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Análisis
¿Es el dron el kaláshnikov del siglo XXI?
De todas las historias recogidas en la Crónica de Néstor —uno de los documentos más relevantes del mundo eslavo, que relata la historia de la Rus de Kiev del año 850 al 1110—, la de la princesa Olga posiblemente sea una de las más conocidas en Rusia. Para vengarse de los drevlianos, el pueblo eslavo oriental responsable del asesinato de su marido, y cuyo príncipe, Mal, aspiraba a casarse con Olga para hacerse con la corona de la Rus de Kiev, la regente —su hijo Sviatoslav todavía era menor de edad— urdió una serie de venganzas contra sus emisarios, primero, y contra todos los drevlianos, después. Durante el largo asedio a Ikorosten —la ciudad en la que su esposo, Ígor Rurikovich, el príncipe de Kiev, había sido asesinado por los drevlianos—, los lugareños se resistían a rendirse por temor a que su derrota no calmase las ansias de venganza de Olga incluso si rendían tributo a la Rus de Kiev. La princesa Olga les prometió que tendría sus preocupaciones en cuenta y que no les reclamaría más que tres palomas y tres gorriones por cada casa. Satisfechos con el gesto de magnanimidad, los drevlianos accedieron al pago para poner fin a la guerra. Al retornar al campamento, sin embargo, Olga ordenó a su ejército que atase a los pájaros un trozo de azufre atado a su vez a una tela y, por la noche, que lo encendiesen y liberasen a los animales, que regresaron volando a sus nidos y de este modo incendiaron la ciudad. Los drevlianos presos del pánico que intentaron huir de Ikorosten fueron asesinados o capturados, y los supervivientes, obligados a rendir un tributo oneroso a la Rus de Kiev.
Conflictos bélicos
Drones El asesino que vino de la nada
La imagen de Olga desdoblada, rodeada de palomas revoloteando apocalípticamente en llamas, a su izquierda, y con unas gafas para pilotar un dron FPV y varios vehículos aéreos no tripulados en vuelo, a su derecha, precede hoy a los vídeos de un canal de Telegram que informa regularmente de las acciones del ejército ruso en Ucrania. En este y en otros canales de Telegram los drones son con frecuencia apodados ptitchki (‘pajarillos’). Más de mil años después de su implacable campaña contra los drevlianos, Olga se ha convertido en la patrona de las flamantes unidades de drones del ejército ruso.
Las crías de ‘Predator’
Los drones no son ciertamente una novedad en el campo de batalla: los historiadores militares remontan los diseños y pruebas de vehículos aéreos no tripulados hasta el primer tercio del siglo XX e incluso antes. Con todo, el mundo se familiarizó con ellos cuando los Estados Unidos los emplearon durante la llamada “guerra contra el terrorismo” en Afganistán, Pakistán, Yemen y Somalia, especialmente para acabar con los comandantes de los talibanes y otros grupos islamistas armados durante los dos mandatos de Barack Obama (2005-2008 y 2009-2017). Los 540 ataques autorizados por Obama acabaron oficialmente con la vida de 3.797 personas, incluyendo 324 civiles, aunque las cifras oficiales son motivo de disputa: hasta el año 2013 todos los varones adultos fallecidos en la zona del ataque se contabilizaban como combatientes a menos que la información recopilada tras su muerte por los servicios de inteligencia estadounidenses demostrase lo contrario.
“Hamás ha estudiado claramente la guerra en Ucrania”, aseguraba hace unos días el comentarista militar ruso Boris Rozhin
El uso de estos vehículos aéreos no tripulados presentaba considerables y evidentes ventajas para la Casa Blanca: con ellos no había pilotos capturados ni arriesgadas incursiones terrestres que pudieran terminar en incómodas fotografías de decenas de ataúdes cubiertos con la bandera estadounidense en la bodega de un avión militar. Las imágenes —cuando las había para la opinión pública, que no era siempre— estaban tomadas desde una altura considerable o con una calidad de imagen que impedía cualquier tipo de identificación con las víctimas. Para el público occidental que las contemplaba en los noticieros de televisión o desde sus ordenadores, aquellas imágenes con grano y en blanco y negro tenían la misma condición aséptica y tranquilizadora que una colonoscopia grabada en vídeo vista después por el paciente: aquí unos pólipos y, al cabo de unos segundos, su “eliminación” o “neutralización”.
Los ataques de drones se incrementaron bajo el mandato de Donald Trump (2017-2020), que relajó las normas para autorizarlos y opacó su contabilidad. Aunque ya había sido utilizado en los Balcanes en 1995, ‘Predator’ (nombre oficial: MQ-1 Predator) se convirtió en un término habitual en las páginas de los periódicos e internet. Un dron Predator mide unos ocho metros de longitud por doce metros y medio de ancho contando las alas, mientras que su sucesor —también fabricado por la empresa General Atomics— mide once metros de longitud y 22 metros de ancho de ala a ala. Además del piloto, necesita otro operario, que supervisa los sensores y guía el sistema de armamento.
“Un simple dron puede dañar o incluso destruir un vehículo, un equipo o un sistema militar que cuesta millones”, afirmaba recientemente Bendett en el podcast The War Nerd
Aunque dominaron hasta no hace mucho tanto los cielos como los medios de comunicación y siguen todavía operativos —el pasado mes de marzo uno de ellos colisionó contra un caza ruso sobre el Mar Negro–, el uso de vehículos de combate aéreo no tripulados ha cambiado sustancialmente en los últimos años y estos modelos ya no son lo que los lectores de medios tienen en mente cuando leen la palabra “dron”. Mientras otros países comenzaban a invertir en la producción de sus propios drones militares para no perder posiciones en la carrera armamentística del siglo XXI —los casos más conocidos son los de Turquía, Irán, Rusia y China—, la organización terrorista Estado Islámico comenzó a emplear drones y cuadricópteros de fabricación comercial para dejar caer cargas explosivas sobre las tropas sirias e iraquíes a las que combatían. Las acciones se grababan en vídeos que después difundían por sus canales de comunicación. El uso militar de drones se “democratizaba” y, por parafrasear el título de un conocido libro del periodista británico Michael Hodges, el dron se convertía en algo así como el AK-47 del siglo XXI, o, al menos, de lo que llevamos de él: accesible, barato, relativamente fácil de transportar y manejar, y letal. La prueba del reto a la seguridad nacional de un país que suponían los drones se materializó en 2018 en Caracas cuando dos drones suicidas cargados de explosivos detonaron a escasos metros del presidente venezolano, Nicolás Maduro, mientras daba un discurso en la Avenida Bolívar de la capital.
Opinión
Opinión El mundo necesita un tratado contra el uso de drones armados
En 2020 Azerbaiyán usó de manera efectiva y generalizada drones —en concreto el dron kamikaze IAI Harops, de fabricación israelí, y el Bayraktar TB2s, de fabricación turca— en su ofensiva contra la República de Nagorno Karabaj (aunque ya los había desplegado en varias ocasiones anteriores contra las tropas karabajíes desde el año 2016). A las ventajas de su uso arriba citadas ahora se sumaba la desmoralización que provocaba entre las filas enemigas: en este vehículo aéreo no hay una persona a cuya instrucción o valentía atribuir las bajas causadas y, una vez derribado —una tarea por lo demás nada fácil—, a ojos de los soldados de infantería no es más que un amasijo de hierros y cables. El dron alteraba el orden de combate: la concentración de vehículos blindados y artillería, con todo su músculo militar, se convertía en una diana fácil para ellos. Los estrategas de los ejércitos tomaron nota.
El auge del dron suicida
Con las tensiones entre Ucrania y Rusia al alza, y el precedente de Azerbaiyán fresco, ambos ejércitos apostaron por armarse con drones. Kiev compró varias unidades de los Bayraktar TB2s esperando repetir los resultados de los azerbaiyanos sobre las tropas karabajíes. Rusia hizo lo propio con los HESA Shahed 136 iraníes —un tipo de dron suicida de largo alcance—, posteriormente adaptados y rebautizados por sus fuerzas armadas como Geran-2, a los que se sumó el ZALA Lancet, de fabricación propia. El Geran-2 —apodado como ‘cortacésped’ por los soldados ucranianos por el ruido de su motor— ha sido lanzado en oleadas contra Ucrania de manera regular desde octubre de 2022 con el objetivo de dejar exhaustos los sistemas de defensa aéreos ucranianos y facilitar su penetración.
La guerra de desgaste en la que se encuentran inmersos ambos estados también es económica: el coste unitario de los Shahed 136/Geran 2 se ha calculado en 20.000 dólares, mientras que el de disparar un misil superficie-aire (SAM) para interceptarlo oscila entre los 140.000 dólares del sistema soviético S-300 a los 500.000 dólares del sistema estadounidense NASAMS. El mismo medio que presentaba estas cifras calculó que el misil IRIS-T de fabricación alemana cuesta 430.000 dólares, 20 veces más que el coste de un Shahed 136.
Con todo, ante la dificultad de mantener el ritmo de producción que este conflicto precisaba y que las respectivas industrias de guerra no podían satisfacer, ambos bandos se han equipado con drones de fabricación comercial, más pequeños y simples, pero también más letales en las actuales condiciones. Ucrania los ha utilizado en el campo de batalla y en sucesivos ataques contra la ciudad de Moscú —el más notorio de los cuales, contra el Kremlin el pasado 3 de mayo, muy pocos días antes del desfile militar en conmemoración del Día de la Victoria— y Rusia ha hecho lo propio en los territorios que disputa.
Se ha especulado con que Rusia ha comenzado a utilizar inteligencia artificial (IA) en los drones para mejorar su uso. En el caso de drones comerciales —principalmente de fabricación china (DJI es la marca preferida por ambos bandos) y que pueden alcanzar hasta 100 horas de vuelo con un radio de hasta 12 kilómetros—, a los que se les ata una carga explosiva, Samuel Bendett, especialista en el think tank estadounidense Centro de Análisis Navales (CNA), ha cifrado su coste entre 300 y 400 dólares de montaje. “Un simple dron puede dañar o incluso destruir un vehículo, un equipo o un sistema militar que cuesta millones”, afirmaba recientemente Bendett en el podcast The War Nerd. Por este motivo, los ejércitos de Ucrania, Rusia e Israel están comenzando a instalar una especie de jaulas de metal sobre las torretas de sus tanques con el fin de proteger a sus tripulaciones del impacto de drones kamikaze.
En 2020 Azerbaiyán usó de manera efectiva y generalizada drones en su ofensiva contra la República de Nagorno Karabaj
En opinión de Bendett, estamos asistiendo a “un capítulo sin precedentes en la historia militar rusa”, en el que “una tecnología comercial y los esfuerzos de voluntarios están teniendo un enorme impacto en las operaciones militares”. Al mismo tiempo, el estamento militar, según sospecha este analista, es suspicaz hacia esta situación nueva debido a que la cadena de producción y distribución de esta tecnología escapa a su control (y al de los contratistas militares), aunque a corto plazo les beneficia por su impacto y la rapidez con la que los drones llegan al campo de batalla, y, por este motivo, se mantienen discretamente al margen. Como constataba Bendett en The War Nerd, en Rusia existe una vasta red de apoyo ciudadano para financiar, adquirir y entregar estos drones, que se anuncia y publicita a través de numerosos canales de Telegram y otras redes sociales, e incluso existen ya cadenas de montaje y distribución de drones formadas enteramente por voluntarios.
En efecto, en los canales de Telegram de corresponsales y blogueros militares rusos circulan cientos de vídeos de este uso. En el comienzo de esta guerra se trataba sobre todo de operadores de drones del sector civil que aplicaban sus conocimientos en el campo de batalla y lo transmitían a otros soldados. Ahora ya se ha profesionalizado: el Ministerio de Defensa ruso publicó hace unos días en sus canales de información imágenes de un centro de entrenamiento en el frente en el que los operadores con más experiencia instruyen a los nuevos reclutas en el uso de drones de reconocimiento y suicidas tras pasar un test con gafas de realidad virtual. Los interesados en formar parte de este programa han de cumplir con sus propios requisitos físicos: “Claridad de visión, un sistema vestibular impecable y un alto grado de concentración”. Además, han de estar en forma física para desplazarse rápidamente por el campo de batalla, pues cuando un operador de drones es detectado, se convierte inmediatamente en objetivo del fuego enemigo.
La guerra de desgaste de Rusia y Ucrania es también económica: el coste unitario de los Shahed 136/Geran 2 se ha calculado en 20.000 dólares, mientras que el de disparar un misil superficie-aire para interceptarlo oscila entre 140.000 a 500.000
Recientemente, y a miles de kilómetros de distancia de esta guerra, Hamás ha empleado esos mismos drones para dinamitar los equipos de vigilancia israelíes y facilitar su incursión desde la Franja de Gaza, además de inutilizar varios tanques Merkava con ellos. Las brigadas al-Qassam —el brazo militar de Hamás— cuentan asimismo con un modelo de fabricación propia llamado ‘Zouari’ en honor al ingeniero tunecino que les transfirió esta tecnología y que fue asesinado por el Mossad en 2016.
“Hamás ha estudiado claramente la guerra en Ucrania”, aseguraba hace unos días el comentarista militar ruso Boris Rozhin en su canal de Telegram, “por lo que parece, se prepararon hace tiempo, realizaron ejercicios e instruyeron a operadores”. No muy lejos de Gaza, en el Líbano, se calcula que Hezbollá podría disponer de unos 2.000 drones de fabricación iraní en su arsenal que servirían eventualmente de contrapeso al actual dominio casi incontestado de las fuerzas aéreas israelíes. Entre tanto, la sombra amenazadora de los drones se va extendiendo sobre la faz de la Tierra: ya lo utilizan con diferentes fines desde las milicias en Sudán hasta los carteles de narcotraficantes mexicanos.
El dron y la guerra total
“¿Quién impedirá que, de una manera análoga [a la Primera Guerra Mundial], pero todavía en aumento, surjan nuevas formas inesperadas de hostilidad, la realización de las cuales genere la aparición de formas inesperadas de un nuevo fenómeno partisano?”, se preguntaba Carl Schmitt al final de su Teoría del partisano. Para el jurista alemán, “el progreso técnico e industrial cambia la ordenación del espacio junto con las estructuras del espacio”. Por eso, concluía, “el derecho es la unidad del orden y la localización, y el problema del partisano es el problema de la relación entre lucha regular e irregular”.Las reflexiones de Schmitt en este libro —publicado originalmente en 1966— merecen ser tenidas en cuenta ante los numerosos cambios en el terreno militar, de una evidente y creciente complejidad. Obviamente, también es el caso del uso de drones y sus consecuencias para los ejércitos. Desde la Primera Guerra Mundial, explicaba Schmitt, a la guerra terrestre y la naval “también se añadió el espacio aéreo, y por eso tuvieron que modificar enseguida los ‘escenarios’ y las estructuras de los espacios de tierra y mar vigentes hasta entonces”. En la lucha partisana, continuaba, “se origina un nuevo espacio de acción con una estructura complicada” que “obliga a su enemigo a entrar en otro espacio”, añadiendo una dimensión “más oscura, una dimensión de la profundidad en la que la exhibición del uniforme será mortal”.
Algo parecido podría decirse de los drones. Como explicaba Samuel Bendett en el podcast antes citado, son ya varios los ejércitos que están investigando cómo lanzar ataques de drones en masa —lo que se conoce como un ‘enjambre de drones’ (drone swarm)—, de manera que un dron reemplace a otro rápidamente en su posición hasta la consecución de un objetivo determinado, impidiendo que un sistema de defensa los anule a todos. También están invirtiendo en la investigación de sistemas de bloqueo electrónico cada vez más complejos para derribarlos o hacerlos aterrizar suavemente, utilizando campos electrónicos y tecnología láser. En el siglo XXI, la muerte vuela en cuadricóptero.