaleza en la caravanera Meek’s Cutoff (2010), de Kelly Reichardt, o en Deuda de honor (2014), de Tommy Lee Jones. Una línea que da lugar a uno de los mejores western contemporáneos en The Rider (2017), de la china-estadounidense Chloé Zhao, una historia sobre el mundo de los jinetes de rodeos.

El western, género europeo

Una de los giros más interesantes, más allá del manierismo imitativo del spaguetti western (con todo el respeto para los grandes italianos Sergio Leone, Sergio Cobucci y compañía), es la conversión (o el retorno) del western como género europeo. Entre las primeras incursiones anglosajonas destacaremos el severo drama El perdón (2000), del británico Michael Winterbottom. Y entre las últimas reseñables, Slow West (2015), el errático viaje del escocés John Maclean.

La facción francesa también pega fuerte, ya desde el Blueberry (2004), western psicodélico de Jan Kounen, basado en el popular personaje de los indiscutibles maestros del cómic western, Jean Giraud y Jean-Michel Charlier. De su enfoque heterodoxo nacen miradas más profundas, como Mi hija, mi hermana (2015) -los yihadistas como nuevos indios-, del francés Thomas Bidegain, la original versión de la fordiana Centauros del desierto, hasta la violenta ternura humorística de Los hermanos sisters (2018), de Jacques Audiard, filmada en los Pirineos. En esta categoría incluimos producciones francesas, de perfil orientalista, como Lejos de los hombres (2014), de David Oelhoffen, con Viggo Mortensen -otro habitual del género-, sobre la guerra argelina, o el simpático y naif western kurdo, Tierras de paprika (2013), del iraquí Hiner Saleem.

Tierra de paprika
Tierra de paprika (2013).

El panorama europeo lo completa una larga lista de contundentes producciones serie B, situadas a menudo en conflictos del viejo continente, en las que la venganza vuelve por sus fueros: la danesa The Salvation (2014), de Kristian Levring, la irlandesa La gran hambruna (2018), de Lance Daly, o la austriaca El valle oscuro (2018), de Andreas Prochaska. Y el último estreno europeo recordable es ya puro cine independiente: la emblemática Western (2017), de la alemana Valeska Grisebach, sobre las desventuras de un trabajador emigrante en la campiña búlgara.

Siempre habrá una filiación entre Norteamérica y Europa, pues el oeste lo colonizaron los emigrantes de la vieja Europa y, hay que recordarlo, lo recrearon sus hijos y los exiliados del nazismo.

¿Hay un western hispano-latino?

En esta renovación europea siempre habrá un espacio fronterizo al sur de la frontera norteamericana y una conexión hispano-latina. Así, ya desde Gringo viejo (1989), de Luis Puenzo, sobre la revolución mejicana, hasta el potente western remake de supervivencia El renacido (2015), de Alejandro González Iñárritu, el género se va abriendo a directores charros camino hacia otra visión crítica con el colonialismo. Visión que ha derivado en una serie de producciones experimentales como Jauja (2014), de Lisandro Alonso, una arriesgada incursión retro utilizando la cámara estática.

En este ambiente cultural, lo hispano-latino, conectado al spaguetti western almeriense, adquiere pleno sentido. La nostalgia invade 800 balas (2002), de Alex de la Iglesia, protagonizada por ese icono castizo que es el inolvidable bandolero western, Sancho Gracia, alias Curro Jiménez. O el documental Desenterrando Sad Hill (2018), de Guillermo de Oliveira, sobre el cementerio burgalés en el que se filmó la mítica El bueno, el feo y el malo (1968), de Sergio Leone.

Especialmente interesantes son esa suerte de continuación desmitificadora de Dos hombres y un destino (1969), de George Roy Hill, en la sólida Blackthorn (2011), de Mateo Gil, con Sam Shepard como redivivo Butch Cassidy, o el western bereber en pleno Atlas de Mimosas (2016), del outsider gallego Oliver Laxe. Por último, se ha abierto una veta incomprensiblemente desaprovechada hasta ahora: el western (post)guerracivilista. Gracias a la reciente Sordo (2019), de Alfonso Cortés-Cavanillas, de guardias civiles contra maquis, o la contundente Intemperie (2019), de Benito Zambrano, sobre la huída de un capataz de un humilde pastor en el campo extremeño.

Código western, más allá del género

El género se ha convertido en un código abierto, en el cual caben lecturas tan insólitas y personales como El caballo de Turín (2011), de Béla Tarr, como western metafísico, o la relectura de las sagas escandinavas, en la tormentosa epopeya familiar del caudillo Lagnar Lodbrok, de la serie Vikings (2013), de Michael Hirst. Pero quizá sea la ciencia ficción el otro género, con frecuencia despreciado, que mejor ha entendido el espíritu pionero de las no man’s land, dando lugar casi a un subgénero híbrido, el space western. La saga Star Wars (1977), de George Lucas, ya nació como un space opera-western cruzado con Kurosawa en las arenas de Tatooine y su última trilogía, protagonizada por la chatarrera Rey, se ha convertido en el space (neo)western feminista y mainstream por excelencia.

El cine postapocalíptico tiene su gran referencia en la serie Mad Max en clave western australiano (que ha dado un puñado de meritorios western históricos como Ned Kelly (2003), de Gregor Jordan, y su espídica consagración con Mad Max Fury (2015), de George Miller, donde la heroína proto-feminista Imperator Furiosa (Charlize Teron) le roba todo el protagonismo al loco Max.

Young ones
Young ones (2014)

Numerosas pelis de zombis se han reescrito también en estilo western, como La resistencia de los muertos (2010), del maestro George A. Romero, y sobre todo a partir de The Walking Dead (2010), la serie basada en el cómic de Robert Kirkman, capitaneada por el angustiado policía ‘solo ante el peligro’ Rick Grimes. El colofón de esta deriva es una serie de polvorientos pero sugestivos pastiches postapocalípticos serie B, como El libro de Eli (2010), de Albert Hughes, Legión (2010), de Scott Stewart o Young Ones (2014), de Jake Paltrow. Y hay lugar incluso para un disparatado divertimento como Cowboys & Aliens (2011), de Jon Favreau.

Series al rescate

Por último, gran parte del mérito en el éxito de la apertura del neowestern se lo debemos a las series y, especialmente, al intuitivo papel que están jugando las series de plataforma, capaces de alimentar sin prejuicios el mercado de la diversidad a base de un remix narrativo.

A una primera experiencia como western desmitificador de la comunidad pionera en la ya clásica Dead Wood (2004), de David Milch, le han seguido la anti-heróica hazaña del ferrocarril de Hell of Wheels (2011), de Joe y Tony Gayton. A partir de ese derrumbe de mitos fundacionales, todo es posible: el western de la rebelión robótica de Westworld (2016), basado en la terrorífica Almas de metal (1973), de Michael Crichton, la película Goodless (2017), de Scott Frank, puro western pro-feminista, un pueblo de mujeres en armas contra los bandidos, o Damnation (2017), de Tony Tost, donde un falso predicador sindicalista intenta organizar la revolución contra los terratenientes. Un puñado de series desmitificadoras y provocativas de aliento emancipatorio que promete arrasar la producción de películas.

La gran lanzadera literaria

En esta avalancha neowestern no son ajenas la nueva narrativa gráfica o las incursiones artísticas, pero es especialmente destacable el papel de la investigación de la verdadera realidad del oeste, más allá de la leyenda made in Hollywood, en ensayos tan impactantes como El Imperio Comanche (2008), de la finlandesa Pekka Hämäläinen, sobre la expansión de una de las tribus míticas de las praderas. Siguiendo este hilo, destacan también novelas sobre el choque entre ‘civilizaciones’ como El hijo (2014), de Philipp Meyer, o Ahora me rindo y todo eso (2018), del argentino Álvaro Enrigue.

Bastante antes, ya había surgido una secreta literatura desmitificadora con referencias de altísima calidad literaria como, entre otras, Warlock (1958), de Oakley Hall, Butcher’s Crossing (1960), de John Williams, Todo se acabó y todo volvió a comenzar (1960), de E. I: Doctorow, El monstruo de Hawkline (1974), de Richard Barutigan, Meridiano de sangre (1985), de Cormac McCarthy, País de sombras (1990), Peter Mathiesen, Zebulón (2008), de Rudolph Wurlither, o En busca de New Babylon (2017) de Dominique Scali. La última novedad, nominada al Pulitzer, ha sido la crónica del sueco-argentino Hernán Díez, A lo lejos (2020), sobre la peripecia de Hakän, El Halcón, un joven emigrante sueco, convertido en involuntaria leyenda de las praderas, que vive como un topo bajo el desierto.

La gran ventaja del western literario es que puede innovar desde el papel, sin necesitar de costosas producciones cinematográficas destinadas al gran público, lo cual finalmente ha influido en el cambio de perspectiva del cine de género.

El western de interiores

No podemos sustraernos a un comentario sobre la pandémica actualidad, pues la inmensidad de un género veterano lo abarca casi todo. Por ejemplo, la paradoja del western, un género de horizontes abiertos en contraposición al western de interiores que, a menudo, lo es también de confinamiento. Y para abordarlo hay un western de cámara que nos relata la lucha contra el enemigo externo: bandidos, sudistas, indios, mejicanos, comunistas, alimañas o virus que amenazan la paz del hogar recién fundado.

Todo está ya en el clasicismo de John Ford, desde el drama pseudoteatral La diligencia (1944) hasta Centauros del desierto (1956), con su juego de puertas que se abren y se cierran, entre el espacio doméstico y la desolación del desierto, entre la familia y el héroe solitario que ha de volver a marcharse una vez cumplida su tarea. Igualmente sintomáticos son el confinamiento forzado de los vaqueros antirracistas contra indios y colonos en Los que no perdonan (1960), de John Huston. O las comedias de Howard Hawks sobre una disfuncional familia de rudos justicieros recluidos en una cárcel de pueblo en Río Bravo (1959) y su auto-remake El Dorado (1966), tantas veces imitado. Sin olvidarnos del perfecto western anarquista sobre un motín en prisión en El día de los tramposos (1970), de Joseph L. Mankiewicz.

La última incursión en este sentido, Los odiosos ocho (2015), de Quentin Tarantino, con una posada aislada por la nevada como escenario de una escabechina al estilo Agatha Christie, nos demuestra que el género filmado habitualmente a plein air también puede interpelarnos en un reducido espacio de cuarentena.

Larga vida al (neo)western

Hasta aquí nuestro repaso de urgencia, errático y al trote: un puñado de neowesterns, espigados, de un vasto corpus en plena efervescencia, para todos los gustos y disfrutables por fans (y frikis) del género. Y, lo mejor, que cada espectador y espectadora puede hacer sus propios descubrimientos y elaborar libremente su propio canon.

Recuperar el western desde el neowestern, o al revés, puede convertirse en una gratificante tarea de exploración, saqueando la dvdteca de las amistades, husmeando en las tiendas de saldo, apostando por la descarga ilegal o por el visionado on line de plataforma.

En cualquier caso, se puede convertir en estático viaje de iniciación por nuestro imaginario civilizatorio en el cual descubrir a buen seguro nuevos territorios de alteridad radical, pero en el que también tropezar con algo tan inmutable como un cactus: la revelación de que nuestro planeta, ayer y hoy (y mañana), pese a las aparentes ambigüedades y cambiantes circunstancias, sigue siendo un universo violentamente moral. Y habrá que elegir y pelear (de manera incruenta, fuera manos de las cartucheras), por cosas tan básicas como la supervivencia, el bien común o la libertad.

Una tarde cualquiera, de cuarentena, en tiempos del covid19, no te dejes llevar al matadero del imaginario distópico oficial y sueña que cabalgas junto a esta heterogénea banda de europeos desterrados, bandoleras feministas y robots rebeldes hacia la esperanza utópica del postcolapso. ¡Larga vida al (neo)western!

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Oso interesgarria!! Eskerrik

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