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Sistémico Madrid
Juan Abelló ya estuvo allí
A pocos pasos de la estación de metro de Rubén Darío se encuentra una de las esquinas más vigiladas del país. Empotrada entre el Ministerio de Interior y la Fiscalía General, está la sede de Torreal.
Podría suceder mañana que los muertos se levantaran de sus fosas clamando venganza. Si ocurre, yo y unas cuantas latas de sardinas nos haremos fuertes en el palacete de Fortuny, 1. Se dice que casa con dos puertas mala es de guardar, y este coqueto lugar da también a Fernando el Santo, 23. Pero qué importa eso cuando, día y noche, su integridad la salvaguardan a estribor una pareja de la Guardia Civil y a babor otros tantos policías nacionales. Probad a merodear por allí. El inmueble tiene por vecinos nada menos que al Ministerio del Interior y la Fiscalía General del Estado.
—Perdone, ¿a qué hace usted fotos? —pregunta el agente del rifle apostado a la izquierda.
—A este templo de oropel que entre sus recios muros y cortinajes guarda tesoros y principales almas. Es de principios del siglo XX y dio cobijo al consulado del Imperio Austrohúngaro.
Aun siendo verdad casi todo, en realidad me limito a señalar mi objetivo —el palacete—, y le respondo un escueto “soy periodista”.
—A este otro edificio [Amador de los Ríos, 10, la esquina opuesta] no puede, también pertenece al Ministerio —explica el agente.
Me vuelvo hacia el palacete de marras, el cuartel general de otro imperio, el de Juan Abelló Gallo (Madrid, 1941), donde estos días se cocina la venta de una de sus firmas señeras: Alcaliber. En 2017, esta empresa que cultiva 14.000 hectáreas de la opiácea Amapola Real-Adormidera (Papaver Somniferum) firmó un acuerdo con la multinacional Canopy Growth Corp para plantar cannabis medicinal. Cuando su consumo sea legal en España, será esta quien se lucre.
Así es Juan Abelló. Alcaliber es lo que queda del negocio farmacéutico de su padre, que en 1933 abrió un laboratorio en el barrio de Prosperidad, el primero en España que produjo morfina, codeína y cocaína. Después creó la firma Antibióticos SA (1949).
Abelló se doctoró cum laude en Farmacia (1978), habla el mismo inglés que en Surrey y no figura en la guía telefónica. Esta es su vida en 100 palabras: se bregó en los Laboratorios Abelló, dueños del Frenadol, el agua oxigenada y otros fármacos de uso común. En los 70 ya se codeaba con los March en el consejo del Banco del Progreso. Entonces conoció a otro joven escualo: Mario Conde. En 1982 vendieron juntos los laboratorios y, cinco años después, Abelló, Conde y los Botín colocaron Antibióticos SA a la italiana Montedison por 58.000 millones de pesetas —350 millones de euros—. Acto seguido asaltaron Banesto, donde su relación se quebró. Su tercer y mayor golpe fue Airtel, que vendió a Vodafone. Ganó 600 millones de euros. Después llegaron Agbar, RTL Group, Sacyr, Cie, Pepe Jeans, Talgo, Aston Martin y Mediapro... En todas sacó tajada, como lo hará algún día en Saba, Cvne, Aernnova, ILM Investment o Coca- Cola Grecia.
Una placa de Torreal, su holding, luce en las dos entradas de su palacete. Pero la cabecera de sus negocios es Nueva Compañía de Inversiones SA, cuyo patrimonio neto alcanza los 1.739 millones de euros.
Abelló invierte decenas de millones en fondos de Blackstone, Rothschild, KKR, Pimco, JC Flowers, Morgan Stanley. Abelló reparte otros 270 millones en las bolsas a través de sus sicav. Abelló es eso que llaman los mercados y los mercados son él. Abelló y su esposa, Ana Gamazo de Hohenhole, son España porque son megaterratenientes —40.000 hectáreas— y porque acaparan 500 obras de arte de valor incalculable que adornan los salones, pasillos y despachos, e íntimos aposentos. “Lo que más satisfacción nos ha producido siempre ha sido que gran cantidad de cuadros de pintores españoles estaban en el extranjero y hoy, gracias a Dios, están dentro de nuestras fronteras”, dijo en 2015.
—Debe de ser la esquina más segura de Madrid —inquiero al funcionario armado antes de abandonar la escena.
—Esta y la del Banco de España —me responde, pero yo ya columbro a diez metros lo que queda del mítico restaurante Jockey, que Juan Abelló hizo amago de salvar, y pienso cuántas veces le habrán servido familiarmente allí el postre, el puro y el coñac. Volveremos a este barrio.