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Crisis climática
Huir del calor
El calor muta. Cambia la materia, los estados y las formas. También, qué fascinante, las ciudades: quienes nos quedamos en Madrid en verano lo sabemos. Cada año con más saña, el calor transforma la urbe desde sus cimientos, desaloja las plazas y altera la atmósfera, las avenidas y el comportamiento de los hombres y mujeres que deambulan por ellas. Mientras las calles se vacían, los individuos nos escondemos en nuestros pisos cuyos toldos verdes se repliegan y cierran obedeciendo, como flores sincrónicas, los procesos del sol.
Es una metamorfosis hipnótica. El calor nos obliga a huir, a movernos como partículas en la ebullición. Nos desplazamos del sol a la sombra, del tórrido asfalto al frescor de un árbol, de una fuente o de la mágica intimidad de nuestros patios interiores. Migramos si podemos a la casa de la sierra, al pueblecito de inviernos crudos y veranos de alivio, a cualquier punto de altitud que rebaje los grados criminales, y ya quien puede se mueve un poco más allá, a la montaña y al lago, a la playa, al país vecino, al paraíso de la nieve. Todo por huir del calor. Así, a escala mucho mayor, imagino que se moverían las primeras personas, eligiendo lugares planetarios con mejor clima, desechando las altitudes imposibles o los desiertos más áridos. Pero huir del clima insufrible no es algo únicamente humano: lo hacen las criaturas migratorias, que desplazan sus comunidades en un sabio ritual al compás de las temperaturas. Lo hicieron incluso las plantas en la era de las glaciaciones, moviendo sus cuerpos vegetales en busca del sol, del deshielo, de la vida. Hoy esa migración tiene un rostro trágico: el del número creciente de refugiados climáticos que, en todo el planeta, huyen de un infierno de origen antropogénico.
En las ciudades, huimos de forma menos literal: refugiándonos, adaptando nuestros hogares y espacios, aferrándonos a la fascinante mecánica del ventilador. Una ola de calor es como una fiebre que ha cogido la ciudad y de la que solo cabe esperar a que pase, que se cure rápido; a ser posible, en algún refugio. Pero las ciudades, que deberían protegernos de los desafíos climáticos, muchas veces no lo hacen. Su propio diseño, cuando este es aliado del coche; sus grandes superficies asfaltadas, el tráfico y la contaminación lo dificultan. Resulta que ni el más innovador de los elementos urbanísticos es tan eficaz contra el clima adverso como devolverle a la naturaleza un pedacito del espacio que le robamos (en París lo saben y están plantando 170.000 árboles para aliviar el calor).
No todos sufrimos el verano igual: el clima inventa nuevas formas de pobreza. Unos barrios sufren más que otros, la reciente termometrada ciudadana ha mostrado que si tu vecindario tiene poca vegetación puede que sientas en la piel hasta quince grados más. Unos trabajadores sufren más que otros, e incluso se produce el fenómeno inhumano de las personas que mueren trabajando por ser forzadas a seguir una lógica capitalista que no tiene pellejo ni siente el calor ni sabe que este puede quitarles la vida a los humanos, si se empeña.
En la ciudad, donde las altas temperaturas son una de las principales causas de mortalidad relacionada con el clima, cada vez menos lugares nos resguardan. Los árboles, misteriosamente, menguan en número; las plazas amanecen abiertas e inhóspitas como nuestra nueva Puerta del Sol. Nos queda guarecernos en los sitios artificiales: los centros comerciales, los bares, los comercios. Y por último nuestros pisos, guaridas individualistas de aire acondicionado y cuarentena. Las ciudades nos hacen huir del calor extremo en una dirección: la que lleva al aislamiento y el individualismo, saliendo poco a la calle, renunciando a los espacios públicos y a encontrarnos. Pero podemos imaginar un agosto diferente.
Ecologismo
Asambleas populares Propuestas desde el empoderamiento vecinal para afrontar el calor
“Madrid necesita con urgencia una red de refugios climáticos que hagan que los veranos vuelvan a ser una época deseada”, dicen desde el colectivo de maravilloso nombre Vecinas a la fresca, que ha intentado hacer un refugio climático de un solar vacío en Lavapiés. Cada vez más gente ansía recuperar el espíritu de las vecinas y vecinos mayores que salen, con sus sillas portátiles, a “tomar la fresca” a la caída del sol, un hábito que parece indómito en una ciudad diseñada para desperdigarnos.
Algo de rebeldía también -y de urgencia- muestran las muchas personas que buscan espacios donde resguardarse en común, o que los inventan. Quienes más experimentan el calor comparten propuestas para mitigarlo sin dejar fuera a nadie. Cada año se celebra la divertidísima Batalla Naval vallecana, tradición nacida del ejercicio utópico de imaginarle al barrio un puerto marítimo. En el Zofío (Usera), varias asociaciones vecinales diseñaron la primavera pasada un parque cedido por la parroquia con la idea de utilizarlo en verano y convertirlo en un “lugar de encuentro”. Lonas, plantas, difusores de agua. Su transformación fue participativa y colectiva, con los brazos y manos de gente del barrio de todas las edades. Y en Vallecas nos encontramos en el Sputnik, un solar abandonado y recuperado, de paredes coloridas, donde en la tarde avanzada nos regalan sombras los edificios apretados y la vegetación, plantada por los vecinos. En su interior se vuelve humanamente posible mantener la compañía y el activismo y vernos cara a cara, relucientes de verano y planes compartidos. Así, podemos reapropiarnos de los espacios, imaginarle alternativa a esta crisis climática y sobrevivir en común al verano.