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Cuba
De Cuba a Miami: Pies de polvo hacia el exilio
Entonces pensé que la isla nos iba a devorar a todos. Las criaturas de la isla trascienden siempre al mar que les rodea. El aislamiento propio de la tierra envuelta en mar se intensifica en un aislamiento mundial, en la época globalizada. Los cubanos atrapados aún bailan en su amada isla al sol de la nostalgia, de aquello que no alcanzan a probar. Escondidos entre los huecos de las sombras, de la ciudad y de los inventos susurran los nombres de quienes les pueden ayudar a escapar más allá del mar.
Hay dos formas de escapar de la isla: 1) En avión a Latinoamérica con identidades falsas para poder cruzar por México. 2) Atravesar el mar hacia la Florida. A los primeros les llaman los pies secos, amparados por la ley de ajuste cubano. Inspirados por las historias transformadas por diferentes bocas y soñando con descubrir lo que ya estaba descubierto. Cuando logran llegar a la frontera mexicana, sólo tienen que buscar un oficial de inmigración que vigile la frontera y solicitar asilo o refugio. Entonces se les otorga libertad condicional y al año y un día podrán ser residentes oficiales de los Estados Unidos.
Parece sencillo, pero no lo es. Dentro de la isla tienen que moverse ágiles sobre los murmullos, tratar de no preguntar a la persona equivocada. En el mercado subterráneo se trafica con la libertad por un mínimo de diez mil dólares americanos. Una vez que llegan en avión al otro lado del mar, no basta con llegar a la frontera mexicana. Muchos deambulan por el camino del viento durante más de un año entre países latinoamericanos, sin identidad permanente, nómadas sin rumbo que desconocen cuándo podrán arrebatarse el miedo de los cuerpos, apoyándose en un rosario que les cuida mientras cruzan el meridiano.
La mayoría de los cubanos que logran cruzar convergen en Miami, como si se tratara de un punto de encuentro después de la huida. No es difícil encontrarlos pero sí hablar; aún tienen la costumbre de susurrar los problemas del régimen mientras miran hacia los lados continuamente. Tienen el miedo clavado. “¿Sabe de alguien más que quiera contarme como llegó a este país?” Siempre hay alguien cerca que ha roto las barreras del mar, pero se acercan tímidos, tratando de descifrarme en una mirada. “Esta chica está haciendo un reportaje sobre los cubanos que se marchan”, se dicen entre ellos, y entonces, sin confiar demasiado, se sientan a mi lado y me cuentan sus historias con cuidado.
El cocinero con hambre
Él se recuerda ahora frente al mar, con 20 años menos, buscando la salida:En aquel momento de desesperación y de hambre me hubiera lanzado al mar y hubiera intentado llegar nadando a la Florida.
¿No le preocupaban los tiburones?
Precisamente por eso me hubiera lanzado al mar.
Modesto, de 56 años, cocinó para Fidel en muchas ocasiones, y creyó durante mucho tiempo en el futuro del régimen, “yo convivía con el socialismo, aunque si me preguntaban sobre él siempre esquivaba la pregunta”. No fue la pérdida de fe el motivo por el que decidió dejar su patria, sino el hambre.
El salario allí es de 40 pesos cubanos mensuales, para lo que ellos llaman profesionales -aquellos que han estudiado, sobre todo médicos-, el resto no llega a los 20 pesos. El problema es que la cartilla de comida apenas cubre las necesidades alimentarias y comprar un pollo ya cuesta 20 pesos cubanos. “Se pasa hambre, pero todos compartimos lo que tenemos con nuestros vecinos. Ningún cubano permitiría que otro se desfallezca del hambre en la calle”.
Hasta hace unos minutos bailaba con las mujeres alegre, como si tuviera 20 años, bromeando con las faldas y riendo exageradamente a cada paso al que le empujaba la música. Ahora, sentado en la penumbra y alejado de la música que nutre a los cubanos, parece que le ha caído todo el peso de su edad o de sus viajes. “No sólo es difícil salir porque nos prohíben hacerlo, sino por saber que no puedes volver, dejas atrás demasiadas cosas, demasiadas personas y en ese momento parece para siempre”.
La nostalgia constriñe su rostro por unos instantes, recuerda en un silencio amargo a todos sus seres queridos. Modesto está solo en un país que no entiende demasiado, incluso después de haberlo andando tantos años. Después me mira, amable, como si espantara con una sonrisa todos los pensamientos malos que le acechan incesantes, y me dice muy bajito, a modo de secreto: “En realidad, los cubanos tenemos mucho que agradecerle a Fidel, gracias a él podemos estar cómodamente en un país extraño, todos los latinos nos vamos por la pobreza, la diferencia es que los demás cruzan a escondidas la frontera y nosotros lo hacemos como héroes”.
Modesto tuvo suerte, trabajaba para el Partido y eso le permitió poder vivir unos años en Ecuador como cocinero de sus compatriotas. Un día, “casi como un autómata”, metió sus pertenencias en una bolsa, “no eran muchas pero no necesitaba más”, y se fue antes del alba. No lo pensó demasiado, “no más que ese pensamiento que me perseguía a menudo, pero era ese pensamiento que no pronuncias ni siquiera en tu cabeza porque lo temes”. Lo importante siempre fue conseguir llegar a México, lo difícil fue atravesar las fronteras de tantos países, “ya ni los recuerdo todos”, sin que fuera detenido.
La fuga era una idea que le rondaba a menudo, pero entrañaba demasiados riesgos y no estaba seguro si encontraría libertad en aquel país que les prometía demasiadas cosas por no hacer nada. “Si el gobierno cubano se entera de que intentas huir, lo mejor que te puede pasar es entrar a una cárcel como preso político, pero lo más normal es acabar ‘desaparecido'”. El gesto de las comillas entre sus manos dibuja un instante el miedo en el aire, y se puede ver ese dibujo como la huella de su historia.
Sostiene en todo momento su vaso de ron, con los hielos derretidos a causa de la noche calurosa que nos envuelve, como un halo de complicidad que le empuja a hablar más. “No conocerás a ningún cubano que no extrañe a Cuba, porque es la mejor amante que dejas atrás”. Modesto está casado, tiene una hija de 5 años a la que imagina a menudo jugar en su jardín de Miami. Sueña con traerlas consigo, pero necesita más dinero, ese es siempre el problema.
“Yo inauguré un restaurante insignia en Cuba, que era de la escuela de protocolo de Castro. El personal del gobierno es muy selectivo. A veces he pensado si mejoran las relaciones entre USA y Cuba, volver y hacer mi propio negocio. Yo me siento orgulloso de ser cubano, si yo pudiera volver… no vivir con tanto cuestionamiento, con tanta zozobra”.
La llamada afónica
Ella lo recuerda claramente, el móvil sonando a deshoras la despertó de golpe. Como una pesadilla. Una voz desconocida al otro lado del teléfono le preguntó si era Silvia. Ella asintió por instinto aunque el sueño le impedía entender a aquel hombre. “Su voz era dura y áspera, ay mija, eso me hizo imaginarle un hombre terrible. Yo acababa de llegar a La Florida, imagínate”.
Aquella voz sin rostro le pidió 10.000 dólares más por el hermano de la mujer de su sobrina. “Después de haberlo sacado de Cuba le pidieron más dinero, oímos muchos casos de que si no pagas te dejan tirado, ahí, muerto, sin que nadie sepa que lo estés”. Silvia no sabía como decirle que apenas tenía 2000 dólares, sintió en sus manos la muerte de aquel chico, “tan joven”, sus palabras le pesan en la boca, pero aún se acelera cuando lo cuenta, los ojos se le abren al ritmo de cada palabra. “Yo no tenía nada, y aquel muchacho, tuvo suerte de no lo matasen y solo lo tiraran pa’trás. Aunque había vendido todo para poder pagar a aquellos hombres y cruzar la frontera, y tuvo que volver a Cuba y empezar de nuevo”.
Silvia también se fue de Cuba, pero ella tuvo suerte. “Nunca me planteé salir, yo hacía lo que podía para seguir viviendo tranquila, si Dios lo quería así”. A menudo, las cubanas que desean salir se conforman con casarse con un español que suele frecuentar esas tierras. “Pero yo, mija, con 20 años, no iba a casarme con un viejo por mucho que me ofreciera. Eso es lo que buscan los españoles con el billete, pero yo nunca quise venderme por salir de allí”.
Pero otra opción de irse de Cuba se blandía ante Silvia sin que ella llegara a verla. Cada año, los cubanos pueden escribir su nombre en una lista, con la que después se sortean un número de nombres a los que se le dará billete al mundo. La lotería de la libertad.
“Yo estaba trabajando y todos me decían que el cartero me buscaba, que tenía que firmar algo. Nunca se me hubiera ocurrido escribir mi nombre en el sorteo, por eso no me imaginaba qué quería. Pero era libre de marcharme si quería, hasta donde yo quisiera”.
El comunista repudiado
“Durante semanas acudieron a mi casa a llamarme bastardo, traidor…” La voz le tiembla, parece que el cuerpo también. Braulio nació en 1956, y cuando entró en el partido “era una buena época para Cuba, el dinero entraba y el comunismo parecía ser el sistema que solucionaría los problemas del pueblo”. El muro cayó en otro continente y a pesar de ocurrir tan lejos, lo volvió todo turbio. Como el aire que envuelve su piso oscuro. Braulio es un hombre distante y en su semblante casi se puede tocar la tristeza de quien amó y no fue correspondido.
Braulio logró ser un respetado cargo del partido comunista, defendía sus ideas y respetaba las del resto. Creyó estar construyendo una alternativa utópica. Pero después de los años dorados en Cuba, “todo cayó en la debacle y siempre parece mejor alternativa lo que uno no tiene. Viví mucho junto al socialismo, cada vez que viajaba me daba cuenta de que todos vivían de una manera muy pacífica, aunque el dinero les condenaba”. De vez en cuando, su mirada juega con los brillos de la habitación dejando ver un atisbo de arrepentimiento. No le gusta Estados Unidos, pero él no se siente capaz de volver, lo único a lo que se aferra es la melancolía que le ronda sobre su oscura tez. “Disfruté mucho el proceso de mejor tiempo que tuvo Cuba en los años 80, y verdaderamente, cuando Cuba cae en la debacle, a finales de esa década, en realidad ya estaba destruida”.
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Un muro con una pintada contra el embargo de EEUU a Cuba en La Habana.
Entonces, los frecuentes viajes de Braulio, empezaron a mostrarle otra realidad paralela que antes no veía. Empezó a envidiar el estilo de vida de su padre y su hermano, que vivían por aquel entonces en Texas. Así que pidió a su padre que le reclamara, por lo que podría marcharse sin obstáculos de “aquella isla decadente”. Cuando el partido se enteró de esto, todo cambió. El sol quemaba aquel día hasta los huesos, y en su puerta se había secado rápido la pintura que describía su final en Cuba: TRAIDOR. “Nunca olvidaré cuando leí aquella palabra en mi puerta, en mi casa y algo se me rompió por dentro. Pero no sabía que ellos también habían roto mi casa, y a todo le siguieron los insultos a gritos desde la seguridad de sus ventanas. Yo sólo podía pensar que eran unos hipócritas. El último día, de entre las cosas que me tiraron, recuerdo que me cayó encima un tomate podrido, como ellos”. La boca se le infecta en recuerdos y su expresión de asco acompaña su forma de comportarse, se mueve despacio y mira con desconfianza todo su alrededor.
Desde que supo que podría marcharse hasta que logró hacerlo pasaron meses, tiempo en el que los gritos que se vertían sobre él iban marcando el surco de su tristeza. Como la lluvia que erosiona poco a poco la roca. Cuando me intenta describir como los que fueron sus amigos le gritaban, -“contratados por el partido, yo lo sé, muchas veces la gente que hace eso son gente inculta, borregos, otras, gente que necesita comida”-, la penumbra de la habitación parece volverse más intensa, y su voz ronca se apaga en cada palabra que describe su recuerdo.
“Aún así volvería a Cuba, no conocerás ningún cubano que no ame Cuba. Pero cuando Castro caiga, Cuba caerá con él, porque todos los capitalistas querrán entrar de golpe a conquistar la economía cubana y ya no habrá nada que hacer. Pero todos los cubanos volverán corriendo a intentar salvar nuestra amada tierra”.
Los cubanos bailan a un lado y al otro del mar, que parece ser el elemento condicionante de la nostalgia. En la isla o no, todos se lamentan por estar separados de lo que desean. Algunos aman EEUU, otros no entienden los mecanismos de un país privado, donde las relaciones se reducen al mínimo necesario. De un lado o del otro, las fronteras de hierro marcan las vidas de los cubanos, que van a la deriva: “Si te vas, dejas de pertenecer a ningún lugar. No existes, todo es un espejismo. Como dice la canción: No eres ni de aquí, ni de allá”.