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Derecho a la vivienda
Caseros, ricos y famosos
El pasado 21 de noviembre, la nueva ministra de Vivienda, Isabel Rodríguez, tomó posesión de su cargo por todo lo alto. En sus primeras palabras ante los medios se comprometió a proteger a los pequeños propietarios.
Con estas palabras, la ministra puso el dedo en la llaga. Se abría el debate. Para unos, Rodríguez se escudaba detrás de un bulo, pues no era cierto que la mayoría de caseros de nuestro país fuesen pequeños propietarios. Mientras que para otros simplemente interpelaba a sus votantes, dado que la propiedad inmobiliaria en España —también en el caso del alquiler— está mayoritariamente en manos de pequeños propietarios. Aquellas clases medias que decantan electoralmente nuestro país.
Entre quienes defendieron la primera postura están los sindicatos de inquilinas. Su postura quedó expresada en distintos comunicados públicos y en un artículo de opinión publicado en El Salto el pasado 30 de noviembre por Javier Gil, Lorenzo Vidal y Miguel Martínez.
En este artículo se venía a defender una tesis principal: la ministra había alimentado un bulo. Los caseros particulares, los pequeños rentistas que ella defendía como mayoritarios no eran más que una ínfima minoría de la población, acaso el 5,8% de la población adulta. Un dato sacado de un estudio realizado por ellos mismos un año atrás para el IDRA (Institut de Recerca Urbana de Barcelona) y que les sirve de apoyo cuantitativo para su artículo.
Así, el texto que presentamos pretende ser una respuesta en un doble sentido. Primero, poniendo en cuestión los datos del estudio que se toma como referencia. Segundo, intentando ver la hipótesis política y sindical que se construye a partir de la validación o no de esos datos. Esto es, entrar al fondo político de la cuestión. Entender que no es lo mismo tener un enemigo claro y definido —los muy ricos y grandes propietarios—, que enfrentarse a un reparto de la propiedad extendida por amplias capas sociales.
Para ir por partes, empezaremos con un repaso de los tres elementos centrales que hacen que el informe sobre el que se basa su argumentación pierda credibilidad a la hora de demostrar su hipótesis central.
La primera curiosidad de este estudio es que —a las puertas de 2024— una parte de sus datos de base provienen de dos barómetros del CIS de 2014 y 2018. La segunda, es que en el artículo se afirma que no hay datos fiables sobre fraude fiscal. Textualmente dice: “no existen estimaciones fiables de los caseros que no declaran sus ingresos procedentes del alquiler”. Solo con esta afirmación se explica cómo el objetivo político del estudio interfiere con la precisión de los datos, ya que sobre todo se busca dejar fuera de sus estimaciones al máximo de caseros particulares posibles. Por ultimo, el tercer elemento es que para el análisis de los perfiles por tramos de renta con el que tratan de demostrar la pertenencia de los caseros a las clases más adineradas, no utilizan las fuentes más fiables y amplias disponibles, que son las tributarias. Pero profundicemos un poco más en cada punto.
Del barómetro del CIS merece la pena hacer unas primeras observaciones. Según sus datos, la concentración media de propiedades en alquiler en manos de los particulares sería de 5,1 viviendas. Sin embargo, en Hacienda hay más de 2,1 millones de personas que declaran alquilar una vivienda. Las cuentas son sencillas, si existen algo más de tres millones de viviendas en manos de particulares y como mínimo hay 2,1 millones de declarantes, la concentración no parece tan alta como presuponen los autores. De hecho, lejos de haber concentración, el resultado es una clara dispersión de la propiedad con una media de 1,4 propiedades por cada casero.
Clases medias y bajas copan cerca del 90% del mercado del alquiler en posesión de particulares
Además, todos estos datos los ponemos en crudo, sin ponderación alguna de la realidad que oculta el fraude fiscal. Porque ¿podemos dar por buena la afirmación que asegura que es imposible de cuantificar este fraude? Pues bien, simplemente con acudir al informe de fraude fiscal de la Agencia Tributaria, veremos que no. El dato es rotundo, desde 2018 —momento de ese barómetro del CIS— se han sacado a la luz 1,18 millones de declaraciones de alquileres que distintos particulares ocultaban al fisco. Y aún así, el sindicato de Técnicos de Hacienda sigue valorando que en esta partida hay un fraude de entre el 20% y el 40% de alquileres de vivienda no declarados.
Esto significa que el número de propietarios particulares —si aplicamos esa corrección de fraude fiscal— estaría en torno a los tres millones. Esto es, entre el 10% y el 15% de la población adulta —considerando muy al límite que existan caseros de 18, 22 o 24 años de edad— y entre el 15% y el 17% de los hogares. En este punto, muchos se preguntarán ¿para qué tanta discusión en torno a los datos?
Los caseros son los padres
Para quienes sean nuevos en este apasionante baile de cifras y fuentes, debemos decir que —aunque no lo parezca— estas idas y venidas sobre estadísticas que se alargan año tras año han servido para aclarar el panorama. Hace tan solo tres o cuatro años nadie se atrevía a meter en sus ecuaciones políticas esta realidad que se ha venido a denominar “rentismo popular”, pero eso ha cambiado.
Gracias a esto, el debate a día de hoy va más allá. Ya nadie discute —como sí sucedía entonces— que el 85% o más de las viviendas del mercado de alquiler pertenece a este tipo de caseros. Ahora lo que está en discusión son los niveles de rentas de estos. Se trata de definir si son solo ricos metidos a rentistas o si el sistema de propiedad es más transversal socialmente de lo que se podría suponer a primera vista.
Rodríguez se dirigía francamente a las clases medias propietarias: alquilasen o no sus segundas o más viviendas, quería dar seguridad a las amplísimas capas propietarias del país
En pocas palabras, el informe que aquí rebatimos trata de demostrar —al contrario de lo que señala la ministra— que la mayoría de caseros son “ricos y famosos”. O, en términos más serios, que son rentas altas, que acumulan muchas propiedades y que son fácilmente reconocibles en las escalas altas de la sociedad. Aquí está el nuevo nudo gordiano del debate.
Aquí es donde el informe que sirve de respaldo a toda la argumentación se equivoca con mayor gravedad. ¿Por qué tomar como fuente principal la Encuesta de Condiciones de Vida teniendo estadísticas mucho más amplias y fiables? La respuesta es sencilla. Porque la Encuesta de Condiciones de Vida eleva artificialmente las rentas de quienes viven en casas en propiedad y porque los tramos de renta de Hacienda son mucho más ajustados a la realidad y masivos, recogiendo un espectro de 2,1 millones de personas y no de 35.000 como la primera. Esto es, ofrecen datos más fiables y contrarios a la hipótesis que tratan de defender estos autores.
Si tomamos los datos de la Agencia Tributaria los resultados son concluyentes. El 40,65% de los propietarios son de rentas bajas, por debajo de 21.000 euros anuales y otro 47,27% son de rentas medias, de entre 21.000 y 60.000 euros anuales. Y solo el 12,08% de estos propietarios pertenecen al selecto club de los ricos que tienen ingresos superiores a 60.000 euros anuales. En definitiva, clases medias y bajas copan cerca del 90% del mercado del alquiler en posesión de particulares.
Estrategias sindicales
La cuestión de fondo no es si Isabel Rodríguez tiene o no razón. Baste con saber que la ministra no mentía en sus declaraciones. Simplemente se dirigía francamente a las clases medias propietarias (y muchas de ellas progresistas). Alquilasen o no sus segundas o más viviendas, quería dar seguridad a las amplísimas capas propietarias del país. Lo hace porque sabe que las viviendas propiedad de los ciudadanos tienen un valor contable de 6,3 billones de euros, cuatro veces y media el PIB nacional. También porque sabe que la mayoría del mercado del alquiler está en manos de estos propietarios particulares y también en manos de esas más de 110.000 empresas inmobiliarias fantasma —sin nadie contratado—, desde donde otros muchos particulares gestionan sus negocios de alquiler.
Sin duda, en este juego económico hay ricos y famosos. Caixabank, Sareb, Blackstone y muchos otros grandes propietarios, esto nadie lo niega. Pero quien realmente apuntala el modelo inmobiliario español son las clases medias propietarias. Por este motivo es tan importante mantener el mercado activo, los precios estables y la seguridad jurídica de la propiedad bien resguardada, como bien se señala desde el gobierno.
La cuestión central es que no se puede abordar el debate retorciendo los datos, sino asumiendo la realidad. Que exista una mayoría propietaria tan transversal no invalida la presencia también de una minoría poderosísima de grandes tenedores contra los que hay que luchar.
Pero esto no debe hacernos olvidar que el grueso de la relaciones de propiedad, del modelo de acumulación en el sector residencial, sigue oculto entre subarriendos, pequeños propietarios, micro-empresas y pequeños inversores. Aquí es donde se encuentran escondidos buena parte de los intereses de las clases medias. Pero, ¿por qué negar esta realidad tan sencilla?
El sindicalismo de vivienda tiene un reto. No se pueden modificar las correlaciones de fuerzas solo luchando contra los ricos y famosos. Debemos afrontar esta realidad y aprender —con las distancias que correspondan— de lo que le sucedió a parte del sindicalismo laboral, cuando se empeñó una y otra vez en organizarse solo en los centros de trabajo tradicionales y sus grandes empresas y sectores. Justo cuando la deslocalización, la subcontratación, la temporalidad y la precariedad extensiva hicieron que el viejo modelo sindical quedase arruinado como herramienta de lucha para enfrentar las nuevas realidad de contratación y empleo.
La forma diversa y desestructurada del sistema de propiedad lleva aparejada una dificultad similar a la que se encontró el sindicalismo laboral. Por este motivo, hay dos posibles opciones ante esta realidad. La primera es especializarse de manera intensiva en construir un movimiento sindical en el ámbito de vivienda. La segunda sería ampliar la estrategia sindical a otros ámbitos que permitan caminar hacia comunidades en lucha no sectorializadas. Escapar con ello del sectorialismo, el corporativismo y la prestación de servicios en los que derivó buena parte del sindicalismo laboral.
Desde nuestro punto de vista, la especialización en un sindicalismo exclusivamente de vivienda, con un sujeto definido en el centro y dentro de una democracia de propietarios difícil de intervenir, podría encerrarnos en posiciones neo-corporativistas. A medio camino entre el sindicalismo de servicios y la asociación de consumidores podríamos acabar en un callejón sin salida: con modelos de alta rotación de conflictos y una débil acumulación de fuerzas.
La otra opción sería extender los límites del sindicalismo de vivienda y llevarlo hacia sistemas sindicales más integrales donde cuestiones laborales, de lucha contra las fronteras o contra las violencias machistas sean espacios de intervención sindical federados en un mismo espacio. En definitiva, un modelo de intervención que quite del centro la idea de sindicato y ponga en el centro la idea de comunidad en lucha que se dota, entre otras cosas, de herramientas sindicales de lucha.
Si el sistema de propiedad español fuera algo similar a un monocultivo de Blackstone o de Caixabank, podríamos tener grandes sindicatos de masas, como los de la FIAT o la SEAT en los años 60 y 70. Pero nuestra realidad en nada se parece a esto. Al contrario, el sindicalismo de vivienda se mueve entre multitud de empresas y propietarios. Pero sobre todo, sigue siendo incapaz de incorporar ni siquiera un leve porcentaje de la conflictividad oculta tras un sistema de propiedad diverso, heterogéneo y capitaneado principalmente por las clases medias (y su Estado).