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Análisis
El ‘asunto Taiwán’ y el principio de ‘Una sola China’
1895 es una fecha central para comprender el desarrollo de la historia del Este Asiático hasta nuestros días. Aquel año se firmó el tratado de Shimonoseki como consecuencia de la victoria del Imperio del Japón en su guerra contra China. Este documento era la constatación por escrito de la avanzada de corte imperialista que, desde aquel año, iba a llevar a cabo aceleradamente Japón expandiéndose violentamente por la región y dejando una huella de terror en varios países. En aquel acuerdo, redactado y firmado en el marco de una aplastante victoria nipona, el Imperio se aseguraba el control de importantes territorios. Uno de ellos era la isla de Taiwán, hasta aquel momento parte de los dominios de la Dinastía Qing, de la que la moderna nación china es heredera desde que la revolución de Xinhai destronase aquella y fundase la República de China en 1912.
Taiwán sirvió como fuente de recursos naturales y mano de obra para la explotación en beneficio de las necesidades de Japón en la disputa interimperialista de la primera mitad del siglo XX, así como fue fundamental como base militar en operaciones como la de la invasión de las Filipinas. El Imperio fue tumbado y perdió el control de sus territorios anexados luego de la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial. En algunos de sus ex territorios, como en Corea, este hecho dio lugar a una gran intensificación de la lucha de clases y de las disputas entre comunistas y sectores nacionalistas y conservadores. En China, la Guerra civil llevaba cerca de dos décadas vigente y la caída de Japón fue seguida de la victoria del Partido Comunista (PCCh) en 1949. Mao dio su famoso discurso y quedó proclamada la República Popular China.
Cuando el territorio chino se zafó del Imperio japonés y obtuvo su independencia, el país estaba inmerso en una guerra civil, luego de la cual la parte derrotada —el Kuomintang— decidió atrincherarse en un territorio insular de la nación sin reconocer la victoria del Partido Comunista en la contienda
Con la disolución de la República de China, los nacionalistas del Kuomintang (KMT) perdían definitivamente el control de la parte continental del país y se trasladaban como entidad de gobierno a Taiwán. Con ellos se marchaban a la isla importantes cantidades de tesoros nacionales chinos, divisas y oro; allí, Chiang Kai-shek gobernaría bajo la forma de un régimen de corte anticomunista en el que la Ley Marcial (vigente hasta 1987) ejerció como marco para la eliminación de los grupos opositores en general y marxistas en particular.
El procedimiento habitual luego de la liberación de una nación sometida al yugo imperial es que la totalidad de sus territorios pasen al dominio del nuevo gobierno independiente, como atestiguan las independencias sudamericanas del siglo XIX. Cuando el territorio chino se zafó del Imperio japonés y obtuvo su independencia, el país estaba inmerso en una guerra civil, luego de la cual la parte derrotada —el Kuomintang— decidió atrincherarse en un territorio insular de la nación sin reconocer la victoria del Partido Comunista en la contienda. Este hecho marca el inicio de un disputa que involucra a los comunistas chinos, en tanto gobierno efectivo de la parte continental de China; al Kuomintang y el resto del aparato político-económico que de facto controla la isla de Taiwán; y a Estados Unidos, como potencia imperialista con una estrategia anticomunista muy marcada en la región.
Los actores locales del ‘asunto’ Taiwán
Desde el PCCh son tajantes: el principio ‘Una sola China’ es “la piedra angular del establecimiento y desarrollo de lazos diplomáticos”. Esta idea, que nace de la memoria nacionalista china de la violencia imperial sufrida, postula que el territorio chino, definido en los marcos de los actuales territorios continentales, los territorios reclamados y los espacios autónomos (como Hong Kong) debe conformar un único estado-nación. Sin embargo, desde el Estado chino reconocen la particularidad de regiones como Macao o Taiwán y apuestan por la lógica de ‘Un país, dos sistemas’.
No obstante, y por muy laxa que pueda ser la propuesta en cuanto al aceptamiento de modelos de gobierno autónomos al Partido, una cosa queda fuera de todo debate a la interna del país: Taiwán es parte de China y la reunificación es “la tendencia de la historia”, siendo los vínculos entre las dos partes un asunto “interno” chino. Deng Xiaoping, en el marco de la apertura que puso en marcha el modelo de desarrollo de las fuerzas productivas de “la economía de mercado orientada al socialismo”, llevó adelante en los años ochenta, junto al gobierno del Kuomintang en Taiwán, iniciativas para los reencuentros familiares a ambos lados del estrecho, así como para fomentar los incipientes contactos económicos, en un proceso similar al de la Política del Sol entre las dos Coreas.
Aquellos años marcaron un hito en las relaciones entre la República Popular China y Taiwán: el Consenso de 1992. El mismo es un concepto no oficial aceptado tanto por el Partido Comunista de China como por buena parte del Kuomintang y reconoce que efectivamente China es “una sola”, aunque admite que ambas partes conciben de forma distinta el modelo de gobierno que debe operar en el país (un sistema de partido único “orientado al socialismo” frente a un sistema multipartidista habitual en los regímenes de tipo capitalista). Por su propio contenido, este acuerdo sienta las bases para la normalización de las relaciones, para la intensificación de los acercamientos diplomáticos, políticos y económicos y para una eventual reunificación bajo la defensa de dos sistemas diferenciados.
Quien rechaza tajantemente el Consenso de 1992 es Tsai Ing-wen, líder del Partido Progresista Democrático (PPD) y Presidenta de Taiwán desde el 2016 (habiendo revalidado en 2020 con un 57% de los votos en las presidenciales). Su postura antagónica con el PCCh atravesó no solo su campaña por la presidencia, sino su actual accionar de gobierno y el desarrollo de sus vínculos internacionales. Su profundo rechazo al Consenso de 1992 le hizo enfrentar protestas y críticas, especialmente provenientes del Kuomintang.
La ‘interna’ de Taiwán está profundamente atravesada por varias cuestiones. Entre los nacionalistas, agrupados en torno al Kuomintang, y los socioliberales, agrupados fundamentalmente alrededor del PPD y de la imponente figura de Tsai Ing-wen, persisten diferencias profundas. El PPD postula una suerte de progresismo de corte occidentalista, defensor del orden político liberal de la épica civilizatoria y “antiautoritaria”. Se vincula ideológicamente con buena parte de los partidos liberales de las regiones centrales del sistema-mundo capitalista, compartiendo afiliación internacional con grupos como Ciudadanos o el Fianna Fáil irlandés. El KMT, por su parte, se ubica como una fuerza conservadora, asociada con la tradición del pensamiento nacionalista chino del siglo XIX y XX heredera de las tesis de Sun Yat-sen. Se encuentra afiliada internacionalmente con fuerzas como el PP español o el PRO argentino.
Mucho más cerca simbólica e ideológicamente con el Occidente capitalista, y con densos vínculos económicos con las grandes potencias económicas, Taiwán debe —según postula el Gobierno— afianzar sus relaciones con Estados Unidos y el resto del eje “civilizado”
No obstante, si existe un clivaje que determina la política taiwanesa es, por supuesto, el de las relaciones con la República Popular. El KMT es nacionalista chino y, como tal, aspira a sostener un buen enlace con la China continental, a la que consideran parte constitutiva de su propia nación. Compartir tradiciones, lengua, cultura y otros aspectos que a menudo configuran la identidad nacional es, según defienden, un lazo irrompible, independientemente de quién gobierne la parte continental. El DPP difunde las tesis de una suerte de nacionalismo taiwanés en oposición a China. Mucho más cerca simbólica e ideológicamente con el Occidente capitalista, y con densos vínculos económicos con las grandes potencias económicas, Taiwán debe —según postula el Gobierno— afianzar sus relaciones con Estados Unidos y el resto del eje “civilizado”, “democrático” y “progresista”.
Al considerar a China su ‘otro’ y haber defendido, por ejemplo, el gobierno británico sobre Hong Kong, ambos gobiernos han visto sus relaciones enormemente empeoradas. Las maniobras militares y los choques diplomáticos con China han sufrido un severo incremento y la seguridad en el estrecho se ha visto enormemente debilitada. Además, desde que Tsai Ing-wen dirige la política de la isla, se han intensificado las relaciones con Estados Unidos, que ya venían en alza desde que Barack Obama acelerase el proceso de venta de armas.
La sombra del imperialismo estadounidense
El imperialismo estadounidense, como estrategia para la conquista de mercados por parte de sus grandes capitales concentrados, desarrolló a lo largo de la segunda mitad del siglo XX una porosa estrategia anticomunista a lo largo del globo. De forma particularmente agresiva —por su enorme maquinaria económica en conjunción con el hecho de que llegase tarde al reparto del mundo, tal como Lenin advirtió en vida—, Estados Unidos desató sendas campañas y guerras contra los comunistas en el Este Asiático. Ante la enorme peligrosidad que supondría iniciar un conflicto directo con “la China popular”, los gobiernos norteamericanos vieron en Taiwán una oportunidad para llevar a cabo su estrategia.
Tal como pasase con Corea del Sur, la isla recibió ingentes cantidades de ayuda económica para llevar adelante su “milagro” capitalista. A cambio, se convirtió en una suerte de colonia militar a través del Tratado de Mutua Defensa firmado en 1955 y de la Resolución de Formosa por la que se habilitaba al presidente estadounidense a utilizar “como considerase necesario” a las Fuerzas Armadas de Estados Unidos en su propósito de “asegurar y proteger” a Taiwán de los comunistas.
En el caso de China el riesgo de fortalecer a un país socialista era asumible si, a cambio, se obtenían posibilidades de deslocalización y manufactura barata gracias a su incorporación (y la de sus cientos de millones de trabajadores) como periferia al sistema-mundo capitalista
Por aquel entonces, Taiwán era un enclave crucial para la estrategia contra el efecto dominó que, según las tesis yanquis, tendrían los Estados socialistas “contagiando” la revolución a sus vecinos. No obstante, esta situación cambió en la década de los ochenta. En aras de aquel desarrollo de las fuerzas productivas que comenzó a postular el Partido Comunista bajo el liderazgo de Deng Xiaoping, China se abriría a los capitales privados extranjeros y se convertiría en un proveedor de mano de obra barata particularmente jugoso para los grandes monopolios estadounidenses y para sus representantes políticos en el Gobierno. Así, en 1980 se rompió el Tratado de Defensa Mutua entre Taiwán y Estados Unidos y Washington trasladó su embajada de Taipéi a Pekín.
En este caso, la comparación con Corea es enormemente ilustrativa. Corea del Norte, un mercado de apenas 20 millones de habitantes que nunca se abrió a la inversión extranjera, nunca interesó en positivo al imperialismo estadounidense, que se mantuvo siempre firme en su apoyo económico y militar a Corea del Sur. En el caso de China, sin embargo, el riesgo de fortalecer a un país socialista era asumible si, a cambio, se obtenían posibilidades de deslocalización y manufactura barata gracias a la incorporación de China (y de sus cientos de millones de trabajadores) como periferia al sistema-mundo capitalista.
La apuesta yanqui en China fue en todo momento una eventual derrota interna del Partido Comunista que empujase al país a los circuitos ideológico-políticos del Occidente capitalista. Sin embargo, tal cosa no sucedió y China es hoy un pujante competidor en la disputa intercapitalista sin haber abandonado el modelo político de partido único ni el “socialismo con características chinas”. Por ende, la injerencia política extranjera en China se torna casi imposible.
En tales circunstancias, Taiwán ha ido recuperando su papel central en el conflicto de Estados Unidos contra el Partido Comunista de China. Probablemente, la lógica anticomunista no tiene tal primacía en sus vínculos con Taiwán como la tuvo hasta la década de los ochenta (aunque, sin duda, todavía juega un papel importante), sino que estos se explican a través de la urgencia del imperialismo estadounidense por disponer de enclaves militares y aliados políticos en la región. Pese a que los gobiernos estadounidenses fueron muy cautos hasta hace poco con respecto a su defensa de la noción ‘Una sola China’, los cambios en la situación se aceleraron en el plano diplomático luego de que Donald Trump aceptase la llamada de la Presidenta Tsai Ing-wen felicitándole cuando fue electo Presidente de los Estados Unidos.
En hechos más recientes, las tensiones se han multiplicado cuando Joe Biden reconoció que defendería militarmente a Taiwán en una confrontación con China. La respuesta china fue tajante: “tengan cuidado con sus palabras sobre la cuestión taiwanesa para no enviar mensajes erróneos a los separatistas de Taiwán y dañar gravemente la situación en el Estrecho de Taiwán y la relación entre China y Estados Unidos”. Parece claro que la República Popular China no va a renunciar en el medio plazo a su concepción de China como un ente nacional que abarca ineludiblemente a Taiwán; tampoco parece que el sector socioliberal taiwanés vaya a dar un giro en su mirada sobre China y Estados Unidos, aunque una vuelta del Kuomintang al poder en 2024 no puede negarse a día de hoy; a su vez, Estados Unidos está lejos de renunciar a los puestos cruciales que ocupa en distintos puntos de la región, por cuanto la persistencia de sistemas socialistas y la existencia de varios competidores económicos exigen mantener su presencia exterior.