We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Turquía
“Nos han abandonado”: en Adiyaman, la rabia y las lágrimas se entremezclan
Al límite de sus fuerzas, Mehmet se toma un respiro. Sentado sobre una bombona de gas entre los escombros, este rescatista de 30 años parece abatido. Agarrado a su casco, oculta sus ojos llorosos tras sus largas pestañas, blanqueadas por el polvo. A su alrededor, una escena apocalíptica.
Adiyaman, con una población de 250.000 habitantes, se encuentra completamente derruida. Todo lo que queda aquí son escombros, polvo y restos de edificios que vomitan lo que albergaban en su interior. Los que milagrosamente siguen en pie, penden a veces de un hilo. Un paisaje apocalíptico donde el peligro se añade a un drama ya de por sí inenarrable.
Gritos y lágrimas escapan de este escenario casi monocromo, mezclados con el ruido de las excavadoras. Pero hay algo aún peor: el irritante olor a humo de leña, quemada día y noche en las frías calles para calentar los cuerpos, ya incapaz de cubrir el olor de la muerte.
Los días de impotencia que siguieron al terremoto del 6 de febrero parecen haber roto mucho más aún los corazones de los supervivientes que las indescriptibles y aterradoras sacudidas del terremoto
“¿Cómo vamos a vivir con esto?”, pregunta una mujer de unos cuarenta años. Casi afónica, con los ojos desencajados, se sienta a esperar que los equipos de rescate encuentren a un pariente, muy probablemente fallecido. Un marido, un hermano, un hijo tal vez... Aquí esas preguntas no se plantean.
Esta escena, aunque insostenible, no es un hecho aislado. En la arteria principal de la ciudad, no solo se repite, se multiplica. Allí, se colocan, sobre montículos de escombros, sacos que contienen los restos de sus habitantes, a la espera de ser evacuados. Aquí hay fotos que no se toman y testimonios que preferiríamos no escuchar, como cuando un rescatista nos relata “haber encontrado los cuerpos de una pareja, todavía acurrucada” en medio de un océano de hormigón roto.
“Abandonados”
Es una conclusión inapelable: los días de impotencia que siguieron al terremoto del 6 de febrero parecen haber roto mucho más aún los corazones de los supervivientes que las indescriptibles y aterradoras sacudidas del terremoto. Adiyaman, situada en la parte oriental de la zona siniestrada y geográficamente aislada, permaneció en un verdadero punto ciego durante interminables horas.
Talip Gunes, de cincuenta años, recuerda: “Durante los dos primeros días, Adiyaman ni siquiera fue mencionado, y por lo tanto no se envió nada. Nos quedamos solos ante la catástrofe. Las tiendas no llegaron hasta el tercer día, cuando toda la ciudad era ya inhabitable.”
Enes, de 22 años, se encontraba allí: “Estábamos solos. Solos. Cavamos a mano para sacar a la gente de los escombros, a veces para sacar a nuestros muertos”. “No había electricidad, calefacción, agua... La población ha sido abandonada por las autoridades”, reclama una joven, que desea permanecer en el anonimato. Para complicar aun más las cosas, se ha declarado una epidemia de sarna en el lugar.
Los habitantes de Adiyaman conocen bien este sentimiento de abandono, ya que su ciudad mantiene una antigua tradición de marginación. Marcada durante mucho tiempo por el subdesarrollo económico, la ciudad se inscribe con letras mayúsculas en esta Turquía “periférica”, a menudo olvidada. Y la historia se repite. “Los equipos de rescate llegaron muy tarde y no eran suficientes, toda la ciudad está derruida. ¿Dónde está Turquía?”, pregunta Faruk, de 65 años. A su lado, Kadir, de 35 años, le interrumpe, replicando: “Erdogan no tiene nada que ver. Antes de apuntarle, hay que atacar a los diputados, a los alcaldes y a los gobernadores que nunca se ocuparon de Adiyaman. Ellos son los responsables, hay que juzgarlos”.
Una labor titánica
En la arteria principal de la ciudad, el trabajo es incesante. Cerca del edificio del gobernador, equipos internacionales de una veintena de países se afanan. Una delegación de Taiwán acaba de llegar. Sin embargo estos hombres y mujeres, en su mayoría muy experimentados, parecen muy desamparados ante la magnitud del desastre.
A pocas cuadras de distancia, en el corazón de la ciudad, las calles son intransitables, y ningún equipo de rescate ha tenido tiempo de empezar su labor en este campo. Las “fracturas abiertas” que presentan los edificios que aun no se han derrumbado amenazan con su colapso en cualquier momento. En realidad, ni una sola calle de la ciudad es segura. Los rescatistas lo saben: cada operación de rescate puede ser para ellos la última. Pero no importa, avanzan.
El ruido de las sirenas de las ambulancias se hace cada vez menos presente, ya que desde el quinto día, son cuerpos sin vida en su mayoría los que son extraídos de entre los escombros. Una gran calle y una treintena de rescatistas, hombres y mujeres que afrontan el peligro y cavan incansablemente una montaña de escombros.
El ruido de las sirenas de las ambulancias se hace cada vez menos presente, ya que desde el quinto día, son cuerpos sin vida en su mayoría los que son extraídos de entre los escombros
“Hay todavía unas cincuenta personas aquí debajo”, precisa Ahmet Aslan. Por suerte para este último, que vivía en el edificio ahora derribado, no estaba en casa el 6 de febrero. Nos lleva unos metros más allá, y nos muestra, oculta visualmente por alfombras de salón que sujetan algunos lugareños, una autentica morgue a cielo abierto. Decenas de cuerpos son fotografiados y luego envueltos en sudarios. “Ni siquiera les limpian”, lamenta Ahmet. Minutos después, serán cargados en un camión en dirección al cementerio de la ciudad.
Allí, en medio de un terreno fangoso, repleto de piedras numeradas a mano, Ihsan llora. “Algunas personas han perdido a dos seres queridos, otras tres. Éramos una familia de 12, ahora solo somos cinco”. A su lado, mientras su mujer grita y golpea con todas sus fuerzas sobre un montículo de tierra, un crío de cinco años observa la escena, petrificado.
El Estado y sus carencias
El derrumbe del Hotel Isias va a hacer mucho ruido: de su interior, 35 miembros de un equipo de voleibol de entre 12 y 15 años, pertenecientes a Chipre Norte, no saldrán vivos. La noticia se difundió rápidamente. El hotel, cerrado hace algún tiempo “por irregularidades en la construcción”, había sido reabierto posteriormente sin autorización. Como consecuencia, la ira contra las “mafias del edificio” no deja de crecer, tanto en Adiyaman como en otros lugares. Bakir señala un edificio inclinado: “Mira, es nuevo. Nadie ha vivido allí y ya está destruido. ¿Es normal?”
Las autoridades turcas no tardarán en ocuparse del problema. Según las cifras comunicadas por la AFP, de las 134 investigaciones iniciadas en total, tres personas fueron encarceladas, siete detenidas, entre ellas otros dos promotores que intentaban escapar a Georgia, y 114 siguen siendo buscados.
Si bien esta redada mediática ha sido muy bien recibida por la población de todo el país, muchos temen que el Estado la aproveche para eximirse. En Turquía es conocido que no siempre se respetan las estrictas normas sísmicas. El sector de la construcción, vital para la economía turca, no sólo está en plena explosión —el número de empresas que trabajan en el sector inmobiliario ha aumentado un 43 % en 10 años—, sino que también se encuentra en una encrucijada de intereses entre los promotores, el Estado y sus representantes locales. “Todo el mundo está involucrado. Alcaldes, ministros, el presidente y sus amigos promotores. Es una mafia, hacen lo que quieren, y no respetan ninguna regla, siempre que haga girar la economía. Bueno, pues este es el resultado”, se rebela Enes.
El sector de la construcción, vital para la economía turca, no sólo está en plena explosión, sino que también se encuentra en una encrucijada de intereses entre los promotores, el Estado y sus representantes locales
Resentimiento kurdo
A 300 kilómetros al este de Adiyaman, también fue golpeada por la onda de choque del terremoto la que a menudo se denomina “la capital de los kurdos”, Diyarbakir. Sin embargo, el panorama que se ofrece a nosotros no tiene nada de comparable con Adiyaman: si bien la ciudad ha sido muy sacudida, solo algunos edificios colapsaron. Pero también aquí el sentimiento de abandono es omnipresente. “Si miramos el mapa de los lugares que más se ha tardado en rescatar, nos damos cuenta de que se trata de la región de Hatay, gobernada por la oposición, así como de las regiones dominadas por los kurdos”, comenta un activista. Emine, una mujer de unos 30 años que perdió a un ser querido, se enfurece: “Había menos de diez edificios derruidos, si el Estado hubiera puesto los medios, no habrían muertos. Se ha perdido demasiado tiempo, han echado por tierra nuestras vidas”.
Una cosa es segura: este tipo de críticas no son tomadas a la ligera por Ankara, que ha procedido a una serie de detenciones a raíz de mensajes hostiles publicados en las redes sociales. A pocos meses de las elecciones presidenciales —si se mantienen—, Recep Tayyip Erdogan se muestra impasible, aunque ha llegado a admitir, fenómeno raro, que “se habían constatado lagunas” en la respuesta aportada al seísmo.
Para Samim Akgonul, director del Departamento de Estudios Turcos de la Universidad de Estrasburgo en Francia, las carencias estaban presentes en todas partes: “La sociedad civil con una organización como Ahbap ha sido a menudo más visible que el Estado, hasta el punto de que se han visto obligados a declarar que trabajaban con organismos estatales, por miedo a ser criminalizados”.
Mientras tanto, miles de personas en Diyarbakir no han podido regresar a sus hogares, bien porque han sido destruidos o dañados, bien porque no han sido inspeccionados. Llega la medianoche, y el termómetro ha bajado de los cero grados. Mientras sus hijos juegan, a pocos metros de distancia, Hassan y sus seres queridos se sientan alrededor de una hoguera. La alimentarán toda la noche. “Ha pasado una semana, no tenemos nada. Estamos en medio de un parque helado. Afortunadamente, la población nos ayuda, pero el Estado no está ahí. Estamos desesperados”, explica.
Reconstruir las ciudades, reparar a los vivos
A pocos metros de un edificio aún en ruinas, al pie de un centro de primeros auxilios, el rostro de Umut Karagoz es la viva imagen del desgaste. Médico de urgencias en el hospital de Diyarbakir, viene después de trabajar en el lugar de un colapso con sus colegas del equipo nacional de socorro médico de Turquía (UMKE). “Es normal. Estamos de luto, no puedo estar en otro lugar. Pero hay que subrayar la excepcional ayuda mutua que reina en Diyarbakir.”
Emra Gaze, de 33 años, miembro de la Media Luna Roja turca, llegó de Ankara para ayudar en la distribución de alimentos en la ciudad. Y coincide: “Todos ayudan a todos. Esta ciudad es diferente a todas las demás, está muy unida. Estoy muy marcado.”
Porque de las ruinas del sudeste turco ha surgido una solidaridad que invita al respeto, a la admiración. Adiyaman, Antioquía o Kahramanmaraş se han convertido en las capitales mundiales de la resiliencia durante algún tiempo. Innumerables son los relatos de personas que lo han perdido todo, incluidos familiares, y que unas horas después se marchaban en busca de vecinos o desconocidos, poniendo en peligro sus vidas.
De las ruinas del sudeste turco ha surgido una solidaridad que invita al respeto, a la admiración. Adiyaman, Antioquía o Kahramanmaraş se han convertido en las capitales mundiales de la resiliencia
Diez días después de la tragedia, en las ciudades más afectadas, la muerte está presente por todas partes. Adiyaman, en el momento en que escribimos estas líneas, representa por sí sola una décima parte de las muertes del país (más de 3.000 víctimas registradas), pero todo el mundo sabe que tomarán semanas para rescatar a las víctimas de sus tumbas de escombros. Y que, por lo tanto, el balance final podría ser mucho más importante.
Mientras tanto, ¿cuántos están esperando en el frío, después de más de diez noches casi sin dormir, para poder recuperar los restos de un ser querido? Probablemente cientos aquí y miles en todo el país. Definitivamente, reconstruir las ciudades será menos difícil que reparar a los vivos.