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Campo de cuidados
Caldo de gallina
Qué frágiles son las palabras (...) hay un aire que susurramos, que sale de nuestros pulmones, y al que le damos una sonoridad, un ritmo, una vibración, y todo eso se convierte en sentido (...) hemos conseguido inventar una manera de salvar las palabras, cuantos esfuerzos, cuanta inventiva para dejar huella escrita de nuestros mejores pensamientos, nuestras mejores emociones... de esas vibraciones interiores que hay en nosotros...
Ayer escuchó en televisión a Irene Vallejo hablar sobre los libros. Según entraban sus palabras dentro de ella se fue sintiendo aliviada. Acompañada.
Algunos días podía levantarse cuando le sonaba el despertador por la mañana, otros no. Esos días, lo intentaba varias veces, pero no era capaz. Sentía que ese aire que tenía que circular por sus pulmones no podía moverse. Tan sólo visualizar lo que le esperaba al levantarse de la cama hacía que el tapón que le oprimía se hiciese más denso, más grande, más persistente: la imagen de los pasillos de su casa con ropa de sus hijos, su marido o de ella misma tirada, sin haber conseguido llegar hasta el cesto o la lavadora. O la imagen de la pila de la cocina rebosante de cacharros con restos; o la de la nevera con poca más comida que la carne congelada que quedaba de la matanza. Luego pensaba en su cuerpo: su pelo, con nudos, pasaban los días sin ser capaz de ducharse; su piel arrugada, seca.
Entre la imagen de su casa y la de su cuerpo, había una zona intermedia a la que sí podía mirar. Esa imagen estaba habitada por un círculo alrededor de su cama, hecho de libros y libretas
Además, le atormentaba pensar en qué ropa se iba a poner para salir de la cama, todo se le estaba quedando pequeño. Sin embargo, entre la imagen de su casa y la de su cuerpo, había una zona intermedia a la que sí podía mirar. Esa imagen estaba habitada por un círculo alrededor de su cama, hecho de libros y libretas. Allí el tapón se esfumaba y el aire volvía a circular por los pulmones de Paqui, por su cuerpo, por su imaginación, por sus sueños. Cuando sentía que no podía levantarse, que no podía mirar ni a su casa, ni a su familia, ni a su cuerpo, a veces sentía que quería morirse, pero otras, muchas, sentía que sólo podía continuar con la vida si se ponía a leer o a escribir. Leyendo y escribiendo podía habitar casas, cuerpos, pueblos, campos, ciudades, escenas, vidas, que sí quería descubrir, construir, compartir. Cuando leía podía volver a sentir esa vibración de la que hablaba la escritora en la televisión; podía volver a respirar, incluso a querer que parte de ese aire saliese en forma de susurro y a través de un boli que siempre guardaba sobre su oreja, bajo su mata de pelo rubio, el susurro llegase al papel y se convirtiera en palabra escrita.
Campo de cuidados
Opinión El apoyo mutuo y el canto de los pájaros
El miércoles sonó el despertador, como todos los días. Pepita, su perra, volvió a subírsele encima, a llenarla de besos, y ese día fue uno de los que sí pudo levantarse. Habíamos quedado para tomar un café. Yo quería contarle que tenía un par de gallinas nuevas, y preguntarle alguna cosa sobre ellas. Me encanta hablar sobre gallinas con ella. Siempre, en algún momento de nuestras conversaciones sobre las gallinas tengo uno de esos momentos de sentir que se me estruja un trozo de estómago, de ese estrujamiento sale una lágrima o dos, y después se me queda el cuerpo como si algo le hubiera acariciado por todas las paredes interiores. Cuando sacó las gafas de su bolso para mirar bien la foto de mis gallinas, ví que asomaban dos o tres libretas. En ese momento no me atreví a preguntarle por qué llevaba tantas libretas en el bolso, con lo que le duele la espalda. Pero tras un rato conversando sobre las gallinas y la vida, le pregunté si las libretas que llevaba en el bolso eran sus libretas “de escribir”, de las que me había hablado alguna vez. En mi pregunta había algo de profanación, pero también de admiración, y sobre todo, había una irrefrenable necesidad de escuchar alguna de sus historias.
¿De verdad quieres que te lea algo? Le respondí mirándola a los ojos y guardando silencio. Ella abrió una de esas libretas y empezó a leer. Eligió una historia titulada “El puchero de Sancha”. Había oído muchas veces ese nombre en las conversaciones de mis tías cuando tomábamos el fresco en verano. La nombraban mucho pero dentro de historias que se cortaban rápido.
Historias con parches y agujeros.
Un día un hombre le contó que su padre ya muy mayor le solía hablar de una señora del pueblo que se fue a vivir a la sierra. Allí tenía siempre al fuego un puchero con caldo de gallina. Ese caldo le salvó la vida a su padre, huido en la sierra, y a otros muchos
De lo que decían, sólo me quedé con que había tenido dos hijos, pero no se le conocía marido. Que cuando le mataron a un hijo en la guerra ella se volvió loca y se fue a vivir a un chozo al campo. De vez en cuando venía al pueblo, a ver al boticario. La gente decía que venía a por medicinas para los nervios. Siempre iba acompañada por dos o tres gallinas, con las que hablaba sin parar. Paqui escuchó esas historias cuando era pequeña, y ahora de mayor, había querido saber más sobre aquella mujer. A pesar de lo que le costaba salir de la cama, y salir de casa, llevaba varios años sentándose a ratos al brasero con algunos hombres y mujeres mayores del pueblo, recopilando historias sobre Sancha y sobre otras personas protagonistas de las historias que llevaban años contándose en el pueblo. Historias llenas de agujeros a los que Paqui quería asomarse. Un día un hombre le contó que su padre ya muy mayor le solía hablar de una señora del pueblo que se fue a vivir a la sierra. Allí tenía siempre al fuego un puchero con caldo de gallina. Ese caldo le salvó la vida a su padre, huido en la sierra, y a otros muchos como él.
Nos quedamos un rato en silencio.
Volvió a hablar Paqui para decirme, en un susurro, que cuando esté mejor quiere proponer, para las fiestas de su pueblo, hacer un recorrido con paradas en las casas de todas aquellas personas y contar su otra historia. Además de presentar el libro que está escribiendo sobre todas ellas. Pero para eso tengo que estar un poco mejor. Bueno, ya solo pensarlo, es que estoy un poco mejor. Ya no estaría viva yo sino fuera por lo que escribo, si no fuera por los libros.